Retratos
El taller de un artista es algo sagrado, una concepción del diseño, una demostración del alma de aquel que lo habita. Dicen que el artista es una extensión de su obra, y no al revés, como aquellos ignorantes de lo que significa ser arte y no hacerlo podrían afirmar. La obra, al igual que el taller del artista, es una península pensante y viva de su creador, aunque sería más apropiado afirmar que son en realidad estos los que crean a aquel que los proclama como propios.
El arte no es algo que se pueda palpar, aunque tampoco es un simple concepto. Arte no es, como descripción literal de la palabra, una actividad en la que el hombre recrea, con una finalidad estética, un aspecto de la realidad o un sentimiento en formas bellas valiéndose de la materia, la imagen o el sonido. Mucho menos es un conjunto de obras que resultan de esta actividad, así como las diferentes tendencias o estilos de las mismas.
A grandes rasgos y de forma más resumida y clara. El arte, como lo conocemos, no es una imagen de la Gioconda o la Noche estrellada colgadas en una pared. No es el David de Miguel Ángel o la Venus de Milo encerrados en un museo sin libertad. No son los nombres que los humanos, en nuestra búsqueda del sentido en base a la catalogación y las cuentas, le dimos a las expresiones de los griegos, de su etapa helenistica, o a los maestros del renacimiento, del neoclasicismo, del barroco, del romanticismo, del impresionismo, del surrealismo, del cubismo y de cuantas corrientes artísticas existan o aún tarden en existir.
El arte no es una palabra, no es un objeto ni una representación de aquello que no somos capaces de ver o imaginar. No es una escena directamente amputada de un libro que ha apresado la libertad ideológica de la humanidad durante siglos. Arte no es ni mucho menos una imagen inspirada por una leyenda de la mitología más vasta y hermosa que nos hayamos encontrado jamás. No es, respectivamente, ni un Jesús en su cruz ni el nacimiento de una Venus sensual.
El arte no son los cuadros, no son los artistas que los traen a la vida.
Arte no es una palabra, mucho menos un concepto.
El arte no son las corrientes o estilos con los que se le identifican.
Arte no es una obra de teatro o una canción.
No es un libro o un filme.
Una pintura o una escultura.
Pero ante todo esto...
¿Qué es el arte?
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Esa pregunta llevaba rondando en su cabeza durante el mismo tiempo que llevaba el aire paseando por sus pulmones, el pensamiento alimentando su mente. Se había visto a sí mismo envuelto en una vida de sangre, dolor y penas, de responsabilidades y destinos que eran más grandes que él, más importantes que su vida y sus opiniones.
Él estaba en el museo aquel día, observando con curiosidad profana y obtusa esa pintura marcada por el paso del tiempo. Las personas iluminaban su figura con la mirada, seguían al de ojos esmeralda que, más que ver la obra por su resultado y expresión superficial, se enfocaba en estudiarla, admirar y aprender del dibujo bajo la pintura. Aprendía de las pigmentaciones con las que el artista preparó el óleo, de los pinceles que utilizó y las celdas de los mismos; de la forma y las capas en las que aplicó la pintura; de los empastes utilizados y la forma en que la obra fue restaurada por manos ajenas a la autora una y otra vez.
Él se acercaba y alejaba de la pintura periódicamente, tomándose su tiempo en analizar el lienzo frente a él a profundidad. Pensaba en la técnica, en el estilo del artista y lo que diferenciaba a esa de entre el resto de sus obras. Y en última instancia repasaba la historia del autor, el momento en el que trajo a la vida a eso que tiene actualmente frente a él y lo que para el artista significaba esa pintura en particular, para luego decidir qué significaba para él. Se separó de la pared, le echó un último vistazo al retrato y se alejó.
Había pasado horas en el museo, ignorando los mensajes que le enviaban sus compañeros y hermanos al desconocer su actual ubicación. No le había dicho a nadie a donde iba pues lo último que le hacía falta era alguna interrupción durante el único momento y en el único lugar del día en el que podía ser, quizás, una parte de él mismo. Pasó frente a un retrato más, capturando este su difícil atención, obligándolo a acercarse al mismo y estudiarlo más a fondo que cualquier otro del lugar.
Parecían lupas sus ojos, esmeraldas viendo a través de capas y capas de óleo como si fuesen rayos x. Pensó entonces en el lienzo, en el dibujo y en último lugar pensó en la pintura. Había aprendido durante sus jóvenes años que el dibujo era la base de todo, los pasos que se dan antes de caminar, el aire que es preciso para respirar, la idea que surge antes de la obra y su concepción. Le habían dicho que era un maestro del dibujo. Él no estaba de acuerdo.
Sabía que no era el mejor en lo que hacía, pues estaba siempre seguro que que era capaz de hacerlo mejor. Siempre que dibujaba algo, el resultado era, con seguridad, hermoso ante ojos ajenos, pero dos esmeraldas no observaban lo plasmado en el lienzo o la cartulina, sino que se concentraban en sus errores, solamente visibles para su creador, y maquinaban lo que debió haber hecho para evitarlos, reprimiendose mentalmente por haber sido tan ciego y no haberse dado cuenta antes.
Ante los ojos de Damian, ninguna obra estaba nunca realmente terminada, solamente esperando a que algún detalle inacabado saliera a la luz.
Él pensaba en esto a la medida que analizaba los trazos dados y la estructuración anatómicamente correcta del dibujo de la pintura frente a él. Recordaba lo mucho que solía pintar en su juventud y que aún lo hace, la cantidad incontable de paisajes y retratos de su madre que había concebido desde sus más tiernos 7 años hasta la actualidad. Recordaba también la desaprobación de su abuelo y otros miembros de la liga ante esto, pues a su parecer un asesino debía apreciar el arte, comprenderlo y admirarlo, mas nunca crearlo, mucho menos con las manos malditas de talento de él.
Sus manos debían ser usadas para sostener armas, sus ojos para ver a sus enemigos a la distancia y su voz para fulgir como gritos sin alma en el calor de la batalla. Pero sus manitos sostenían un pincel, sus ojos veían las almas condenadas y las consolaban, su voz le regalaba al viento los cantos más hermosos que se hubiesen escuchado jamás. Él era un error, todo lo que no debió ser. Y ante esto su arte se vio destruido y condenado.
Ra's ordenó que quemaran cada cuadro, cada dibujo, grabado o escultura que el niño hubiese traído a la luz, y lo obligó a observar mientras la única libertad que conocía se perdía entre las incandescentes llamas. No podía llorar, le estaba prohibido y solo Alá sabía lo que le harían si lo veían con lágrimas en los ojos, en cambio se vio obligado a calmar su respiración, y a apretar fuertes los puños en un intento de no lanzarse al fuego y arder junto con su alma y su arte.
En cambio miró a Talia, y le pareció irónico o quizás hipócrita que le hicieran esto cuando en sus años de infante veía a su madre dibujar los más hermosos retratos de un hombre blanco que jamás en su corta vida había visto.
Ignoró los recuerdos, y en cambio se concentró en qué pigmentos habían sido utilizados a la hora de confeccionar el óleo. Pero luego sintió una mano tocar su hombro, y bajó un poco la vista para observar a un guardia decirle que el museo cerraría en unos minutos, y que debía retirarse. Él dio las gracias en un susurro y comenzó a caminar hacia la salida. Dándose la vuelta a último minuto para ver una vez más ese retrato que le había robado la atención, y luego salir de allí.
Una vez que llegó a la torre logró a duras penas evadir cada pregunta dirigida a él debido a su desaparición, solamente tomó una manzana y se dirigió a su habitación. Caminaba por el pasillo cuando sintió un brazo delgado y suave tomar el suyo, y arrastrarlo con delicadeza hasta entrar en una habitación que él conocía perfectamente. Rachel se alejó de él y se dirigió a su cama, no sin antes tomar su reproductora de música en manos, sentándose luego en el suelo frente a él e indicándole con un ligero movimiento de su mano que deseaba que la acompañara.
Damian no habló, solamente se dejó caer junto a ella, recostando su espalda en el piso de la alcoba de la demonesa, cerrando los ojos ante la apasible calma que ella le proporcionaba en pocos segundos.
—¿Twenty one pilots, Queen o Gorillaz?
—Yo no soy Maya —reclamó él, divertido.
Ella rodó los ojos, divertida, y reformuló la pregunta ahora —ante los ojos de Damian— de forma correcta.
—¿Twenty one pilots o Queen?
—Ya sabes la respuesta.
Ella sonrió, tomando su teléfono en manos y seleccionando la canción indicada. All Dead, All Dead de Queen comenzó a sonar, y Damian sonrió levemente ante la tan acertada elección de la joven. Realmente llevaba toda la mañana con esa canción en la cabeza, aunque no le sorprendía que Rachel supiera exactamente qué canción tocar cuando se trataba de él.
Sintió a la chica acostarse junto a él, y abrió los ojos para, junto a ella, observar el techo de su habitación y tararear la melodia en silencio. El ambiente era tranquilo y confortable, justo como siempre lo era cuando pasaba los días junto a ella. Rachel era la única que le traía tranquilidad y paz solamente con su presencia, la única que sabía cuando hablar y cuando simplemente permanecer en silencio. Era la mejor compañía, y no había nada que Damian disfrutara más que una buena obra de arte y estar solo en compañía del cuervo.
El ambiente era tranquilo, apasible y tierno... O al menos lo era hasta que la canción acabó y Mustapha ( también de Queen) hizo su aparición. Rachel y Damian rieron al unísono y juntos también comenzaron a cantar en voz alta, sin importarles que los pudiesen escuchar. Solamente disfrutaban al cantar juntos a todo pulmón en ese ritmo que a Damian tanto le recordaba a su hogar lejano en el Oriente Medio.
Él solía tararear esa canción fuertemente cuando entrenaba o patrullaba las calles, importandole un carajo que lo escucharan o no, cantando esa canción de notas casi arabescas con su voz de ángel destituido de su cargo. Esa fue la primera canción que escuchó de Queen, la primera canción en el idioma de su padre y hermanos que le atrapó y también la primera que le hizo saber a la demonesa que tenían los mismos gustos musicales.
Así que ahora, acostados, riendo e ignorando las quejas de Garfield y las risas de Jaime al otro lado de la puerta, cantaban a todo pulmón la letra improvisada por la mejor voz de la historia musical.
—Ibrahiiiim...
—Ibrahiiiim...
—Allah, Allah, Allah...
—Will pray for youuuu...
—HEY!
Cantaron juntos la última parte de la estrofa para luego estallar en risas. Es increíble cómo la música es capaz de cambiar tu estado de ánimo tan rápida y eficazmente, y suele suceder lo mismo con el arte, pues no es lo mismo observar la belleza trémula y virgen de Las Tres Gracias, de Rubens, que ver la agonía desgarradora del Grito de Munch. Era un remolino de emociones cambiantes, y eso era bueno, pues si alguna obra, por pequeña o desconocida que sea, logra hacerte sentir algo, lo más ínfimo ,entonces vale la pena.
¿Acaso imaginan una Gioconda sin su enigmática sonrisa?
¿O un Guitarrista Ciego sin la tristeza que evocan los azules tonos?
¿Pueden pensar, quizás, en algún autorretrato de Van Gogh en el que no se viese su propia vida reflejada en sus ojos?
¿En algún alma no plasmada perfectamente por Rembrandt?
Oh, Rembrandt.
Esta era la razón por la que Damian amaba el arte barroco. Tantas emociones presentes en las obras de Caravaggio, Bernini, Velazquez, Rubens o Rembrandt, tantas que lograban ensimismar al que las viese, tantas que lograban eclipsar las propias, en los mismos jóvenes años en los que pensaba no ser capaz de sentir en absoluto. Y es ese el motivo de su admiración por el arte. Que cuando Hafid no poseía sentimientos, el arte le hacía llegar un calor a su pecho o una lágrima a su rostro de los que él desconocía la procedencia.
Tan mágico.
Tan desconocido. Tan evocador de lo más profundo de su ser, que el pequeño niño nunca pudo evitar el derramar lágrimas ante la vida relatada en autorretratos de aquel pelirrojo. Tan joven al inicio, tan viejo y sabio al final. Cuántas cosas vieron esos ojos ocultos en las sombras! Cuántas, que hacían del rostro de un niño sin emociones un manantial sin control ni cauce.
Damian estudió a Rembrandt como si estudiara la propia historia de su estirpe, de los eones de años que acumulaban gloriosamente la familia de Al Ghul. Se encontró fascinado en el artista reconocido en su juventud, en los años perdidos por las deudas de su adultez tardía. Se perdió en sus amores y sus obras, en la mirada impasible de Saskia y la sensualidad prohibida de Hendrickje. Sintió el luto de las hijas muertas, el rostro tranquilo del sobreviviente, y se sintió identificado.
Es esa misma sensibilidad la que lo llevó al desastre, y es esa justa sensibilidad la que lo llevó a analizar a las personas como si de pinturas se tratasen. La psicología, a su vez, era para él otra forma de arte, que lo llevó a estudiar a las personas desde su dibujo base, desde el lienzo meramente preparado, hasta los últimos retoques de manchas y destellos de luz.
Pará él la mejor representación de Ra's siempre fue Saturno devorando a su hijo, de Goya, con ese ambiente oscuro que se creaba y la imagen principal de la mirada de Saturno, de Cronos, acabando con su estirpe. Dibujos sangrientos y mirada asesina que se cala en el fondo de tu alma y te persigue en pesadilla. A su madre nunca pudo evitar evocarla como los barrocos tardíos o el Renacimiento, alguna pintura que retratara su naturaleza sombría y a la vez hermosa, quizás una Mona Lisa , sin saber nunca la razón exacta del por qué del misterio de sus labios.
Pues no había pintura que retratara el dibujo afilado y a la vez sensual de Talia, las capas de pintura y los empastes malditamente elegantes disfrazando viejas cicatrices. Los Al Ghul eran eso, capas de pintura, de secretos, intentando disfrazar su base , su centro tan vulnerable. Su padre fue, en cambio, símbolo del Caballero con la mano en el pecho, de un eterno Greco. De mirada impasible y juzgadora, un caballero que a simple vista es humilde, pero que él lo ve como realmente es. El carboncillo marcaría a su padre, una pintura elaborada meramente a partir de las sombras más oscuras, terminando la técnica con leves pero contrastantes retazos de luz.
A sus hermanos los veía como distintas épocas del arte y sus cánones. Drake le recordaba a los señores de alta alcurnia que retratada Van Eyck, mientras que Todd era, a veces, una Muerte de Marat. Grayson siempre fue una explosión de energía, quizás como algún Dalí previamente surreal. Colin le recordaba al Vincent de Arles, con rojos cabellos y mirada azul marino, mirada incomprendida y humilde a su máxima expresión. Maya era como una de esas versiones de La Libertad guiando al pueblo, eso si le dieran a dicha libertad una sonrisa pícara y a veces detestable, como si supiese eso que te empeñas en ocultar. Jon le parecía a veces un Picasso en su etapa de azules, y Suren era apenas una estructura de la arquitectura del Gótico del medioevo, Starfire siendo un Nacimiento de Venus.
Todas estas personas, indispensables para su vida quiera admitirlo o no, eran reflejadas ante él en el arte, en esos artistas y obras que en algún instante de sus estudios le parecieron tan diferentes que llegaban a ser lo mismo. Pero ante todo esto...
¿Con qué obra se identificaba él?
¿En qué pintura veía a la persona más importante en su miserable y sobrevalorada vida?
¿Dónde estaba ella?
Rachel le tomó la mano en ese instante, sintiendo a través de su vínculo su inseguridad. Lo miró a los ojos y le sonrió, culminando con el acto el genocidio de los demonios que lo acosaban. Él sonrió de vuelta, para luego sentarse y acariciar junto a ella a Titus que acababa de entrar en la habitación. Hablaban de temas amenos , y un recuerdo junto con una respuesta inundaron su mente de pronto.
Titus...
¿Cómo había sido capaz de olvidarlo?
¿Cómo había sido tan ciego?
La verdadera razón de que él hubiese decidido llamar al can de tal forma, oculta detrás de la vaga excusa de la sangre derramada en un libro de Shakespeare.
¿Cómo pudo haber olvidado en qué ojos retratados se veía mejor a sí mismo, la veía mejor a ella?
Si la respuesta la supo desde el inicio.
Su subconsciente se lo dijo todo el tiempo, inclusive ese mismo día en el Museo.
Se levantó luego, con la excusa de un sueño olvidado la noche anterior, y abandonó la habitación de la joven no sin antes llamarla, por medio de un susurro, por un nombre que no era el suyo y que Rachel no fue capaz de escuchar en el momento. Damian caminó directo a su alcoba, preparando las cosas necesarias para más visitas al museo...
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Estaba allí otra vez, frente a ese cuadro que le había robado la respiración, frente a la mujer en ambiente oscuro, vestida con elegantes ropajes y un sombrero que cubría el rojizo cabello, enmarcando su rostro de perfil. La estudió más a fondo, recordando con el nombre de la retratada mujer esas historias que leía sin cansancio en sus noches sin suelo ni sueño.
Un pintor joven.
Una mujer leal.
Hijas nacidas sin vida.
Un hijo sobreviviente.
La muerte de dicha joven.
La desdicha del pintor.
El nombre del hijo prodijio.
Ignoró lo que la historia del genio que admiraba en su juventud provocaba actualmente dentro de sí mismo, tomando asiento en ese banco inteligentemente ubicado frente a la obra para tomar su cuaderno en manos y comenzar a dibujar. No habían muchas personas en el museo a esa hora, lo que le daba mucha más libertad en su estudio. Retrató a la mujer una y otra vez, en cada pedazo de la página un estudio diferente de la anatomía de su posición, las ropas que tan elegantemente vestía y su expresión pasible y calmada.
Pasaron así los siguientes días, mañanas y tardes.
Damian en el museo.
Un lápiz o carboncillo en sus manos.
La misma pintura frente a él.
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Cuando regresaba a la Torre nadie era capaz de agarrar su sombra, se adentraba rápidamente en su habitación a hacer solo Dios sabe que cosa, y no la abandonaba hasta la mañana siguiente, para dirigirse de nuevo al museo. Rachel había notado su conducta, y a pesar de estar segura del bienestar físico y en cierta medida emocional de su compañero de pesadillas, de sentirse feliz por saber con seguridad que él había conseguido una meta, también se encontraba curiosa.
Deseaba saber con urgencia qué era aquello que se robaba su atención cada día, que lo mantenía ocupado por las noches y por consecuencia, alejado de ella. Y es que Raven era egoísta, ¿por qué no decirlo? Ella extrañaba su voz referirse a ella, y le molestaba desconocer la razón detrás de la actual indiferencia del petirrojo de negras alas ante su persona, le dolia en el alma que sus ojos, cuales esmeraldas, no pasaran sus horas posados sobre ella.
También sabía que Damian era, al igual que ella, una persona reservada, y que debía respetar su privacidad. Pero el urge ya fue en algún momento demasiado, y tanto ella como Lenore se vieron forzadas por la pecadora duda dentro de ellas a descubrir a dónde se alejaba el joven color canela cada día. Una mañana Rachel lo siguió, escondiendo su esencia de él a pesar de estar segura de que sería por gusto, pues siempre, y sin ella nunca saber exactamente cómo, Damian sabía dónde ella estaba.
Quizás era motivo de su vínculo, quizás fue simplemente la educación de asesino a la que el joven fue sometido en sus más pequeños años. Ella lloraba por él, y nadie lo podía saber, lloraba por la infancia arrebatada, porque se había prometido a sí misma que nadie pasaría por lo mismo que ella tuvo que vivir en Azarath y el Inframundo. Rachel lloraba porque Damian, quizás, había sufrido más que ella. Y el pensar en esto, en que la mayoría de las interminables cicatrices alrededor de su cuerpo habían surgido antes de sus 10 años... Era como encajarle mil puñales en el corazón.
Pero ignoró todo esto al observar su sombra entrar por el museo de Artes de Jump City, y ella lo siguió, ignorando por completo el gigante cartel que anunciaba la casi imposible de reunir colección de autorretratos y —a la vez— autobiografía de uno de los más grandes artistas barrocos. No, ella no observó a los guardias saludar al joven mestizo, mucho menos preguntar cuánto tiempo estaría hoy allí, en la exhibición.
Rachel solamente pensó en Damian, en su pasión por las bellas artes y ahora su mente parecía conectar lentamente las pistas del misterio que ella no sabía que estaba resolviendo. Y es que Damian era en sí mismo el misterio más grande de su universo, explosiones ocultas detrás de dos esmeraldas de ámbar disfrazadas de ojos, atravesadas por dos líneas verticales como si de pupilas de gato se tratasen, o en el caso de Damian, de serpientes. Serpientes del desierto abrazador, serpientes verdes y venenosas. Tan hermosas y a la vez tan letales. Justo como Damian en toda su gloria.
Raven ignoró la exposición pues frente a ella, a unos metros de distancia, se encontraba la mayor obra de arte que jamás podría encontrar en su vida. Un rostro de Dios árabe se acercó decidido a esa parte alejada del museo, piernas largas lo llevaron a sentarse en un banco por aquella esquina, la más oscura, la más apartada del resto del mundo.
Ella lo miró mientras él observaba algo en la pared con demasiada curiosidad y concentración. Amatistas recorriendo canelas, azabaches y esmeraldas con una intensidad divinamente pecadora y prohibida. Él no cambiaba de posición, y solamente el simple hecho de acomodar su chaqueta derivó en una Rachel pensando en sus manos. Manos callosas, repletas de tatuajes de plateada carne , manos duras y fuertes que a ella se le hacían tan suaves y sensibles.
Rachel se acercó a él lentamente, pensando a su vez en qué era aquello que aclamaba tanto la atención casi imposible de conseguir de su ángel caído, de su Zamarad. Desvío con trabajo la vista a la misma pared que contemplaba el de ojos cual infierno de verdes llamas, y vio el perfil de una mujer, enmarcado en sombras oscuras que le recordaban a las propias y una mirada que alguna vez fue capaz de distinguir en el espejo...
Leyó la placa bajo el marco del lienzo.
«Retrato de Saskia»
Decidió entonces sentarse junto a él, a pocos centímetros de su persona, la curiosidad y calma resurgiendo furiosamente bajo su piel. No hablaron nada por lo que parecían siglos, no hacía falta, simplemente se quedaron ahí, lado a lado, observando una pintura iluminada por un solitario halo de luz. El ambiente era calmado, y se volvió apasible y cómodo para ambos, ya acostumbrados a la sinfonía de sus silencios.
Minutos convertidos en sus mentes en horas pasador, recitentes de pasar de uno a otro. Y ya se habían acostumbrado tanto a esta rutina ínfima de observar esa pintura descansando gloriosamente en la pared y hablarse por medio de la falta de sonidos, que la voz suave y profunda de Damian pareció romper con todo. Un susurro apenas, un susurro que a Rachel le pareció un canto de los mismísimos Ángeles despojados de sus alas y arrojados al que ella llegó a considerar su hogar.
—¿Sabes quién fue Saskia?
La pregunta le sorprendió, y su mente, después de llevar a cabo los procesos necesarios para analizar la información, le llevó a la conclusión obvia. Rachel era, al igual que Damian, una erudita. Una joven que siempre vio con claridad que el conocimiento era poder, una joven con la que podías mantener una conversación de cualquier tema durante horas sin descanso y nunca sentirte aburrido. Por supuesto que Rachel sabía a quién pertenecía ese nombre, y por supuesto que conocía acerca de la historia de aquel pintor que retrataba en cada uno de sus cuadros su mirada y trasfondo sinceros.
—Ella fue la primera esposa de Rembrandt Van Rijn, el gran pintor del Barroco, famoso por sus autorretratos. Tuvieron cuatro hijos juntos, de los cuales solamente el cuarto sobrevivió, falleciendo ella poco después del parto.
Rachel había respondido aún confundida, aunque su confusión solamente empeoró al observar cómo Damian negaba de forma suave y decidida con la cabeza lentamente. Él suspiró lentamente para luego girar su cabeza hacia ella, haciéndola sentir diminuta y sensible con sus esmeraldas tricolores, un brillo en ellas que la hacía sentir... diferente... protegida.
—Saskia era la musa de Rembrandt, su inspiración y modelo. Su matrimonio nunca fue el más feliz, menos aún con tres hijos muertos al nacer, pero aún así ambos llegaron a amarse. Rembrandt la retrató más de una vez, y en cada una de ellas su mirada tranquila se hacía notar... Y en ella el amor que le profesaba al artista... Él volvió a contraer matrimonio después de su muerte, eso es cierto... Pero ella nunca dejó de ser su musa... Y, a falta de una mejor palabra en este idioma incompleto e inútil... Fue su amor.
Rachel escuchó su discurso atentamente, hundiéndose en esmeraldas mares, en ojos de serpientes que la envolvían hasta no dejarle respirar. Pero ella no necesitaba respirar. No cuando estaba al lado de Damian. Solamente necesitaba escuchar su voz y asfixiarse con sus ojos. Solamente eso.
Él no volvió a hablar una palabra, solamente volvió la vista al frente, a observar ese cuadro que ella también había aprendido a admirar.
—¿Recuerdas aquella vez? ¿Cuando admití mi costumbre de comparar a mis conocidos con obras de arte?
Ella sonrió.
Cómo olvidarlo.
—Tu abuelo y madre compartían el barroco. Tu padre fue convertido en el caballero de la mano en el pecho. Tus hermanos un Van Eyck, un Marat asesinado y un Dali. Star es una Venus.
—Maya es una libertad que me guía, Colin un pintor alejado por la sociedad, Jon un abstraccionismo en azules y Suren testigo del arte del gótico.
Rachel rió en el momento, imaginando en las pinturas el rostro de sus amigos...
Pero entonces pensó...
—¿Y qué hay de ti? ¿No te ves a ti mismo en ninguna obra? ¿O acaso eres como el Jean-Baptiste de Perfume? ¿Aquel que siente los olores de todos, que los identifica y vive de ellos, pero no posee olor propio?
Damian mantuvo el silencio por un momento, hasta que después de un rato en el que ella ya había desistido de volver a escuchar su voz, habló.
—Yo soy un Rembrandt...
Sus amatistas se sorprendieron ante la afirmación, mas le permitieron explicarse.
—Soy uno de sus autorretratos... Un dibujo exacto, a veces más rústico o libre, muchas veces hermoso por lo simple de sus formas... Una pintura de base, que sostendrá todo el peso de lo superficial más adelante... Sombras de colores tierra, de negros que eclipsan todo lo que ha hecho. Sombras tan grandes que cubren su rostro. Sombras que mata al permitir, mientras la pintura aún está húmeda, rayar con el cabo del pincel el lienzo, realzando sus rebeldes cabellos al dejar a la vista el rojo dado alguna vez en su base...
Ella escuchó atentamente, y a cada palabra que decía, a cada descripción, se sentía como si fuese lo que estuviera escuchando en realidad una metáfora de la vida de su Zamarad en lugar de una explicación de cómo construir un cuadro. Sintiéndose identificada al pensar en las palabras de Damian utilizadas con este fin: relatar su historia sin decir nada al respecto.
—Luego llegan los medios tonos, permitiéndole reforzar los colores y el dibujo en su base, dejándole saber la naturalidad con la que la luz disfrazaria el rostro, mas siempre permitiéndole a sus ojos descansar en las sombras... Y en último lugar... la luz... Esa que le da vida al cuadro, que realza el rostro y lo empuja fuera de las sombras... Porque es esa luz la que le da el contraste y magia a lo que Rembrandt hacía. Es esa luz la que lo trajo a la eternidad...
Rachel miró a su regazo, permitiéndole a cada palabra conseguir un lugar en su mente y sus memorias. Un lugar junto a sus recuerdos más preciados, aquellos que provenían de su tiempo junto a él.
El silencio se asentó una vez más.
—Dime, Rachel...
Ella levantó la mirada, permitiendo que la intensidad de esas esmeraldas le arrebataran la respiración una vez más. Reconoció el brillo en su mirar, y en sólo un segundo ella pensó que se desmoronaria allí mismo, en el museo, frente a él.
—Dime... ¿Recuerdas el nombre del hijo de Rembrandt? ¿El nombre de aquel que vivió?
Damian la observó atentamente, mientras sabía e imaginaba los pensamientos de la de piel de Luna. La vio pasar a través de los pasillos de sus memorias, buscando entre los vastos estantes de su mente aquel libro prohibido que le diría lo que necesitaba saber. Y Damian pudo decir con seguridad que ella logró encontrarlo, y que sabía a lo que él se refería.
Él sonrió al mismo tiempo que la expresión en el rostro de ella cambió.
Un buen y confundido cambio.
—Damian... Zamarad... Dime..., dime que es una coincidencia...
Él sonrió una vez más.
Negó con la cabeza.
Y habló.
—Siempre me oculté detrás de la vaga excusa de un libro de Shakespeare leído en la más tierna infancia asesinada... Y tú siempre pareciste aceptar esa excusa... Pero déjame, por una vez, admitir algo... Te mentí... Y aún no llega a mi mente la razón de ello... Es cierto que solamente verlo en tus brazos, cuando aún era apenas un cachorro, dejó inmediatamente en mí su nombre... Siempre estuve tan seguro acerca de ello... Siempre tan seguro... Y sin saber por qué...
—Titus...
Él volvió a sonreír.
—Lo vi y el nombre vino a mí, no por un libro, sino por una historia... Esa de un pintor y su esposa... Esa del único hijo vivo... El último de los cuatro... Sin pensarlo dos veces dije su nombre ante ti, robándote esa sonrisa que ahora no temo admitir que me encanta... Y fue ahí cuando lo supe también... Qué técnica fue utilizada en ti... Qué dibujo, que lienzo y que óleos te confeccionaron... Y al saber la identidad del artista, más aún la de la modelo, me llevó a un estado de shock del que no fui capaz de escapar.
Ella lo continuaba mirando incrédula, y Damian no pudo evitar que esa sonrisa suya fuese inundada por la melancolía.
—Siempre supe la respuesta a la interrogante que me había hecho durante toda mi vida... ¿Qué es el arte?... ¿Quién soy yo?... ¿Quién eres tú?... Pero mi subconsciente siempre lo supo, y me lo gritaba todo el tiempo... qué estúpido fui, qué ciego... No fue hasta hace una semana que me di cuenta... Dime, Raven... ¿Qué es el arte, sino la libertad de aquellos cuya única prisión son ellos mismos?... ¿De aquellos como yo?
No podía parar, no ahora, no cuando todas esas barreras que llevaba manteniendo durante 18 años finalmente caían sin control ante la única persona que le importaba en este condenado mundo.
—Ya sé la respuesta, Rachel... Ya sé quién soy yo... Siempre supe quién era Titus... Pero el otro día vine, y te vi... Te vi frente a mí, y fue como si te observase por primera vez... Tú portabas unas ropas antiguas, un sombrero que no hacía más que enmarcar tu rostro virtuosamnete posicionado de forma que yo lo viese de perfil, sombras que nunca podían apagar tu luz... Te vi justo en este lugar... Justo frente a mí... Justo como ahora... y ya no puedo ocultarlo más... Dime, Raven... Dime, ¿quién eres tú?
Ella lo miró una vez más a los ojos, amatistas y esmeraldas fundiendose en ese baile tan particular que llevaban ya más de cuatro años disfrutando juntos... Cuatro años... Un solo hijo... Un solo Titus.
—¿Quién...? ¿Quién soy yo?
Damian colocó lentamente una mano en su mejilla.
Y sonrió.
—Tú eres la luz al final del proceso de mi pintura...
Él volvió a mirar el cuadro.
—Tú eres mi Saskia.
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