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CAPÍTULO TREINTA Y TRES

27 de septiembre de 1996, Túneles de Santiago

Lear intentó memorizar el camino hacia la guarida de la Antigua mientras seguía a esta y a su sirviente, pero fue incapaz. Estaba demasiado cansado, preocupado y asustado. Además, cargaba a Ezequiel en su espalda. El niño seguía inconsciente, lo que debería haberlo preocupado, pero sentía su tranquila respiración contra su nuca a cada paso. «Es mejor así», pensó, «necesita descansar». Le preocupaba más Zacarías, que caminaba a su lado, bien agarrado de su viejo abrigo, con la vista clavada en el piso y la llama que iluminaba el camino de ambos brillando en su mano derecha. No se quejaba, pero Lear sabía bien que esa experiencia se quedaría grabada en sus recuerdos para siempre. Todo lo que estaba viviendo iría horadando su mente infantil hasta dejarle huellas que le provocaría pesadillas durante el resto de su vida.

Frente a ellos caminaba el sirviente de la Antigua. Lear lo recordaba bien. ¿Cómo olvidarlo? Después de todo había sido él quien lo había encontrado en los túneles años atrás, quien lo dejó inconsciente y luego lo trasladó al mismo lugar al que se dirigían ahora. También había sido el encargado de alimentado durante los días que estuvo secuestrado. Nunca fue violento con él, pero Lear recordaba haber temblado cada vez que escuchaba su voz o veía su enorme silueta acercarse. Nunca pudo ver bien su rostro, ya que parecía arreglárselas para estar siempre en penumbras, así que durante el tiempo que siguió a su rapto rellenó ese hueco de muchas formas, con facciones cada vez más grotescas. Ese día tampoco había podido ver bien su rostro y de nuevo se preguntó cómo podía existir un ser así.

Durante su secuestro, en uno de los interrogatorios que la Antigua le hacía, se atrevió a preguntarle qué tipo de ser era su sirviente. Ella lo había mirado fijamente, provocándole una sensación corporal que iba más allá de un escalofrío.

—Es un gólem.

—Gólem —había repetido Lear, saboreando las letras que componían la palabra. Las sílabas despertaron ecos en su memoria, como si no fuera la primera vez que la escuchaba o que la pronunciaba. No era la primera vez que le ocurría; muchas veces, desde que su cuerpo y su alma le pertenecían a la Logia de las Ánimas, tenía la sensación de que en su cabeza había una puerta que le era imposible abrir, pero a la cual algo o alguien golpeaba desde el otro lado de vez en cuando.

Le fue imposible contener su curiosidad, así que a pesar de su miedo, se atrevió a preguntarle a la Antigua qué era un gólem. Por unos segundos, al contemplar el rostro de la mujer, pensó que no le respondería, pero tras el silencio vino la respuesta. Y el conocimiento. Le contó que los gólem eran seres creados por sabios expertos en la cábala, hechos a partir de barro o arcilla y vueltos a la vida gracias a una palabra escrita en su frente.

Desde ese día, los interrogatorios de la Antigua se habían transformado poco a poco en diálogos. Él respondía las preguntas de ella y ella las de él. Lear, a pesar del miedo, había aprovechado al máximo esas oportunidades. Después de todo, el tiempo que había pasado en la Logia no lo habían preparado ni un poco para lo que estaba viviendo y aprendiendo. Conocía bien los túneles y había visto cosas de pesadilla durante toda la vida que podía recordar, pero la Antigua y su siervo estaban más allá de eso. Escapaban incluso a la comprensión y al poder de la Logia. Por ese motivo, quizás, sintió que haber sido encontrados por ellos en ese momento era lo mejor que les pudo haber pasado.

—Lear...

Miró hacia su derecha, hacia donde estaba Zacarías. Quiso acariciarle la cabeza, pero temía soltar a Ezequiel y que este se cayera.

—¿Qué pasa?

—¿Cuánto falta para...?

—No mucho —mintió. O más bien, habló sin saber. Ya había perdido la noción del tiempo y la distancia, además de desconocer por completo la ubicación de la guarida de la Antigua. En su anterior «visita» había hecho el viaje inconsciente, igual que Ezequiel—. Gracias por alumbrar nuestro camino —añadió.

Zacarías movió la mano, logrando que la llama que nacía de su palma se estremeciera. Solo entonces Lear se dio cuenta que el niño no estaba usando sus fósforos como era habitual.

—No sabía que podías hacer eso.

—¿Qué cosa?

—Encender una llama en tu palma.

Zacarías se encogió de hombros. Como tenía la cabeza gacha, Lear no podía ver su expresión, pero pudo imaginarla sin problemas: marcada por el agotamiento, pero con una ligera sonrisa de orgullo. De pronto, envalentonado, alzó la barbilla y miró a sus guías, o al menos al único de ellos que podían ver, ya que la silueta de la Antigua había desaparecido tras el cuerpo de su sirviente.

—¿Qué es eso? —preguntó el niño en un susurro.

—Es un gólem.

—¿Gólem?

—Una criatura creada por un... Digamos que por un mago.

—¿Está hecha de...?

—Barro. O arcilla.

—¿Qué es la arcilla?

—Es un tipo de barro que se usa para hacer cosas como jarrones o vasos.

—¿Como la greda?

—Exacto.

—En el colegio tuvimos que hacer un vaso de greda para el día de la madre. Estuvo divertido.

El niño volvió a mirar al gólem, quizás preguntándose cuán diferente era hacer algo como aquel ser y lo que había hecho él en el colegio. La respuesta no debió ser satisfactoria, porque agachó la cabeza.

Lear pensó en qué decirle para mantenerlo hablando. Tal vez así el viaje fuera más agradable.

—Tu hermano se pondrá bien.

—Lo sé. Siempre se pone bien.

—Es fuerte, ¿verdad?

—Sí. —No hubo una pizca de duda en la voz de Zacarías y al escucharlo, Lear no pudo evitar empaparse de la misma seguridad—. Antes le pasaba eso...

—¿Qué cosa?

—Se caía... como dormido... Mi papá se enojaba mucho, porque a veces estábamos en la calle, o los llamaban desde el colegio. Pero siempre despertaba...

Lear meditó sobre aquello, mientras sus pies notaban el descenso en el camino. Fue sutil al principio, pero él, acostumbrado como estaba a recorrer los túneles, lo notó de inmediato. Con cuidado, estiró la mano izquierda hacia la pared del túnel hasta tocarla con la yema de los dedos. Pudo leer la antigüedad del lugar en el que se encontraban, pero poco más. Lo mismo le había pasado hace años en la guarida de la Antigua. Ni siquiera cuando le permitieron salir de la jaula y pudo tocar algunos de los objetos que allí se encontraban pudo averiguar algo, como si una especie de escudo las protegiera de su poder. O como si los secretos que guardaban estuvieran escritos en un lenguaje inalcanzable para él.

—¿Hace cuánto tiempo que no le ocurría esto? ¿Lo de desmayarse?

—Harto tiempo. La última vez le pasó en su cumpleaños.

—¿Pasó algo especial esa vez?

—Fuimos a un museo para celebrar. A él le gustan.

Lear sonrió.

—Claro que le gustan. Muchas cosas antiguas, ¿no? —El niño asintió. —¿A qué museo fueron?

—Al de Historia Natural, el que está en la Quinta.

—Sí, lo conozco. —Nunca había entrado, al menos desde que estaba en la Logia; desconocía si antes de eso lo había visitado. Su memoria sólo guardaba la imagen de la fachada, e incluso esta la había visto a bastante distancia. La Logia tenía prohibido cruzar sus puertas, ya que allí permanecía el Fantasma Guardián de Santiago, lo que significaba que era territorio casi sagrado. Una idea cruzó por su cabeza y la cazó antes de que desapareciera—. ¿Recuerdas en qué parte del museo se desmayó tu hermano?

Zacarías lo meditó un momento antes de responder.

—Donde está la momia del niño.

—¿El niño del Cerro El Plomo?

—¡Sí, ese!

La voz aguda de Zacarías atravesó el túnel hasta el gólem y este, lentamente como hacía cada uno de sus movimientos, se giró hacia ellos. Lear y Zacarías se quedaron de una pieza, hasta que el ser volvió a mirar al frente y continuó su camino.

—Perdón... —susurró el niño.

Siguieron caminando y durante unos segundos guardaron silencio, pero pronto Lear volvió al tema.

—Entonces... tu hermano se desmayó cuando estaban viendo a la momia del Niño del Cerro El Plomo.

—Sí —respondió Zacarías en voz muy baja. Pero gracias al silencio que reinaba en los túneles, Lear no tuvo dificultades para escucharlo—. Estábamos mirándola y mi hermano se acercó más al vidrio. Se acercó mucho y mi papá lo retó. Pero Ezequiel no le hizo caso... Y tocó el vidrio y...

—Se desmayó.

—Sí.

Lear no podía estar seguro al cien por ciento, pero habría podido apostar a que el mismo Niño del Cerro el Plomo había tenido algo que ver con aquella reacción de Ezequiel. Era lógico pensar que el Fantasma Guardián detectara la presencia del Palabrero en sus dominios y que pasara a saludar. Y también era comprensible que el Palabrero, que no era más que un niño, no estuviera preparado para ese momento. El desmayo era solo una reacción natural ante una experiencia abrumadora, tal como le había sucedido con la Antigua.

—Lear...

La voz de Zacarías lo trajo de vuelta desde su mente. Lo miró, esperando lo que diría a continuación.

—¿Ellos... son de los buenos?

Siguió la mirada del niño, que estaba fija en la espalda del gólem, que continuaba sin pausa su camino hacia la guarida de su ama, mientras el túnel seguía descendiendo cada vez más.

Pensó antes de responder, ya que no había una respuesta fácil. En los túneles, rara vez se podía dividir a sus habitantes en buenos y malos. En realidad, nada en el mundo era tan fácil, más en su posición como un peón de la Logia. Pero si estos eran el enemigo, quería decir que los que estuvieran en contra de ellos eran aliados. Como Emilia Berríos y la APA. Y como la Antigua.

—Sí, son los buenos.

Unos metros más adelante, el gólem se detuvo. Se giró hacia ellos y con voz cavernosa les dijo que el viaje estaba a punto de terminar.

***

La curiosidad casi infantil que aún habitaba en Lear agradeció el hecho de entrar a la guarida de la Antigua despierto y por su propio pie en esa ocasión. Cargaba con un niño a su espalda, y otro niño se aferraba a él con todo el ímpetu que podía, lo que sumado a sus propios nervios y temores, no hacían de aquella visita un paseo precisamente. Pero era una mejora, sin duda. La vez anterior había despertado en una especie de jaula, en la que permaneció una cantidad de tiempo imposible de calcular en un lugar donde no alumbraba ni el más leve rayo de sol. Desde ese rincón apenas podía contemplar una porción de la guarida y cuando por fin lo dejaron salir, no fue capaz de moverse con más libertad debido al miedo que despertaban en él la Antigua y su siervo.

Ese día, en cambio, se permitió mirar todo lo que alcanzaban sus ojos. No era lo mismo que tocar los objetos y las paredes en su caso, pero era algo. Habría tardado años en tocar y entender todo lo que había allí, y de lo último se creía incapaz, no importaba que hubieran pasado años desde su anterior visita. La vista le permitía, al menos, tomarle el peso a lo que rodeaba.

Entre los muros de piedra, se amontonaban una cantidad increíble de los objetos más diversos. Gran parte de ellos lucían muy viejos, ya fuera por los materiales o las técnicas con las que estaban hechos, así como también por el polvo que los cubría. Muchos, además, no se seguían fabricando. Por ejemplo el astrolabio que hacía equilibrio sobre una pila de discos, o la armadura medieval vestida con un poncho que por el diseño Lear adjudicó al Imperio Inca. Cada pared y trozo de suelo estaba ocupado por algo, ya fuera un mueble, objeto u obra de arte. Había muchas de estas: cuadros y bustos en su mayoría, incluyendo una estatua de estilo etrusco que Lear quiso creer que era solo una réplica; una tan buena que incluso había logrado imitar la erosión del tiempo.

Los libros estaban esparcidos por todas partes partes y, claro, fueron lo que más llamó su atención. De haber podido, los habría leído todos, tanto con los ojos como con las manos. En especial aquellos que parecían tener al menos dos siglos de edad. A la distancia pudo reconocer varios idiomas: alemán, italiano, latín, francés, inglés, español. Le pareció ver también algunos lomos con textos en hebreo y griego. Era incapaz de saber en qué idiomas estaban escritos aquellos tomos que se hallaban escondidos en una vitrina con puertas de vidrio oscurecido por la suciedad y los años, ni tampoco los pergaminos que asomaban por diversos rincones. No le habría sorprendido encontrarse con lenguas muertas e incluso desconocidas.

De buenas a primeras, habría sido apropiado tildar a aquel lugar de museo, pero esa palabra le quedaba grande y a la vez muy pequeña. Ningún museo habría sido tan ecléctico, ni disperso, ni sucio. Ningún museo habría podido representar los secretos de tantas épocas y, sobre todo, ningún museo habría podido armar sus colecciones tomando prestado o robado los objetos en el tiempo mismo en que habían sido creados. Porque de eso no Lear no tenía ninguna duda: si todo eso estaba allí era porque pertenecían a la Antigua desde hace tantos siglos como tuvieran los objetos.

Supo que Zacarías también estaba maravillado cuando su mano, que hasta entonces se había aferrado con fuerza a su abrigo, aflojó el agarre. Ambos se quedaron de pie en el umbral de la puerta de metal herrumbroso y madera que el gólem había abierto para que pasaran. El ser esperaba a sus espaldas. De la Antigua, que se había adelantado por los túneles, no había ni rastro de momento.

—Entren —dijo la voz del gólem y bastó eso para que lo obedecieran.

Se alejaron de la puerta unos pasos, lo que le permitió al gólem entrar y cerrar la puerta detrás de ellos. En esa ocasión, la lentitud del ser pareció no deberse sólo a su manera de hacer las cosas, sino al peso de la propia puerta o a lo oxidados que estaban los goznes. A él le sería imposible abrirla, pensó Lear con pesadumbre.

Ya en el interior y con la creciente sensación de ser de nuevo un prisionero de ese lugar, Lear procuró centrarse en lo importante. Buscó con la mirada algún sofá o mueble lo suficientemente grande y cómodo para dejar a Ezequiel. El gólem, como si le leyera la mente, apareció a su lado y con un gruñido le indicó que lo siguiera.

Le sorprendió la facilidad con la que el ser se movía por el lugar. Sin tropezar, chocar ni dejar caer nada, los guió entre los objetos apilados hacia un arco que dividía el espacio en dos. Esa segunda estancia permanecía en penumbras, ya que nadie había dejado velas encendidas como en la anterior. El gólem lo hizo con parsimonia, mientras Lear y Zacarías lo observaban, a la espera. Pronto pudieron ver que donde se encontraban ahora parecía ser el espacio donde la Antigua y su sirvo descansaban, si es que seres como ellos necesitaban hacerlo. Al menos había un par de sofás de respaldo alto, además de una mesa rodeada de sillas desvencijadas y lo que parecía una cama en un rincón.

Lear se quedó de piedra cuando vio esta última: era la misma que él había ocupado cuando lo sacaron de la jaula. Lucía intacta, como si él acabara de dormir en ella o se alistara para pasar otra noche entre las mantas viejas. Pero aquello era imposible, se dijo, porque habían pasado quince años desde su estancia allí.

—Acuéstalo ahí —dijo una voz a su espalda, sobresaltándolo.

Se giró para ver a la Antigua de pie entre una pila de libros y la estatua etrusca. ¿Había llegado recién o ellos habían sido incapaces de verla antes? Zacarías, como si se preguntara lo mismo, volvió a aferrarse al abrigo de Lear y se escondió tras él.

—¿Dónde? —preguntó Lear, más para comprobar que aún tenía voz, que ese lugar no se la había arrebatado, que por necesitar una respuesta. Sabía perfectamente dónde quería la Antigua que recostara a Ezequiel.

Un leve brillo de diversión pareció asomar a los ojos de la mujer.

—Allí —dijo, moviendo su mentón lo justo para que Lear confirmara sus temores.

Una parte de él quiso rebelarse, pero pronto entendió que no tenía caso. Estaba en los dominios de la Antigua desde mucho antes de que cruzara el umbral de su guarida. Y si su anterior estancia allí le había enseñado algo, y le había enseñado muchas cosas, era que no tenía ni el valor ni la capacidad de enfrentarse a ella. Ni siquiera de intentarlo. Estaba más allá de sus paupérrimos poderes, más allá de los poderes de cualquier psíquico o ser que conociera.

Por eso estaba allí, porque la Antigua era la pieza fuera del tablero en ese juego macabro en el que estaba metido.

Con firmeza, pero sin agresividad, hizo que Zacarías lo soltara. Cuando lo logró, avanzó por la segunda estancia hacia la cama, que era más un cúmulo de mantas y cojines que otra cosa. Recostó a Ezequiel con todo el cuidado que pudo y contempló durante unos segundos su rostro. Se le veía en paz, ajeno a todo lo que le rodeaba, incluso del peligro que lo perseguía. Dudaba que estuviera soñando siquiera. O lo deseaba, al menos. Ojalá estuviera sumergido en el sueño negro de los niños sin preocupaciones.

Se volvió hacia los demás y vio a la Antigua detrás de Zacarías, justo en el instante en que le acariciaba levemente el pelo. Quiso gritar algo, pero la voz se le quedó atascada en su garganta. No pudo hacer nada, salvo contemplar cómo el niño caía en los brazos de la mujer con los ojos cerrados. Dormido, se dijo. Inconsciente. Porque no podía estar...

—¿Qué...?

La Antigua no respondió de inmediato. Antes de hacerlo, observó a Zacarías en silencio, con interés. Quizás era la primera vez que le ponía realmente atención.

—Descansará mientras nosotros conversamos —dijo al fin. Lear tomó aire, aliviado. Este sentimiento desapareció cuando la Antigua clavó de nuevo los ojos en él—. Tenemos mucho de lo que hablar, Lector.

***

Fue ella misma quien acostó a Zacarías junto a Ezequiel. Ambos hermanos se acurrucaron uno contra el otro apenas el menor llegó a la cama, como si acostumbraran dormir juntos o como si no tuvieran que estar despiertos para sentir la presencia del otro. Cuando sus respiraciones acompasadas le dejaron claro que estaban bien de momento, Lear se irguió todo lo que pudo y se dirigió a la Antigua.

—¿Nos ayudarás?

—Primero quiero respuestas.

Lo mismo le había dicho durante su anterior estancia. Un día cualquiera, cuando Lear ya había perdido la inútil cuenta de jornadas que llevaba secuestrado, la mujer se había acercado a su jaula con muchas preguntas en los labios. Al día siguiente, el gólem lo liberó de la jaula y le mostró dónde dormiría de ahí en adelante. Lear había pensado que no habría más preguntas, pero se equivocó. Si la Antigua había dado la orden de liberarlo fue para poder interrogarlo más cómodamente.

En el presente, su anfitriona le indicó uno de los sofás para que se sentara. Mientras Lear la obedecía en silencio, el gólem desapareció entre los objetos. O se mimetizó, más bien. Lear sabía que se encontraba cerca, aunque no podía verlo.

Cuando estuvo sentado, la Antigua se deslizó hacia el segundo sofá y se sentó. Quedaron frente a frente, separados solo por el aire rancio del lugar y el piso de piedra. Lear se obligó a fijar los ojos en ella. Su figura pareció aumentar de tamaño bajo su mirada, no supo si por la atención con que la observaba o por algún efecto del lugar. Estaban a unos dos metros de distancia, pero él sintió que los ojos de ella estaban a apenas unos centímetros de su rostro.

—Tenía la edad de ellos cuando me retuviste aquí.

—Eras mayor.

—Un poco, solo un poco.

La Antigua negó con la cabeza.

—Poco en años, mucho en lo que a vida se trata. —Lear agachó la cabeza, avergonzado no sabía por qué—. Para mí han pasado apenas dos suspiros desde que te fuiste, pero en ti ha ocurrido mucho. ¿Cuántos años tienes ya?

Lear iba a responder, pero luego se detuvo.

—No lo sé. No sé cuántos años tengo, no sé cuándo nací.

—Lo sabes, pero no lo recuerdas.

—Es lo mismo.

—Lo es. El día que olvide cuándo, cómo y de quiénes nací dejaré de ser quien soy.

La curiosidad hizo cosquillas en la punta de la lengua de Lear.

—¿Lo recuerdas? A pesar de...

—Lo recuerdo todo. —La Antigua sonrió—. Es parte de la maldición.

—La mía consiste en haber olvidado todo lo que me hace ser quien soy. No recuerdo mi nombre real, ni el nombre de mis padres, o cuándo y dónde nací. Soy una hoja en blanco.

—Lo fuiste cuando ellos te hicieron eso. Pero desde entonces has escrito cosas en esa hoja en blanco. Cosas que ni siquiera ellos esperaban que escribieras. —Los ojos de ambos se desviaron hacia los niños que dormían—. ¿Cómo los encontraste?

—Nuestra profeta me dijo en qué lugar me encontrarían ellos a mí. Solo tuve que estar alerta y esperar.

—¿Sabías que uno de ellos era el Palabrero? —Lear asintió—. ¿Ella te lo dijo?

—Me dijo que era muy probable que uno de los niños fuera el que la Logia necesitaba para sus planes. Pero eso solo me lo dijo a mí.

—Entonces esa profeta es una traidora. Como tú.

Lear sintió un peso en el pecho. A pesar de todo lo que le habían hecho y a pesar de saber que estaba haciendo lo correcto, le dolía la palabra. Él no quería ser el traidor a ninguna causa, porque no quería pertenecer a ninguna causa. De haber podido pasar su papel en todo aquello a otra persona, lo habría hecho. Pero no podía. Y Ofelia tampoco.

—Sí. Ninguno de los dos quiere que la Logia consiga lo que busca.

—¿Y qué busca la Logia?

Había una fiereza latente en los ojos oscuros de la Antigua. Por un instante, Lear tuvo miedo. Mucho miedo. Se sintió una presa desvalida frente a un depredador.

Aún así, habló.

—Quieren traer de vuelta a Judas T., el fundador de la Logia. Solo él puede cumplir el propósito ulterior de la Logia: romper los límites entre este plano y el Más Allá.

—Y cuando eso ocurra, si es que la Logia cumple su cometido, ¿qué sucederá? ¿Qué quiere conseguir la Logia con eso?

—Que los espíritus gobiernen este plano. Que los vivos se subyuguen a ellos.

—Pero la Logia gobernará a los muertos, así que todos se doblegarán ante la Logia.

—Exacto.

El rostro de la Antigua no transmitía nada cuando se inclinó hacia atrás en el asiento. Parecía como si lo que acabaran de contarle le diera igual o, más bien, como si lo considerara algo imposible. Quizás era imposible, se permitió pensar Lear, como una leve esperanza.

—No es la primera vez que lo intentan —susurró la Antigua—. Mucho antes de que tú nacieras, el Zalamero, a quien tú llamas Judas T., quiso abrir una grieta en el velo que separa ambos planos. Para ello sacrificó a decenas de niños. Sus gritos de miedo y dolor aún persisten en algunos túneles.

Lear tragó saliva. Como miembro de la Logia, conocía historias sobre los intentos fallidos de Judas T. Primero en 1899 y luego en 1973. Primero siendo un hombre de carne y hueso, el telépata más poderoso que había pisado la tierra en cientos de años, y luego como un espectro que ocupaba el cuerpo de otro hombre. Las dos veces lo habían detenido, aunque el daño causado no dejaba de ser cuantioso. «Decenas de niños», repitió en su mente. Eso había sido hace casi cien años. La Logia nunca hablaba de cómo ni quién lo había detenido en aquella ocasión.

Tuvo una sospecha imposible de ignorar.

—¿Cómo conoce esta historia? ¿Usted fue quien...?

—¿Lo detuvo? No, no fue necesario. Otra persona lo hizo. Lo único que hice fue liberar los cuerpos de sus víctimas del lugar donde él los había escondido. De esa manera quienes los buscaban en el exterior podían, al menos, dejar de buscar y saber la verdad. No pude hacer más por ellos. Lamentablemente para sus almas ya era demasiado tarde.

—¿Quién fue entonces?

La mirada de la Antigua se desvió hacia la cama donde dormían los niños. Lear la imitó. Tardó unos segundos en comprenderlo y cuando lo hizo, sintió que todo el cuerpo se le entumecía.

—No puede ser... Ezequiel no... Él no estaba vivo cuando... —¿Fue una sonrisa lo que asomó a los labios de la mujer?—. ¿Cómo...? Es imposible.

—¿Imposible? ¿Qué sabes tú de lo que es posible y lo que no? ¿No has presenciado ya suficientes horrores y maravillas como para dudar de que algo así pueda ocurrir?

—Pero hay leyes, límites.

—Para alguien como tú hay muchos límites, muchas reglas. Pero el Palabrero no se rige por esas reglas y por esos límites. Tiene los propios. Unos que solo él puede comprender y conocer.

—Pero... ¿cómo?

—«El Palabrero puede haberte golpeado la nuca ayer con una piedra que lanzó hoy». ¿No es eso lo que reza su leyenda?

—Sí. Pero...

—¿Qué piensas que hará el Palabrero ahora que lo encontraste y planeas usarlo en tu tu traición hacia la Logia?

—Yo no... —Lear se obligó a ordenar sus ideas antes de continuar—. Mi intención no es utilizar a Ezequiel contra la Logia. Yo solo quiero evitar que ellos lo encuentren y lo utilicen como el nuevo contenedor del Zalamero. Nada más.

—¿Seguro? ¿No quieres utilizarlo para destruir por fin a quienes te han hecho tanto daño?

El joven se tensó en el puesto. No, nunca había pensado en algo así, menos aún había trazado planes, ni en su mente ni a viva voz. Pero claro que era algo que deseaba: quería que la Logia dejara de existir casi tanto como deseaba recuperar sus recuerdos y su identidad. Sin embargo, se sentía incapaz de poner en riesgo a Ezequiel solo por eso.

—No, no quiero. Solo quiero que esté a salvo. Que estén ambos a salvo.

El gesto que apareció en el rostro de la Antigua fue más difícil de definir que de costumbre.

—Entre lo que tú quieres y lo que sucederá hay un abismo. Si bien tus intenciones son buenas y nobles, tu visión es limitada. Crees que el Palabrero sólo tendrá incidencia en lo que vendrá, y que tus acciones podrán, de alguna forma, salvarlo de su destino. Pero esto escapa de tus manos, Lector. De tus manos y de tu comprensión.

—Entonces, ayúdeme —soltó Lear en un innegable tono de súplica—. Ayúdeme a entender.

La Antigua, a modo de respuesta, estiró sus manos. Lear dudó. Jamás la había tocado. Tocarla a ella podía llegar a ser tan o más abrumador que tocar alguna de sus objetos con el fin de leerlos, estaba seguro de ello. Pero si así obtenía respuestas y una guía, no tenía más opción.

Estiró sus manos y rozó con los suyos los de la mujer, que estaban fríos y suaves como una piedra que había sido tallada durante siglos por una corriente de agua. Al principio no leyó nada. Ninguna idea, palabra o imagen vino a su mente. Tras unos segundos que parecieron eternos, solo sus ojos fueron capaces de ver: el rostro pétreo de la Antigua, sus ojos tan oscuros como el interior de una cueva, el brillo de sus pupilas semejantes a una fuego lejano. De pronto, como si una ventana se abriera en sus pensamientos, los vio. Eran decenas, cientos tal vez. Sus cuerpos se amontonaban a la orilla del río, esperando a que alguien los encontrara. Solo una se mantenía en pie: cerca de los cuerpos, a pocos pasos de la entrada de un túnel que llevaba directo a las entrañas de la tierra.

De pronto la niña se giró hacia Lear; o, más bien, hacia la persona a cuyos recuerdos Lear estaba accediendo, es decir, la Antigua.

La niña tenía el pelo claro, aunque sucio, casi tan sucio como sus ropas. Lear notó unos pantalones llenos de barro y una chaqueta de mezclilla vieja, pero inexistente en la época en la que se encontraban. Aquella niña no pertenecía a ese momento, era una intrusa, como él.

—Está hecho —murmuró de pronto la niña. En un principio pensó que se lo decía a la Antigua, pero fue entonces que sintió una presencia a su espalda. Supo que quien estaba ahí era el verdadero destinatario de ese mensaje.

Se giró con lentitud, mezcla de miedo y expectación. Lo recibió la oscuridad del túnel, una atmósfera espesa llena de muerte y secretos. Una silueta asomaba entre las sombras, más densa que las demás.

—Este es solo el primer paso —dijo una voz.

Lear la reconoció de inmediato. Y al hacerlo supo que nada era imposible, al menos para esa voz.

Cuando soltó las manos de la Antigua, notó una presencia a su izquierda. Ezequiel, ya despierto, los observaba a ambos.

—El Zalamero atraerá pronto a Julieta a los túneles. Debo guiarla por ellos a un lugar seguro. No queda mucho tiempo.

La Antigua asintió.

—Pero antes enviaré un mensaje a Emilia Berríos. Tiene que saber que están a salvo y estar lista para lo que viene. —Giró levemente el rostro hacia la estancia que contenía sus tesoros—: Arquímides. —A su llamado, el gólem salió de su escondite y apareció bajo la luz—. Dile a Petro que vaya a Almahue y que le de el mensaje a la Cartógrafa. Luego prepara todo para un viaje largo.

—Sí, ama.

Escucharon que el ser se alejaba, abría la puerta y salía a los túneles. En el silencio que vino después, Lear contempló a Ezequiel. Lucía en buen estado, pero distinto. Cuando el niño notó su mirada, se giró hacia él.

—Todo estará bien —dijo el niño, percibiendo los miedos de Lear.

Lo que este no quiso decir en voz alta fue que por primera vez no solo sentía miedo de la Logia y de lo que vendría, de todo lo que podía salir mal. No solo sentía miedo de ese lugar donde se encontraban y de la Antigua. Ahora también sentía miedo del propio Ezequiel.

«No, ya no es Ezequiel», se dijo. «Ahora es el Palabrero y todos somos la piedra con la que golpeará la nuca de sus enemigos».



Después de mucho tiempo...

Espero poder publicar de forma regular de aquí en adelante. De momento, 

GRACIAS POR LEER :)

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