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La Morena

Por increíble que pareciera, habían atravesado aquel lugar sin problemas. Delante de ellos, finalmente, estaban el bosque de algas. 

Rucius había decidido acompañar a Sara hasta llegar a su casa, convencido de que ella conocía el camino y que ningún otro peligro podía aparecer, era una opción viable antes que tener que regresar al banco de medusas o al hogar de los pulpos.

El bosque de algas de colores se extendía ante ellos como un espectáculo de fantasía submarina. Las algas, de tonos vibrantes y brillantes, formaban un tapiz de colores que parecía bailar con la corriente. Había de todo color, como el arcoíris: rojo intenso, naranja brillante, amarillo resplandeciente, verde esmeralda, azul profundo, e incluso púrpura y rosa.

Mientras nadaban a través de él, veían las hojas de las algas mecerse con suavidad con la corriente, creando una danza que llenaba el ambiente de magia y vida. Los rayos de sol que se filtraban a través del agua iluminaban el bosque, haciendo que las algas resplandecieran.

Pero en un punto, Sara se detuvo, llamando la atención de Rucius. Miró a sus lados, y se dio cuenta que estaban en una zona que no conocía. Más allá del bosque de algas de colores, la escena cambiaba drásticamente: Las algas se volvían más abundantes y oscuras, adquiriendo tonos parduscos, verduzcos y negros que creaban un manto oscuro en el lecho marino, como si estuvieran impregnadas de una oscuridad palpable que envolvía todo a su paso.

Sus sombras se alargaban y parecían cobrar vida propia, moviéndose en formas retorcidas que evocaban imágenes de pesadilla. El silencio era abrumador, roto solo por el susurro siniestro de la corriente y el crujido ocasional de las algas al chocar entre sí.

—No recuerdo este lugar —dijo Sara, extrañada, puesto que creía que conocía el camino.

Rucius se extrañó, y giró sobre sí mismo:

—La verdad no sé dónde estamos, nunca había nadado hasta aquí, creí que conocías el camino a tu casa —le respondió, sin entender a la chica.

Entonces, de la nada, todo se oscureció. El bosque submarino se envolvió en una penumbra palpable. El corazón de Sara dio un vuelco al levantar la vista y encontrarse con la figura imponente que descendía hacia ellos.

—Rucius...

Fue lo único que pudo decir a su amigo mantarraya, mientras señalaba hacia arriba.

Allí vieron al monstruo más grande, era cinco o diez veces más que el pulpo con que se habían topado. Era alargada como una serpiente y con escamas oscuras. Sus ojos, pequeños pero penetrantes, parecían escrutar a los dos chicos con una intensidad que enviaba escalofríos.

Con un movimiento lento y majestuoso, la criatura se situó frente a ellos. Su boca, estaba adornada con enormes dientes afilados como cuchillas, y se abrieron en una mueca que revelaba su impresionante tamaño y ferocidad.

Para Sara y Rucius, la criatura era una visión sacada de sus peores pesadillas. Atrapados entre el asombro y el miedo paralizante, observaron con temor cómo la criatura —una morena—, habló con una voz profunda y resonante, preguntando:

—¿Qué hacen dos criaturas tan pequeñas en este lugar?

Sara y Rucius estaban tan impresionados que no podían hablar. Sabían que, ese monstruo era tan grande, que podía desafiar incluso a la mismísima Jipijapamar.

—Y-yo... e-ella... —Rucius trató de hablar, pero sus palabras se atascaron en su garganta.

Sara vio el problema de su amigo, y se aterró todavía más.

—Solo queremos llegar a casa de papito —dijo, comenzando a llorar.

La morena, sorprendida por la respuesta inesperada, observó cómo Sara abría su mochila y sacaba unos bocadillos de medusas de gelatina.

—Solo tengo esto para que coma si tiene hambre, pero no nos coma —dijo, sollozando, intentando no soltar las golosinas que le ofrecía a la enorme serpiente.

La morena miró los bocadillos con incredulidad, antes de estallar en una risa estruendosa que pareció retumbar en todo el bosque submarino. Sara y Rucius, desconcertados por la reacción se miraron entre sí, sin entender qué le ocurría al monstruo.

—No suelo disfrutar de la comida dulce, pero aprecio el gesto —respondió la serpiente gigante con una sonrisa amable, antes de dirigir su atención nuevamente a los dos jóvenes—. ¿Supongo que eres la hija de los dos Cristóbal y la señora Azucena? —preguntó, dejando a Sara atónita por el conocimiento de su identidad.

La sirenita asintió.

—Bueno, yo soy Sir Dobby, el guardián de Jipijapamar. Supongo que estás buscando el camino de vuelta a casa, ¿cierto?

Sara asintió, todavía sin poder creer que aquel monstruo fuera amigable.

—Pero iban por muy mal camino, la casa de los dos Cristóbal y de la señora Azucena están en el oeste y usted están nadando por el este. Vengan, yo los llevo, hay demasiado peligro por esta zona, ni siquiera sé porque transitan solos, hay que ver que los tritones y sirenas de Jipijapamar son demasiado confiados...

Y así, con esa conversación de nunca acabar por parte de Sir Dobby, y con Rucius y Sara montado en el lomo de la morena gigante, comenzaron a ir a la casa de su papá. El viaje parecía acabar dentro de pocos. 


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