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CAPÍTULO VEINTIUNO


25 de septiembre de 1996, Santiago. 


Cuando la puerta del edificio circular se abrió, Lear estuvo seguro de que se trataba de Zacarías y Ezequiel. No sabía la hora exacta, pero calculaba que faltaba poco para la visita que los niños le hacían casi todos los días después del colegio. Durante los segundos en que la puerta metálica dejó entrar la luz exterior antes de volver a cerrarse, se permitió una sonrisa. No se movió de su puesto habitual, sentado sobre un montón de libros, a la espera de sus voces o el sonido leve de sus pasos. Pero no escuchó nada de eso, ni tampoco las velas que marcaban el camino escalera abajo se encendieron con la presencia de Zacarías.

Esa fue la primera señal. Luego, oyó una respiración pesada en lo alto, aún junto a la entrada. Se puso de pie con lentitud. Tenía una copia de La Historia Interminable entre las manos, y debido a la sorpresa y el miedo la apretó con fuerza. Al hacerlo, una serie de imágenes lo invadieron de golpe, aturdiéndolo un poco. Soltó el libro, que fue a dar al suelo con un sonido sordo. Antes de que pudiera recuperarlo, una silueta se perfiló en la escalera, alumbrada apenas por las velas que él tenía alrededor. 

—¿Quién es? 

—Yo, Duncan...

Al reconocer la voz, sintió decepción, pero también alivio. Rodeó el montón de libros que lo separaban de la escalera y esperó al hombre a los pies de esta. Duncan estaba encogido sobre sí mismo, como si estuviera herido. Aunque eso era improbable, tampoco era del todo imposible. Solo por la existencia de esa posibilidad fue que se acercó un poco más a él. Eso le permitió ver en medio de la penumbra que tenía la manga izquierda de su polerón canguro rota a todo lo largo del brazo. 

—¿Qué te pasa? —le preguntó en un susurro, manteniendo una distancia prudencial de dos escalones—. ¿Estás herido?

El hombre soltó un par de carcajadas secas que se confundieron con su jadeos de cansancio. 

—Me detectaron, Lear. Llevo un día entero huyendo...

—¿Quién te detectó? 

Duncan no respondió. Se irguió un poco más, sin soltarse el costado izquierdo del abdomen, y pasó por el lado de Lear rumbo al fondo del edificio circular. Buscó algún lugar donde sentarse, pasando a llevar un par de torres de libros en el intertanto. Finalmente, se dejó caer sobre el baúl que aún contenía algunas cosas provenientes de El Nido. No se fijó en el mueble, tal vez ni siquiera lo conocía; aún así, Lear se mantuvo en tensión hasta que Duncan se sentó por fin. Respirando lentamente, bajó los escalones y miró los libros que el otro había dispersado con el ceño fruncido. Después de unos segundos se dijo que no importaba, ya los ordenaría después.  Lo que no pudo evitar fue mirar hacia lo alto de la escalera, por donde Ezequiel y Zacarías podían entrar en cualquier momento. No quería que Duncan los viera, ni tampoco que ellos vieran a Duncan; no sabía las consecuencias que un encuentro así podía tener. 

Por eso, rogó que ese día los niños no fueran a visitarlo. Lo rogó con todas sus fuerza, aunque no supo a quién o a qué. Dudaba que existiera un dios capaz de escuchar las plegarias de alguien como él. 

—¿Quién te detectó? —volvió a preguntar cuando se sentó en su puesto de siempre, a poca distancia de su visitante.

—Ese hijo de puta del que nos hablaron una vez... ¿Cómo se llama? El extranjero capaz de encontrar Psíquicos. 

—Griffin. 

—Ese. —Duncan cruzó las piernas, movimiento que le sacó un leve quejido entre los labios y un gesto de dolor. Quizás sí estuviera herido, lo que, pensó Lear, sería preocupante pero también muy interesante—. Había estado muy quietecito en su ratonera, pero hoy, de la nada, me di cuenta que me estaba siguiendo. El maldito es hábil... muy hábil. 

Dejó escapar un nuevo quejido, esta vez más fuerte. Antes de que Lear dijera o hiciera algo, Duncan levantó el polerón por el frente y le mostró el pecho. La sombra de un enorme hematoma en formación le cubría gran parte del diafragma. 

—¿Él te hizo eso?

—¿Quién más? Te digo que el maldito es hábil. 

—Pero... —Lear frunció el ceño, intentando recordar cuándo había sido la última vez que un miembro de la Compañía había recibido algún tipo de daño por alguien que no fuera Calibán. No lo logró. —¿Cómo lo hizo? —preguntó, creyendo al principio que Duncan no sería capaz de relatarle una historia que lo dejaba mal parado. Se equivocó. 

—Hace eso raro con su aura o algo así. Le lancé una piedra y me la devolvió... Me dio de lleno, el hijo de puta. 

—Así veo... 

—Lo peor es que no dejó de perseguirme ni siquiera después de eso. Aún me debe andar buscando. Por suerte lo logré burlar. 

Lear tragó saliva. 

—¿Estás seguro que lo perdiste? ¿No encontrará este lugar?

—No, amigo. No lo hará. Lo perdí al otro lado del centro y no he dejado de correr desde entonces. Puede que tenga sus poderes, pero no deja de ser un maldito viejo... 

Mientras lo escuchaba, Lear volvió a mirar la puerta. Ahora no solo temía la llegada de Zacarías y Ezequiel, sino también de ese hombre al que toda la Compañía temía por ser capaz de detectarlos. Hace años les habían contado sobre él, advirtiéndoles que tuvieran cuidado, que en caso de topárselo tomaran todas las precauciones posibles. Al parecer, por su causa, los que habían formaron la Compañía tuvieron que abandonar tres guaridas antes de por fin encontrar el Teatro, que estaba tan sumergido en las profundidades bajo Santiago que ni siquiera el tal Griffin había podido encontrarlo. Lear era poco más que un niño en ese entonces, así que no lo recordaba. Apenas recordaba algo sobre esos años, excepto lo malo. 

—¿Cómo crees que te encontró? 

—No lo sé... Estaba, ya sabes, con lo que me encargaron que hiciera para molestar a la APA. Y lo estaba consiguiendo... —Duncan sonrió, lo que extrañamente hizo que su rostro luciera más como el de un pájaro. —Iba por la tercera casa y ellos, como tontos, las estaban investigando todas. Hasta Emilia Berríos salió de su escondite con la última... 

Lear se tensó al oír el nombre. Era una reacción instintiva para cualquier miembro de la Compañía, incluso para el propio Duncan, por mucho que intentara esconder su miedo detrás de una sonrisa burlona. 

—Pero ella se ocupa solo de los casos grandes... ¿Qué fue lo que te pidieron hacer los Mayores?

—Lo de siempre: molestarlos. Ponerlos a correr detrás de fantasmas falsos. Lady quiere tener el camino libre para comenzar con la siguiente fase del plan. —El hombre se puso de pie con cierta dificultad y miró a su alrededor con curiosidad—. ¿Tienes algo de comer? Me muero de hambre. 

Levantó la ceja al escucharlo. De verdad tenía que estar muy mal para sentir hambre y, sobre todo, para querer ingerir comida que no hubiera sido preparada por Gertrudis. Bajo la atenta mirada de Duncan, buscó al costado de su asiento hasta dar con un bulto envuelto en un paño; era la comida que Zacarías no se cansaba de llevarle como regalo. Un par de sándwiches ya endurecidos, un yogurt y un paquete de papas fritas a medias, porque el niño parecía ser tan aficionado a ellas que había dejado de lado algo de su bondad y las había atacado antes de entregárselas. 

Luego de pensarlo un poco, fue lo que le lanzó a Duncan, quien las observó con interés. 

—¿Sales a comprar de vez en cuando?

—Solo cómetelas y ya. 

Tras dirigirle una sonrisa, su amigo abrió el paquete y sacó una papa, la que se llevó a la boca con algo de miedo. Primero la saboreó con la lengua, para después echársela a la boca. La masticó lentamente. 

—¿Sabes? La comida del exterior no está tan mal...

—Duncan... lo mejor es que te vayas. 

—¿Y a qué viene eso tan de repente? —le preguntó con los ojos muy abiertos. 

—Que yo estoy ocupado. Y tú necesitas recuperarte del ataque de Griffin. Además, no creo que sea buena idea que sigas tan cerca del exterior. Aún debe andarte buscando, tú lo dijiste. Él y también la APA.

—¿La APA?

Lear reprimió un suspiro de impaciencia. 

—¿En serio no te das cuenta? Emilia Berríos no dejó su casa porque se creyera tu pantomima del falso polterrgeist. Debe saber que era una farsa y salió ella misma a comprobarlo. 

—Imposible...

—¿Cuándo fue que la viste investigando?

Duncan lo pensó unos segundos antes de responder. 

—El 23 en la noche. 

—¿Y cuándo fue que te diste cuenta que Griffin te seguía?

—Hoy en la mañana. 

Lear cambió de postura sobre su asiento antes de entrelazar los dedos sobre el regazo, todo a la espera que Duncan uniera por fin los puntos. 

—¿Crees que... crees que Emilia le pidió ayuda al maldito de Griffin? —preguntó pasado casi un minuto su amigo.

—Sí. 

—O sea que la APA me descubrió. 

—Es lo más probable.

—Maldita sea... 

—Por eso, lo mejor es que te escondas un tiempo. 

—Si Calibán se entera... —A Lear le dolió el intenso temor que cruzó por los ojos de Duncan, pero en vez de consolarlo, lo hizo fue usar eso a su favor.

—No le digas... Solo dile que volviste por precaución. 

—No me va a creer. 

No, no lo hará, pensó Lear sin poder evitarlo. Lo peor era que la más mínima duda podía hacer que Calibán usara sus métodos para sonsacarle la verdad. Duncan estaba perdido, a menos que... 

—Entonces recurre a Lady —murmuró—. Pídele ayuda. Sabes que Calibán no es capaz de enfrentarla. 

—Pero... 

—Tú lo dijiste: Lady quiere el camino libre para la siguiente fase del plan. Adviértele que la APA... No, que la misma Emilia Berríos está alerta. Dile que hiciste todo lo que estaba en tu mano para despistarla, pero que ya es demasiado tarde. 

Duncan dudó un largo instante. Al final, con lentitud, una sonrisa traviesa iluminó su rostro. No era el miembro más inteligente de la Compañía, pero sabía detectar una buena idea cuando le bailaba al frente. 

—Sí... Si la convenzo, quizás se decida a acabar con esa maldita APA de una vez por todas. 

Lear sintió un escalofrío. Lo ignoró lo mejor que pudo y asintió. 

—Lo mejor es que te vayas pronto. Han pasado muchos días desde que dejaste el Teatro. 

—Sí, sí... tienes mucha razón, amigo.

Lo vio ponerse de pie y, cuando le entregó el paquete de papas fritas, lo recibió con un atisbo de sonrisa. Luego Duncan rodeó los libros que lo separaban de la entrada del túnel, pero, antes de poder dar un paso más hacia él, se detuvo. Aún atento a sus movimientos, Lear notó de inmediato su repentina tensión. Sintió un vacío en el estómago cuando Duncan usó el tajo en la manga izquierda de su polerón para observar la piel de su antebrazo. 

Solo entonces, él sintió un ardor intenso en la misma parte de su propio cuerpo. 

Fue una reacción instintiva levantar también las mangas de las prendas que llevaba puestas: su viejo abrigo negro, un suéter de lana y bajo esta una camiseta. Vestía toda esa ropa porque incluso él sentía frío en el edificio circular, pero sobre todo para no ver siquiera por error la marca que llevaba en el brazo izquierdo desde que tenía memoria. La misma marca que lucía también Duncan, Calibán y todos los demás miembros de la Compañía: tres círculos concéntricos, donde el central, en vez de ser una línea continua, era una serie de puntos, como si se tratara de un camino roto, algo tan incompleto como ellos. 

El tatuaje oscuro estaba igual que siempre, pero ardía. En ese momento, todos los demás debían estar sintiendo lo mismo. Era un llamado y solo había alguien capaz de convocarlos de esa forma: Próspero. 

Lear y Duncan se miraron: la Compañía se reuniría esa medianoche en el Teatro. La asistencia era obligatoria. Quien no asistiera, recibiría un castigo ejemplar. 



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17 de septiembre de 1973, Santiago


Cuando Víctor llegó a buscarlo a su departamento en Teatinos solo, Griffin no mostró ni una pizca de sorpresa. Solo sonrió de lado, viéndose tan satisfecho que el joven se preguntó si no había hecho una apuesta que acababa de ganar con la ausencia de Emilia. 

En su caso, no había hecho ninguna apuesta y sí se había sorprendido cuando salió de la habitación de Almahue #8 que usaba cuando no podía volver a su casa, para no encontrar de la mujer más que una nota en la que le comunicaba que era su tarea ir con "el idiota" a encontrar niño Psíquicos. Según sus palabras, su decisión de dividir el equipo se debía únicamente a que no había tiempo que perder. Ella se encargaría de seguir recolectando información sobre los Médiums, mientras ellos dos se encargaban del resto. Incluso había tenido la desfachatez de escribir una postdata: "espero un informe a tu regreso". 

Víctor arrugó la nota, para así dejar salir parte de la impotencia que sentía. Luego de respirar hondo, se dijo que ya se lo haría pagar, tarde o temprano. Lo importante ahora era avanzar en la investigación. Volvió a su habitación y buscó algunas prendas entre la poca ropa que había accedido a dejar allí, y se fue con ellas al baño para darse una ducha. Media hora después, salía de Almahue #8, limpio y con el estómago lleno. Nunca sentía demasiado apetito, pero en venganza se había esforzado por vaciar lo más posible la despensa y el refrigerador de principios de siglo que tenía la mujer. La dejó sin leche y también sin cereal. 

Quizás fue por eso que caminó los primeros metros con una sonrisa en la boca. Era temprano y el sol brillaba en el cielo augurando un día cálido. Aún así, avanzó con las manos en los bolsillos de su abrigo negro, observando a su alrededor con una expresión de calmado interés. A esa hora las calles del centro de Santiago intentaban mantener cierta normalidad, aunque para cualquiera era evidente que las cosas no habían cambiado en seis días. Lo más probable es que no cambiaran en mucho tiempo. Cada pocas calles se veían destacamentos militares, la gente caminaba con la cabeza gacha y una especie de silencio pasado lo embargaba todo; ni siquiera el bullicio de los autos o las micros podían hacer algo contra él. 

A pocos pasos de calle Huérfanos le hicieron un control de identidad, al que se sometió sin decir nada que no fuera una respuesta a alguna pregunta hecha por un cabo del ejército que seguramente era menor que él. 

—¿Para dónde va?

—A trabajar. 

—¿Y adónde trabaja?

Víctor respondió lo primero que se le vino a la cabeza. 

—En el correo. 

—Ah, ya. —El joven, que no había dejado de sostener en ristre un fusil metralleta, cuyo cañón a veces se enfocaba en el rostro de Víctor, miró por última vez el carnet antes de entregárselo a su dueño—. Vaya no más. 

—Gracias. 

Después de aquello decidió usar el método de Emilia y seguir las indicaciones mudas de los fantasmas que poblaban las calles. Ellos también estaban inquietos, Víctor lo notaba. Más aún, lo sentía. Al pasar cerca de ellos, parte de los sentimientos que los invadían se plegaban a los suyos. A veces la conexión era tan sutil que le costaba distinguir entre lo propio y lo ajeno. En lo que tardó en llegar a la residencia de Griffin, el miedo de Santiago lo invadió a través de sus muertos. 

Cuando el hombre apareció en la puerta del edificio y sonrió con burla, Víctor, extrañamente, se sintió mejor. 

—Ya sabía que no vendría —dijo el hombre, cerrando a su espalda. Vestía el mismo poncho que la noche anterior, pero al menos se había puesto unos jeans viejos—. ¿Qué excusa dio?

—Dijo que no podíamos perder tiempo y que se dedicaría a seguir el rastro de algunos Médiums. 

Griffin volvió a sonreír, aunque en esa ocasión el gesto no alcanzó sus ojos. 

—Bueno, nos toca a los dos, entonces. La jefa querrá resultados. 

—Sí. 

Uno al lado del otro, atravesaron Teatinos y se internaron en el centro por calle San Pablo. En teoría, el trabajo no debía diferir mucho de lo que venía haciendo con Emilia durante los últimos días. Al menos eso esperaba Víctor. Después de todo, aún no sabía cómo Griffin hacía lo que hacía. La noche anterior el hombre no había respondido a su pregunta, pero sí podía hacerlo en ese momento. 

—Ayer me dijo que me contaría cómo detectaba a los Psíquicos, pero no lo hizo —dijo, mirándolo de refilón. El hombre era un poco más bajo que él, lo que quizás se debiera a que sus piernas estaban algo torcidas. Y si no, la costumbre de encorvarse hacia delante en actitud alerta seguramente contribuía—. ¿Cómo lo logra? ¿Ve sus rastros o algo así?

Griffin negó con la cabeza. 

—Los únicos Psíquicos que tiene rastros son los Médiums. Pero no me preguntes por qué, porque no lo sé.

—Puede que sea porque los Desencarnados tienen rastros. Y nosotros estamos más cerca de ellos que el resto de los Psíquicos. 

Cuando Víctor lo observó de nuevo, vio que el hombre lo observaba con atención casi académica. 

—¿Puedo hacerte una pregunta? —espetó luego. 

—Solo si eso no es su forma de evadir las mías. 

—No, no lo es. 

—Entonces hágala. Pero espero recibir la respuesta que estoy esperando desde anoche cuando le de las mías. 

—Trato. —Griffin cruzó los brazos bajo el poncho, prenda que por la temperatura ya lucía un poco fuera de lugar. Juntos, debían entregar una imagen muy extraña al resto de los peatones con los que se cruzaban de vez en cuando—. ¿Cómo conociste a Emilia?

—Ella me encontró hace casi dos años. Poco tiempo después me ofreció ser su compañero. 

—Supongo que sabes que ella no acostumbra a trabajar con otros. 

—Lo sé. 

—¿Por qué crees que te escogió, entonces?

Víctor dejó escapar el aire lentamente mientras pensaba. 

—No estoy muy seguro... Creo que... lo hizo para ayudarme. 

—¿Ayudarte en qué? 

—A salir de donde me encontraba. 

Tuvieron que detenerse en el borde de una calle a la espera de que el semáforo cambiara a verde. Eso les permitió mirarse mutuamente con detención. 

—¿Dónde estabas? —preguntó Griffin con su voz rasposa, tanto por su garganta como por su acento. 

—En un hospital psiquiátrico. 

Si el hombre quiso decir algo frente a eso, Víctor decidió no comprobarlo. Cruzó la calle con premura, pero pronto escuchó los pasos de su acompañante tras él. No quería ver su expresión de repudio o de lástima. Sin embargo, fue el propio hombre quien lo obligó a detenerse tomándolo por el codo. 

—Lo siento mucho, Víctor. 

—¿Por qué? Tal vez me merecía estar allí. 

—Lo dudo. —Griffin negó con brusquedad—. He conocido a muchos Psíquicos que han terminado en esos lugares a lo largo de mi vida. Rara vez fue por algo más que la incomprensión del resto. 

—No en esa ocasión... —Se puso en movimiento otra vez, con Griffin a su derecha—. No era mi primera vez, pero sí fue la única en que de verdad agradecí que me llevaran allí. Dentro de ese lugar me sentía a salvo, al menos al principio. 

—¿Y ahora... te sientes a salvo?

Víctor estuvo a punto de responder que sí. Casi siempre se sentía a salvo, por mucho que Emilia le dijera siempre que corría riesgos trabajando con ella. Se sentía a salvo, a pesar de que los fantasmas lo rodeaban más que nunca. Esa sensación se debía en gran parte a la mujer, que no solo era su primera amiga en mucho tiempo, sino que le había enseñado a controlar su poder para que no le hiciera tanto daño. Pero en el fondo, sus recuerdos seguían allí, ocultos hasta que algo los sacaba a la luz. Lo último podía ocurrir con algo tan simple como la visión de hombre con el pelo de un color en específico, o un nombre que volvía desde el pasado, o un Desencarnado que le robaba más energía de lo habitual. 

Aún lo aquejaban las pesadillas sobre la sala abandonada. Cada vez con menos frecuencia desde que había comenzado a trabajar con Emilia, sí. Pero la sola posibilidad de irse a dormir y regresar a ese lugar era más que suficiente. 

—Lo más importante ahora es que no se pierdan más niños. —Griffin quizás quiso insistir. No lo hizo, sin embargo. Solo guio a Víctor para que doblara hacia la izquierda, rumbo a Mapocho—. Ahora es su turno: ¿Cómo detecta al resto de los Psíquicos si no tienen rastros?

—Lo que pasa es que el resto de nosotros tenemos auras. De hecho, todos los seres vivos tienen un aura; la diferencia es que la de los Psíquicos es más consistente. Casi tangible, al menos para alguien como yo. 

—¿Yo también tengo un aura?

—Oh, sí. Bastante brillante, de hecho. Fue gracias a ella que supe que eres un Vinculante poderoso. 

Víctor alzó las cejas, interesado. Le hizo un gesto para que continuara. 

—Bien, entonces, por un lado, tenemos las auras. Varían de color, ya sea por la personalidad o el estado de ánimo de la persona en cuestión. Las de los Psíquicos son más llamativas y, como te decía, consistentes. Lo que yo hago es expandir mi propia aura y hacerla más resistente para así sentir la del resto. 

—¿Cuánto puede expandirla?

—Al principio no mucho. Luego de entrenarme y entrenarme, conseguí agrandarla hasta veinte metros. Treinta, si lo hago mientras medito. 

—¿Treinta metros?

Griffin no pudo esconder lo complacido que estaba ante el tono de sorpresa de Víctor. 

—¿Alguna vez te has preguntado cuánto rango tienen tus poderes? 

—No... 

—A ver, mira a tu alrededor... —Víctor dudó, así que el hombre le insistió con un gesto. Sus ojos azul claro brillaban de entusiasmo. El joven paseó la mirada por las calles vecinas. Vio a algunas personas, pero sobre todo detectó a Desencarnados que lo observaban a su vez con interés—. ¿A cuánta distancia se encuentra el fantasma más lejano que ha sentido tu presencia? 

Víctor calculó durante unos segundos, los ojos fijos en un Intruso fornido cuyo rostro, medio oculto por un sombrero anticuado, estaba fijo en su dirección. 

—Diez metros... puede que más.

—Eso porque solo estás paseando por aquí. Imagínate te concentraras... Por tu aura, creo que podrías superar incluso mis treinta metros de alcance. 

El joven tragó saliva. 

—¿Ha estado... expandiendo su aura mientras caminábamos?

—Por supuesto, para eso requirieron mis servicios. Todo el recorrido desde mi casa lo he hecho con mi aura expandida al máximo. 

—¿Y ha detectado a alguien? 

—Una Telequinética y a un Telépata, ambos adultos. Por eso no te he dicho nada. Soy bueno en lo que hago, pero a veces simplemente no hay suerte. 

Víctor sonrió de lado. Ese hombre le caía bien. 

—Es genial —dijo—. Es como si fuera... 

—Un burbuja —escucharon que gruñía una voz tras ellos. Se giraron, dándose casi de frente con Emilia—. Así le decía cuando trabajábamos juntos: Burbuja. Le queda el nombre, ¿cierto?




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17 de septiembre de 1973, Santiago


Aquel día en el Nido había comenzado como todos los demás. Luego, al hacer memoria, Julieta se daría cuenta que, al menos esa vez, nada le había indicado que las cosas volverían a cambiar. Quizás esto se debiera a que sus últimos días habían consistido en demasiados cambios, que ella ya se estaba acostumbrando a lo imprevisto. Por eso, si alguien le hubiera preguntado si al levantarse se imaginó lo que les depararía la siguiente noche, su respuesta hubiera sido un rotundo "no". 

Tal como los días anteriores, se levantó gracias a las correrías de un par de niños, seguramente Punto y Lenteja. Alzó la cabeza, cubierta por su pelo claro hecho un desastre por las horas de sueño, pero también por el descuido con que se lo peinó luego de su último baño. Miró alrededor, como hacía cada mañana. Ese momento era el peor para ella, ya que siempre tardaba unos segundos en asumir que no estaba en su casa. Cuando lo recordaba todo, la invadía un malestar muy grande; un par de veces, por ese motivo, incluso, había derramado algunas lágrimas. Pero tras esos segundos de confusión, su vida seguía el curso que había tomado desde hace unos cinco días. Esa mañana no fue la excepción: justo cuando se preparaba para levantarse, una Polilla bulliciosa e inquieta entró a la habitación que ella ocupaba. La niña parecía saber la hora exacta en que abría los ojos o quizás era ella la que enviaba al Punto y a Lenteja a correr por el pasillo como una manda de elefantes con el fin de despertarla. Tampoco le hubiera sorprendido tanto. 

—¡Vamos, Julieta! ¡Más ímpetu!

—¿Qué es "ímpetu"? —preguntó con voz pastosa, viendo con algo de vértigo cómo Polilla saltaba de una caja con ropa a otra. 

—¡Energía! —Dicho eso, la niña saltó al suelo con fuerza, como si quisiera ilustrar aún más el concepto. Lo consiguió al punto de que su gorro abandonó su cabeza, dejando su pelo, aún más revuelto que el de Julieta, a la vista. Polilla atajó la prenda en el aire y volvió a ponérselo con cierto brillo de temor iluminando sus ojos—. ¡Arriba, arriba! Tenemos que ayudar a Matrona y luego tienes que enseñarme a leer. 

Julieta se puso de pie y buscó con la mirada el polerón y las zapatillas viejas  que se había sacado antes de dormir. Se quedó en silencio el tiempo suficiente para que Polilla casi creyera que no la había oído. 

—Julie...

—¿Enseñarte a leer? —preguntó, dándole la espalda. 

—¡Sí! Dijiste que empezaríamos hoy...

—¿De verdad?

Polilla no lo soportó más y la rodeó para verle la cara. Solo entonces notó la sonrisa de Julieta. 

—¡Te estás mofando!

—Sí, obvio. 

En venganza, Polilla le quitó el polerón que acababa de encontrar y que pretendía ponerse, para luego salir corriendo por el lugar con él enarbolado como una bandera. La persecución duró casi quince minutos, porque nada más Julieta recuperaba lo suyo, le quitaba a Polilla algo que luego la niña tenía que recuperar. Lo que las detuvo fue el grito de Matrona a través de la escalera para que bajaran a desayunar. 

La cocina ese día estaba más llena de lo normal, ya que Capitán y Quiltro llevaban un par de días prácticamente sin salir de la casa. Eso o lo hacían de noche, cuando todo el resto dormía. Julieta había escuchado que el exterior había algo llamado "toque de queda", que consistía en que nadie podía salir a menos que tuviera un muy buen motivo y un permiso. Sin embargo, dudaba que a ellos les importara. Además, aún no encontraban a Flaca, la hermana de Capitán. El desayuno duró casi una hora, debido a los múltiples temas que se trataban en los distintos grupos que se formaron en torno a la comida. A Julieta le tocó escuchar a Panza y Pitilla discutir sobre un par de movimientos de las damas; Polilla, por su parte, ayudó a Fichero con sus fichas mientras comía, lo que provocó que el hombre temblara media hora ante la posibilidad de que las manchara, hasta que finalmente se las quitó de las manos. 

Terminado el desayuno y tal como esperaban, Matrona les dio una serie de tareas: colgar la ropa recién lavada, recolectar la mayor cantidad de tenedores y cucharas desperdigadas por la casa y, por último, ayudar a Morena con la guagua mientras esta planchaba. Terminaron para el almuerzo, donde el grupo se reunía de nuevo. Incluso Librero dejaba a esa hora su ático durante un rato y comía con el resto. 

Cuando el almuerzo terminó, Julieta y Polilla acompañaron al hombre hasta el último piso de la casa. Había llegado la hora de la primera clase de lectura.

Ya en el ático, Julieta se dio cuenta que estaba nerviosa. Nunca le había enseñado nada a nadie, al menos nada importante. Claro que le había tocado explicar las reglas de ciertos juegos a sus compañeras de colegio, y una vez su mamá le pidió que ayudara a un primo tres años menor a hacer un par de tareas. Pero ayudar a que alguien que no sabía leer pudiera hacerlo era una tarea demasiado grande, entendió de pronto. Ni siquiera tenía idea de por dónde comenzar. 

Por eso, al atravesar la trampilla detrás de Librero, se dijo que le podía pedir ayuda a él. No solo era un adulto, era también un lector. De hecho, Julieta nunca había conocido a alguien que leyera tanto; incluso su padre se quedaba corto y leer era parte de su trabajo. El hombre seguro sabía cómo enseñarle a alguien a leer, se dijo. Pero cuando lo buscó con la mirada, ya se había escondido detrás de su fuerte hecho de libros. Decepcionada, se giró para mirar a su alumna. Polilla sonreía con toda la amplitud que le permitía su boca y se bamboleaba sobre los pies. Estaba demasiado entusiasmada para ser alguien que ya había rechazado las clases de lectura antes. 

Julieta carraspeó. 

—Bien... yo creo que para empezar hay que... —Paseó la mirada por el lugar—. Tenemos que buscar un libro 

Al escucharla, su amiga arrugó el ceño. 

—Acá hay muchos. 

—Sí, pero... hay que escoger el correcto para aprender con él. 

Polilla giró con fuerza, agitando las orejeras de su gorro. 

—¡Busquemos!

Iba a comenzar a correr entre las torres de tomos, cuando Librero apareció con las manos en alto. 

—No, no, no... Hay solo un libro con el que se puede aprender a leer.

—¿Cuál, Librero? ¿Cuál?

—El silabario. 

—¿Si-la-ba-rio? —repitió Polilla, interesada. 

Julieta chasqueó los dedos. 

—¡Sí! Con ese aprendí yo a leer. ¿Tiene uno por aquí?

—Lamentablemente no —dijo el hombre, ganándose de inmediato una mirada enojada de parte de Polilla—. Pero...

—Eres un farsante, Librero. ¡Un farsante!

—Podemos pedirle a Capitán que consiga uno. 

Polilla descartó la idea con un gesto de la mano. Luego, se sentó en el suelo y se tapó la mitad del rostro con su gorro. Julieta y Librero intercambiaron una mirada. Pasados un par de minutos, Julieta comenzó a recorrer las torres en busca de algo que no sabía muy bien qué era. Cuando lo encontró, sin embargo, lo supo de inmediato. Le tomó algo de trabajo acceder al tomo debido a que estaba bajo muchos otros, pero lo consiguió. Cuando lo tuvo entre las manos, sonrió. 

—Podemos empezar con este —dijo ya al lado de su amiga.  Como respuesta, recibió solo un gruñido y un encogimiento de hombros. Se sentó a su lado antes de poner el libro sobre su regazo—. Era mi favorito de todos los que me leían mis papás. 

Quince segundos después, los ojos de Polilla aparecieron bajo el gorro. Se posaron en el tomo con un brillo de curiosidad. 

—¿Cómo se llama?

La Historia Interminable. —Mientras leía, Julieta siguió las palabras con la punta de su dedo índice. Luego hizo lo mismo con el nombre del autor—. Michael Ende. 

—¿No es chileno?

—No, mi papá me dijo que era alemán. 

—Ah... ¿Es bueno? 

—Muy bueno —dijo Librero, que seguía de pie cerca de ellas. Julieta sonrió al ver que se sentaba en el suelo—. Lo he leído unas veinte veces. 

—Yo unas cinco —murmuró Julieta. 

Polilla los miró a ambos, una sonrisa asomando a su boca. 

—Pero yo no podré leerlo. 

—Lo leeré para ti. Cuando estaba aprendiendo a leer, mi mamá me leía mucho. Me enseñaba las letras mientras lo hacía. Fui aprendiendo mejor sin darme cuenta. 

La Historia Interminable... —susurró Polilla, tomando el libro para acercarlo más a su rostro—. "Interminable" quiere decir que no acaba, ¿verdad?

—Sí. 

—Pues... no tiene tantas páginas...

Julieta y Librero se rieron. Fue el hombre quien habló primero. 

—Se llama así por otra cosa. Pero tienes que leerla para averiguarlo. 

Al fin, Polilla asintió. Le entregó el tomo a Julieta con solemnidad, quien lo recibió con cuidado. 

—Léelo para mí. 

La niña respiró hondo antes de comenzar. La copia de Librero se parecía mucho a la que tenía en su casa, excepto por el el polvo. Eso la llenó de nostalgia, pero también la hizo sentir más en casa. Mientras leyó, imaginó que sus padres estaban allí con ella, junto a Polilla y Librero. En el fondo, sabía que a ellos también les gustaría el Nido. Dio con la primera página y comenzó a leer. 

—"Libros de ocasión. Propietario: Karl Konrad Koroander... Ésta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita..."

Estuvieron así horas, incluso hasta que en el exterior se oscureció y a Librero no le quedó más remedio que encender una vela, la que puso cerca de Julieta para que siguiera leyendo. Esta cambió muchas veces de posición y un par de veces tuvo que detenerse para descansar la garganta. Polilla, por el contrario, se mantuvo casi inmóvil durante toda la lectura. Había alzado su gorro hasta dejar a la vista el nacimiento de su pelo y seguía fielmente con la mirada las letras que Julieta le señalaba con el dedo. Varias veces pidió el significado de alguna palabra, el que era entregado por Librero. Satisfecha su curiosidad, le pedía con un gesto a Julieta que continuara. Por su expresión, era evidente que hubiera sido capaz de seguir allí hasta acabar el libro, pero fue ella la que detuvo la lectura. 

—Espera... —dijo cuando ya era noche cerrada. Pronto Matrona los llamaría a comer y en esa ocasión no podrían negarse. Al escuchar la voz de su amiga, Julieta salió de su propia inmersión y la miró. La niña estaba muy tiesa, con la mirada fija en el suelo frente a ella. Casi parecía no respirar—. Se acerca... 

—¿Polilla?

—¿Quién se acerca? —preguntó Librero en un susurro. 

Entonces, Polilla alzó la cabeza y sonrió. 

—Flaca. Volvió. 



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 25 de septiembre de 1996, Santiago. 


—Ezequiel, adivina —dijo Zacarías en su quinto intento por entablar una conversación. 

En esa ocasión, Ezequiel hizo al menos el intento y lo miró. 

—¿Qué cosa?

—Adivina, tonto. 

—¿Adivinar qué? 

Su hermano rodó los ojos, al tiempo que se se ajustaba la mochila en la espalda con brusquedad. Como hacía calor, se había arremangado la camisa y ya no había rastros de su corbata. Ezequiel esperaba que no lo hubiera perdido, porque de lo contrario estaría en muchos problemas. Lo obligó a detenerse al llegar al borde de la calle, para así poder mirar que no viniera ningún auto antes de cruzar por el paso de cebra. Faltaban un par de cuadras para llegar al parque y a las Torres de Agua. 

—Por eso es adivinanza... 

—Pero...

—¡Ya, te voy a decir! —Se quedó en silencio, sin quitarle la vista de encima. Estiró el suspenso todo lo que pudo, es decir, menos de diez segundos—. ¡Faltan tres meses para la navidad!

—Ah, eso.

—¿No estás emocionado?

Ezequiel simuló que lo pensaba. 

—No —respondió al final. Luego arrastró a su hermano para atravesar la calle. 

—¿Por qué no? ¡Es la mejor época del año!

—No me gusta. Demasiadas luces y canciones tontas. 

—¡Pero regalan cosas!

—Nunca me regalan algo que me guste. 

—Mentiroso: el año pasado te regalaron un Atari. 

—Tú pediste un Atari, no yo. 

Zacarías abrió la boca para responder algo, pero lo único que consiguió fue tropezarse. Por fortuna era ágil y recuperó el equilibrio pronto. 

—¡Tú también juegas...!

Ezequiel se encogió de hombros. Al alzar la mirada, vio la cima de la primera Torre en la lejanía. Sonrió sin poder evitarlo. 

—Sí, Zacarías. 

—¿Sí, qué?

—Lo que sea. 

Su hermano le dio con el puño en el hombro, pero él, en vez de enojarse, lo abrazó para despeinarlo aún más. No lo soltó cuando llegaron a la avenida. Le daba miedo que Zacarías cruzara solo y le pasara algo. Él también corría riesgos en una calle como esa, sobre todo cuando no era capaz de dejar de mirar su destino, imaginando a Lear en su interior, a la espera de su llegada y la de su hermano. 

Ansioso como estaba, apenas puso atención a su alrededor más que lo justo y necesario. Fue eso lo que usó la persona que los seguía a su favor: el hecho de que Zacarías y Ezequiel estaban demasiado inmersos en sus asuntos para notar cualquier otra cosa. Por eso, no tuvo problemas para verlos cruzar la avenida hacia el parque, alcanzar las segunda torre, subir la escalera de esta y, tras recorrer el puente metálico, entrar en el edificio circular. Así había sido durante todos los días de esa semana. 

Así sería hasta que alguien los delatara y, gracias a eso, los descubrieran. 


GRACIAS POR LEER :)

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