
CAPÍTULO TREINTA
21 de septiembre de 1973, Santiago
Emilia miró la sangre en el piso y sintió que este perdía estabilidad. Se trataba de eso o fueron sus piernas las que temblaron tanto que no tuvo más remedio que sostener el brazo de Griffin. Este la miró con las cejas alzadas en un principio, pero luego comprendió que necesitaba unos minutos para asimilar lo sucedido.
Él ya había pasado por eso una hora antes, cuando salió de su departamento y se dedicó a verificar si los niños Psíquicos que había detectado en los alrededores seguían a salvo un día más. Luego de una media hora de caminata, llegó a la casa grande de Mapocho donde había detectado a una Profeta. Ya para entonces, gracias a sus investigaciones, había determinado que muy probablemente dicha casa estaba habitada de manera ilegal. Vivía demasiada gente allí y, aunque el tamaño del edificio explicaba en parte ese detalle, los habitantes eran tan variopintos que difícilmente podía tratarse de una familia. Y si lo era, se trataba de una bastante rara. Aunque claro, cosas mucho más raras había visto él a lo largo de su vida.
Esa mañana, tan temprano que el cielo tenía un color grisáceo y su poncho apenas lo protegía del frío, notó algo extraño a una cuadra de distancia. No era debido a su poder, nada psíquico ni sobrenatural. Era algo primitivo, instintivo, el olor de una cacería reciente y la cercanía de los depredadores aún por el sector. El silencio fue la primera señal, porque no era un silencio normal; se trataba de uno contenido, forzado, no la típica ausencia de sonidos humanos a esa hora de la mañana. No había nadie por las calles, pero percibía muchas miradas a través de las ventanas de los edificios frente a los cuales avanzaba. Habían pasado apenas diez días desde el ataque a la Moneda, así que era muy pronto como para saber exactamente a qué se enfrentaban, pero él sabía que vendrían cosas peores. Por fortuna, había tenido que permanecer en estado de alerta toda su vida, no era nada nuevo para él.
Aún así, cuando llegó a la esquina más cercana a la casa de Mapocho, no pudo evitar detenerse de golpe. Para ese momento ya no estaban los cuerpos, pero no tuvo que hacer mucho esfuerzo para imaginárselos. La sangre ayudaba. Así como también ayudaban el par de casquillos de bala que vio brillar en el suelo cuando por fin se atrevió a avanzar, el aire a pólvora que todavía flotaba en el aire y los objetos desperdigados y pisoteados que se derramaban desde la puerta entornada, poblando la vereda y la calle. Eran en su mayoría libros, pero también vio ropa, utensilios de cocina, juguetes.
Al alzar la mirada para abarcar los tres pisos de la casa, sintió un escalofrío. El día anterior rebosaba de vida, llena de gente muy distinta entre sí, pero que convivía como una familia. Hoy parecía un panteón. No le hacía falta entrar para saber que estaba vacía, ni tampoco activar su poder para verificar que la niña que había detectado antes no se encontraba allí. Aún así, activó su poder, solo para sentir con más fuerza la frustración que le subía por el pecho.
Nada.
Luego de comprobar eso, había ido a buscar a Emilia a Almahue #8. La encontró sola; al parecer su socio Vinculante había ido a descansar a su propia casa la noche anterior. Como siempre, tuvo que enfrentarse al mal humor de la mujer, responder sus inquisitivas preguntas y luego, cuando por fin la hizo entender la urgencia del asunto, soportar su impaciencia y prisa. Eso tampoco era nada nuevo para él y en una época incluso lo había encontrado atractivo, lo suficientemente atractivo como para estar a punto de casarse con ella hasta que la muerte los separara. Y tratándose de ellos, sabiendo lo que sabían de la vida después de la muerte, dudaba que esa promesa se cumpliera. Por fortuna los dos habían decidido no seguir con el plan. Ahora trabajaban juntos cada vez que la situación lo requería y, a pesar de los roces, eran buenos socios. Claro, nunca sería su mano derecha; los Médiums solo trabajaban codo a codo con otros Médiums. Pero Emilia lo necesitaba y eso henchía su ego, por eso no perdía oportunidad de molestarla con lo que fuera.
Sin embargo, no pudo hacerlo en ese instante. La Cartógrafa estaba pálida y aunque no se cargaba del todo en su brazo (ni moribunda lo haría, Griffin podía asegurarlo), era evidente que necesitaba procesar lo que estaba viendo. La sangre, los libros, la ropa y la ausencia. No solo de la niña Psíquica que debían proteger, sino de todo un grupo de personas.
—Dudo que hayan sido ellos los que se los llevaron —dijo, para así traerla de regreso de dónde sea que se encontrara. Tras unos segundos, ella lo miró—. No tiene sentido que detrás de esto esté la Logia.
—No —murmuró Emilia—. No tiene sentido.
—Puedo buscar por los alrededores...
—¿Qué sentido tiene?
De pronto lo soltó con brusquedad, como si de golpe hubiera sido consciente del contacto. Se alejó unos pasos, fijando la mirada en la casa. Tenía los hombros caídos, las manos en los bolsillos del abrigo negro. Griffin solo la había visto así un par de veces. La primera, cuando su padre murió. Emilia no permitió que nadie aparte de Gonzalo Manquian y la madre de este la vieran llorar. Él, que por entonces era su novio, se tuvo que contentar con seguirla a unos pasos de distancia en el cortejo rumbo a la tumba de los Almonacid, donde habían enterrado a Felipe Berríos. La visión de su espalda, de sus hombros caídos y su caminar meditabundo se habían transformado desde ese momento en el mayor reflejo de tristeza que él podía aspirar a contemplar. La segunda vez había ocurrido hace menos tiempo, apenas un par de años. La mujer le contó un día que había encontrado a un Vinculante poderoso; poco después le contó que había logrado dar con su rastro y que ya sabía dónde vivía; pasaron unas semanas hasta que, con esa postura que él había aprendido a identificar de inmediato, a pesar de haberla visto una sola vez, Emilia le confesó que había hablado con el joven Médium para ofrecerle que trabajara con ella.
—Te dijo que no —afirmó él, porque le bastaba con leer su expresión para saberlo.
—Me dijo que no —espetó Emilia, y sus ojos se llenaron de un brillo de impotencia. No era la negativa del Médium lo que la tenía triste, entendió de pronto Griffin, era otra cosa. No se atrevió a preguntárselo, pero no hizo falta—. Aunque lo entiendo... Es joven, pero ya parece haberse enfrentado a algo demasiado fuerte.
—¿Qué cosa? —preguntó, curioso a su pesar.
—No lo sé... aún. Pero lo que haya sido, lo rompió.
—¿Segura que quieres trabajar con alguien así? Se necesita mucha fortaleza para hacer lo que tú haces.
Fueron sus palabras las que rompieron el aura de tristeza que cargaba Emilia. Fueron sus palabras las que la hicieron recuperar las ganas de perseverar.
—Tendrías que ver su aura, Griffin. Su rastro es tan fuerte que parece sólido. Ni siquiera el rastro de Luisa es así. Lo que sea que haya enfrentado quizás lo rompió, pero no lo hizo más débil, sino todo lo contrario. Inestable sí, pero no débil.
—¿Cómo se llama el sujeto? Nunca me dijiste su nombre.
—Víctor Lassner.
¿Dónde estás, Lassner?, se preguntó Griffin mientras Emilia, dos años más vieja que en los recuerdos que acababa de visitar se acercaba a un montón de libros que permanecían en el borde de la vereda. Nadie había llegado a llevárselos y quizás nadie lo hiciera nunca. Parecían el tipo de objeto que pronto se volvería algo peligroso.
Se preguntó de nuevo dónde estaba ahora el Vinculante. Puede que él supiera qué hacer con esa Emilia cabizbaja y cansada. Él aún no procesaba su última pregunta: "¿Qué sentido tiene?". ¿Qué cosa? ¿Buscar a la niña? ¿Intentar salvarla de la Logia? ¿Intentar salvar a todos los demás niños Psíquicos de la Logia?
—Emilia... —murmuró tras acercarse a ella—. ¿Qué haremos ahora?
—No lo sé.
Griffin tragó saliva. No había nada que lo asustara más en el mundo que una Emilia que no tenía un plan.
—Pero...
—Creo que voy entendiendo que no importa lo que haga, no podré impedir todo esto. —La mujer alzó la mirada y la posó en él—. Nadie podrá.
—Emilia Berríos, dándose por vencida. Deben correr tiempos oscuros si hemos llegado a ese punto.
—Mira a nuestro alrededor, Griffin. Corren tiempos oscuros. Aquí mataron personas, tres en total. Al resto se las llevaron. Los muertos eran jóvenes, ningún niño. Ojalá la niña que buscamos haya logrado huir, pero si huyó de aquí, de los militares que hicieron esto, es aún más probable que caiga en manos de la Logia. Y habrán ganado otra vez. Están destinados a ganar, al menos en esta parte del juego.
—¿Cómo sabes lo que pasó?
A modo de respuesta, la Médium hizo un gesto señalando a su izquierda. Griffin no vio nada, pero supo que uno o más fantasmas le habían contado lo ocurrido mientras él la observaba. ¿Serían Desencarnados que habían presenciado todo o se trataba más bien de una o más de las víctimas? La única manera de saberlo era preguntarle a Emilia, pero prefirió no hacerlo.
—Entonces, ¿hasta acá llega la misión?
—Nunca dije eso.
—Pero pareciera que es lo que pretendes.
—No. La misión continúa.
—¿Con qué objetivo?
—Joderles sus planes lo máximo posible.
No pudo evitar sonreír al escucharla. Había abandonado su pose de pesadumbre y volvía a ser la Emilia de siempre.
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Te daré una lista de personas que debes buscar. Psíquicos en su mayoría, pero también otros... personajes. Gente interesante. Debo preparar los mensajes adecuados para cada uno. Los tendré mañana.
—Muy bien. ¿Qué haremos con la niña que vivía en esta casa?
La Médium volvió a mirar la pila de libros. Alguno de los títulos parecía haberle llamado la atención. Apenas Griffin la imitó, supo cuál. Se agachó para recogerlo. Estaba algo sucio, pero por lo demás intacto. Sacudió la portada y se lo entregó.
—Llévatelo, no creo que a nadie le importe.
—Sabes que tengo una copia en casa.
Se encogió de hombros.
—Regálasela a alguien. No se encuentran copias de Mateo Salvatierra tan fácilmente.
Ante ese último argumento, Emilia asintió y tomó el libro. Se lo guardó en el bolsillo de su abrigo, mientras suspiraba.
—Esperemos que la niña esté a salvo —dijo—. Esta ciudad será cada día más peligrosa, no solo por la Logia. Pero aún así, sabe elegir a sus protegidos. Esperemos que la proteja a ella.
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21 de septiembre de 1973, Santiago
Julieta fue la primera en despertar. No estaba acostumbrada a dormir encogida sobre sí misma en el rincón de un portal, sin más abrigo que su propia ropa. A su derecha estaba Polilla en una postura muy similar a la suya, pero durmiendo profundamente. Su extraño gorro con orejeras estaba ladeado sobre su cabeza y en la zona de su pecho respiraba otra criatura. Sonámbula. Julieta había logrado acostumbrarse a la presencia de la rata, pero aún le daba algo de asco, sobre todo la cercanía que su amiga tenía con el roedor.
Estiró los brazos todo lo que pudo y sintió que su cuerpo agarrotado se quejaba. Le dolía el cuello, tenía hambre y frío. Pero eso no era lo peor. Lo peor era el miedo, el que no la abandonó ni siquiera durante las incómodas horas de sueño. Había soñado cosas horribles, de las cuales solo recordaba fragmentos. Sabía que sus padres habían protagonizado varias de las pesadillas, así como los habitantes del Nido. La imagen que tenía más vívida era aquella donde volvía a revivir el momento en que uno de los militares le había disparado a Capitán, solo que cuando este cayó al suelo, muerto, no era él sino su padre.
Al recordar el sueño, varias lágrimas cayeron por sus mejillas. ¿Qué harían ahora? La noche anterior habían vagado sin rumbo por la ciudad, primero corriendo y luego, cuando el cansancio comenzó a hacer mella en ellas, solo caminando. Fue Polilla la que encontró ese portal para que durmieran, ya que llegó un punto en que se tambaleaban producto del agotamiento. Habían sobrevivido esa noche, pero nada les aseguraba que pudieran hacerlo durante la siguiente, así como nada les aseguraba que el día fuera más seguro.
Antes de poder impedirlo, un sollozo salió de su boca y el sonido despertó por fin a Polilla. Julieta se tapó la cara, avergonzada, así que no pudo ver la expresión adormilada de su amiga, la que se cargó primero de confusión y por último de comprensión. Solo sintió su ligero brazo sobre sus hombros a modo de consuelo. Lloró más, hasta que se calmó. Los sollozos se fueron espaciando, las lágrimas se hicieron más fácil de contener. Durante los minutos duró su llanto, Polilla no dijo ni hizo nada, solo la abrazó.
—Hay que volver al Nido —dijo cuando Julieta se limpió los ojos. Ignoró la mirada asustada de la niña y asintió—. Tenemos que hacerlo.
—Pero... los militares...
—No están ahí. Ya no hay nadie en el Nido.
—¿Nadie?
Una imagen fugaz cruzó la mente de Julieta. Vio a todos los habitantes del Nido tirados en el suelo, cubiertos de sangre. Pero solo debía ser otro retazo sobreviviente de sus pesadillas más recientes, no podían estar todos muertos.
—Matrona... los demás...
El gesto de Polilla se endureció.
—Los encontraremos. Pero ahora tenemos que ir al Nido. Hay algo que debemos ir a buscar.
No era la primera vez que Julieta tenía la impresión de que Polilla, a veces, hablaba como el personaje de un libro. No era solo que usara palabras o armara las frases de una manera algo extraña para la edad que tenía. Había también algo en su mirada, en su tono de voz. Recordó una de sus historias favoritas, El león, la bruja y el ropero. Allí, Edmundo, Pedro, Susana y Lucía Pevensie pasaban a un mundo fantástico cuando se adentraban en un ropero mágico. Ella también parecía haber cruzado algún portal, pero no sabían cuál ni en qué momento había pasado. Además, el lugar donde se encontraba no parecía fantástico, solo terrible. Casi igual que el Santiago en el cual se había criado, pero más lúgubre y peligroso. No la invadía la maravilla, solo el miedo.
Polilla se puso de pie y le estiró la mano para ayudarla a hacer lo mismo. En Santiago recién amanecía cuando emprendieron el camino de regreso hacia el Nido.
Tardaron bastante en llegar; así comprobaron que la noche anterior se habían alejado muchísimo del río y de la casa que hasta entonces había sido su refugio. Además, muchas veces se perdieron, aunque Polilla no tardaba demasiado en recuperar el sentido de la orientación. Julieta se dio cuenta que su amiga conocía muy bien el centro de Santiago. Por eso y por el cansancio que sentía, se dejó guiar, y no soltó la mano de la niña.
Mientras avanzaban, la ciudad comenzó a despertar luego de una noche de sueño inquieto. La gente fue poblando las calles con expresiones de alerta y pesadumbre, rumbo a sus trabajos o lugares de estudio. Las cosas parecían haber vuelto a la normalidad, pero era una normalidad falsa; bastaba con toparse con la mirada de cualquier transeúnte para comprobar que el miedo seguía allí. Este miedo se acrecentaba ante la presencia de cualquier uniformado, los que parecían haberse multiplicado en los últimos días. La primera vez que Julieta vio a un carabinero durante la caminata se puso a llorar, así que Polilla la arrastró hacia un callejón para que el hombre no la viera y sospechara de ellas. Después de todo, eran un par de niñas que caminaban solas, vestidas con ropa raída y algo sucia. Ese desvío les valió perderse durante un par de calles, pero al menos nadie les preguntó quiénes eran ni a dónde iban.
Cuando les faltaba apenas una calle para llegar al Nido, la seguridad abandonó a Polilla por primera vez. Pareció encogerse sobre sí misma y si siguió avanzando fue porque no podía detenerse.A pesar del miedo, el ansia y la curiosidad seguían siendo más fuertes.
Dieron vuelta la esquina y vieron por fin los estragos de la noche anterior. Algunas cosas habían desaparecido, otras seguían desperdigadas en el suelo. Las manchas permanecían intactas; pasaría mucho tiempo antes de que se borraran.
Las dos se quedaron inmóviles, observando todo. Algunas personas pasaban por allí, pero muy pocas se atrevían a observar el escenario con curiosidad. Apenas notaban las señales de que algo había ocurrido allí, desviaban o bajaban la vista y aceleraban el paso. También ignoraban a las niñas detenidas allí, ignorantes de que ambas estaban reviviendo lo ocurrido hace unas horas, recordando y también completando en su imaginación lo que no habían alcanzado a presenciar.
Polilla fue la primera en moverse. Soltó la mano de Julieta y caminó hacia los libros desperdigados cerca de la puerta del Nido. Ignorando a la gente que pasaba tal como ellos la ignoraban a ella, rebuscó entre el montón hasta dar con lo que andaba buscando. Al verla, Julieta se preguntó si sabía de antemano que el tomo se encontraría allí o si solo había tenido suerte. Había aprendido a no sorprenderse si era lo primero cuando se trataba de su amiga.
Cuando la niña volvió a donde Julieta se encontraba, vio otra cosa en el suelo que le llamó la atención. Recogió la prenda y se la entregó a su amiga con gesto serio.
—La vas a necesitar. Todavía hace frío en las noches.
Julieta recibió la chaqueta de su madre y la apretó. Con todo lo que había pasado, casi se había olvidado de ella. Nada más tenerla en las manos sintió ganas de llorar, pero no lo hizo. Si Polilla no lloraba ella se esforzaría por no hacerlo también.
—¿Qué vamos a hacer?
La niña la observó con atención, sus ojos amparados por la visera de su gorro.
—Hay que comer. Después hay que pensar dónde pasaremos la noche.
Julieta asintió. No le quedaba más remedio que seguir a su amiga donde fuera. Tomó la mano de Polilla que no sostenía la copia de El subterráneo de los jesuitas y ambas comenzaron a caminar.
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21 de septiembre de 1973, Santiago
Emilia respiró hondo antes de golpear la puerta. Desde su posición podía escuchar el ajetreo dentro de la casa, consistente en su mayoría en gritos, risas y correrías infantiles. Maldijo en silencio a Gonzalo por invitarla, a Víctor por no acompañarla y a sí misma por nacer dentro de una sociedad capaz de inventarse cualquier excusa para celebrar. Cuando sintió que había despotricado lo suficiente para sus adentros, alzó el puño y dio tres golpes en la puerta.
Nadie salió a recibirla, al menos no de inmediato. Pasaron un par de minutos antes de que notara que había un timbre, el que de seguro sería mejor opción dado el bullicio en el interior. Apretó el botón y se dispuso a esperar nuevamente. En esa ocasión no pasaron más que unos segundos hasta que alguien abrió la puerta de un tirón, sorprendiéndola. Tuvo que bajar la línea de visión para toparse con su anfitrión y el motivo de la celebración.
Felipe Manquian era la viva imagen de sus padres, de ambos a la vez, como si alguien hubiera dispuesto todos los genes de ambas familias y los hubiera mezclado de la mejor manera. Tenía el pelo rubio oscuro de su madre, pero los ojos castaños y brillantes de su padre; sus facciones aún eran demasiado infantiles para asegurar nada, pero Emilia podía apostar que cuando creciera tendría la sonrisa amplia de Gonzalo, con los hoyuelos que la esposa de este poseía como uno de sus mayores atributos físicos. Sabía, además, gracias a lo que su amigo le había contado y que ella había logrado retener, que el niño era inteligente y un lector voraz desde más o menos los cuatro años. Cuando abrió la boca, comprobó que también era amable y cortés. Si hubiera tenido en su interior aunque fuera una pizca de instinto materno se habría sentido conmovida, pero lo único que hizo fue observarlo de arriba a abajo con curiosidad, tal como observaba a los adultos y a los fantasmas.
—Buenas tardes —le dijo el niño, con una sonrisa que no alcanzaba a esconder su ligero temor ante la mujer vestida de negro que tenía al frente.
—Buenas tardes, Felipe. ¿Está tu papá?
Al preguntarle eso, Felipe abrió la boca un poco más de lo necesario. Había comprendido quién acababa de tocar a su puerta.
—Usted es la Cartógrafa.
Fue el turno de Emilia para abrir la boca, aturdida. Por supuesto que Gonzalo sabía a lo que se dedicaba (en cierta época incluso la había ayudado en sus investigaciones), pero nunca pensó que este se lo diría a su familia, mucho menos a su hijo de ocho años. Una vez le había preguntado qué pensaba su esposa de ella, y la respuesta de su amigo la hizo reír: "cree que eres una espía de los rusos". Era mejor eso que tener que explicar que se dedicaba a resolver misterios paranormales.
—Los cartógrafos hacen mapas, ¿verdad? — continuó el niño, sacándola de su aturdimiento—. Me gustan los mapas. ¿Es muy difícil hacerlos?
Emilia se permitió soltar el aire que contenía en los pulmones. Así que era eso. Claro, cartógrafa en el mundo normal era un oficio más, para nada extraño. Sonrió con algo de dificultad.
—A veces. ¿Tu padre...?
La puerta se abrió un poco más y tras el niño apareció Gonzalo. Se miraron unos segundos, estudiándose. Llevaban casi un año sin verse y aunque no era tanto tiempo, ni el periodo de ausencia más largo de Emilia en la vida del hombre, era necesaria una pausa para notar lo que había cambiado. Ambos se concentraron en detectar las nuevas arrugas, medir el gris en el pelo y calcular qué tan cansados estaban del día a día. A Emilia le tranquilizó ver a su amigo con aparente buena salud. El padre de Gonzalo había muerto relativamente joven de un infarto al corazón y desde entonces temía el mismo destino para él, por eso, desde hace unos años cuidaba su dieta y había abandonado el cigarro, vicio que lo acompañaba en las largas horas de lectura nocturna. Ahora tenía un hijo y las circunstancias quisieron que lo tuviera a una edad en que otros ya comienzan a tener nietos, así que debía cuidarse. Emilia recordaba la conversación que habían tenido al respecto cuando Felipe aún no aprendía a caminar. Gonzalo la había mirado con severidad antes de comenzar uno de sus habituales sermones.
—Tú también deberías comenzar a cuidarte más. Ya no tienes veinticinco años. Deberías llevar una vida más tranquila.
—¿Para qué? Yo no tengo a nadie a quien dejar en la orfandad.
Gonzalo había apretado los labios.
—Eso no significa que no haya nadie que se preocupe por ti. Hay personas que te queremos aquí muchos años más.
—Te prometo que cuando muera volveré como un fantasma y me ataré a ti. Seré un poltergeist muy simpático.
Luego de eso, su amigo la había insultado en voz baja, pero nunca volvió a hablarle sobre el tema, cosa que Emilia agradeció. Sabía que el tiempo corría, que ya tenía más de cincuenta años, que no era tan joven como antes. No hacía falta que nadie se lo dijera, lo sentía en sus huesos cada día. Pero en su oficio no existía la jubilación. Investigaría hasta que no pudiera hacerlo más, es decir, hasta la muerte. Sobre todo ahora, que tenía un caso tan importante entre las manos.
—Viniste.
—No me dejaste más opción.
Por primera vez, Gonzalo sonrió.
—Adelante, Emilia. Es un gusto tenerte acá.
Ella dio unos pasos y por fin entró en la casa. Gonzalo cerró a su espalda y acto seguido la abrazó, dejándola de una pieza. Por encima del hombro vio que Felipe los observaba. La curiosidad chispeaba en sus ojos de tal manera que Emilia no tuvo más remedio que reconocer que el niño le caía bien.
—Bueno, ya está bien —murmuró, dándole unas palmadas en la espalda a Gonzalo, señal para que diera por terminado el abrazo.
—¿Viniste sola? —le preguntó su amigo.
Estuvo a punto de soltar una broma oscura sobre fantasmas. "Humor paranormal", lo llamaba Víctor cuando andaba alegre. Se contuvo; no quería provocarle pesadillas al niño.
—Sí. Mi socio tenía otras cosas que hacer.
—Bueno, lo importante es que estás aquí. Puedes saludar al festejado.
El silencio que siguió fue tan profundo que Emilia volvió a escuchar las risas de los amigos de Felipe y también las voces de otros adultos que seguramente eran los padres de dichos amigos. Miró a su amigo y luego a su hijo, sin saber qué hacer. No iba a muchos cumpleaños, ni siquiera había traído un regalo. Carraspeó.
—Feliz cumpleaños, Felipe. —En el último segundo, se le ocurrió estirar el brazo para estrechar la mano del niño. Por fortuna, este comprendió de inmediato su intención y extendió su pequeña y regordeta mano para aceptar el saludo. —Espero que cumplas muchos más.
Mientras decía eso, Emilia sintió el tacto cálido de Felipe y vio cómo cambiaba la expresión de este. No fue sutil; los niños tienen dificultades para disimular. Abrió aún más los párpados, puso rígida la espalda y dio una fuerte inspiración. Aún así, no quitó la mano. Por el contrario, la Médium notó que el apretón del niño se volvía más fuerte.
De pronto una mujer apareció por el pasillo que llevaba a la puerta y pronunció el nombre de Gonzalo. Esa fue la señal de Felipe y Emilia para romper el contacto. Los tres miraron a la recién llegada. Se trataba de Dominga, la esposa de Gonzalo y la madre de Felipe.
—Emilia, qué gusto que hayas podido venir.
—Gracias, Dominga... por la invitación.
—Qué agradeces, a nosotros nos alegra mucho tenerte aquí.
Emilia aceptó el abrazo de la mujer, aún con la mente puesta en lo que acababa de pasar. Lo peor es que no sabía muy bien qué había ocurrido. Quizás no era nada; tal vez solo había asustado al niño.
—¿Quieres comer algo? ¿Te sirvo alguna cosa?
—No, estoy bien.
—No la escuches, amor —dijo Gonzalo—. Conociéndola, es probable que lleve horas o incluso días sin comer.
—Exagerado.
—Tengo antecedentes que apoyan mis palabras.
Emilia rodó los ojos mientras Dominga reía. El único que parecía ajeno a la escena era Felipe. Lo observó de reojo un par de veces y vio que el niño estaba cabizbajo y pensativo.
—Vamos, te presentaremos a algunos amigos y podrás comer.
Asintió, a pesar de que todo su ser se negaba a conocer gente nueva y compartir con ellos.
—Dame tu abrigo, Emilia. Así estarás más cómoda.
Volvió a asentir y se quitó la prenda sin pensar, a pesar de que no solía hacerlo cuando se encontraba en un lugar que no fuera su casa. Cuando se lo extendió a Gonzalo, otra mano lo tomó. Felipe le sonreía cuando ella bajó la mirada hasta él.
—Yo lo guardo, papá.
—Muchas gracias, hijo. Y anda pronto al patio, que tus amigos te están esperando.
—Sí.
Antes de que Emilia siguiera a sus padres, el niño clavó sus ojos en ella. La Médium no era capaz de leer su mente, pero notó que algo había cambiado en él. O, más bien, en la forma en que él la veía a ella.
Se alejaron, mientras Felipe se acercaba con el abrigo a un ropero ubicado cerca de la puerta. Emilia se giró hacia él justo antes de doblar por el pasillo rumbo al interior de la casa. Lo vio sacar el libro que ella había metido en el bolsillo esa mañana. Era una copia vieja de Los grises, de Mateo Salvatierra, la única novela que había leído del autor y la favorita de su abuelo. Ella poseía la que había pertenecido a él, llena de anotaciones y apuntes, como si más que una obra de ficción se tratara de un estudio académico sobre los fantasmas. Había entrado en esa casa sin saber, sin siquiera pensar en qué haría con ese libro que había tomado de los despojos de una casa allanada durante la noche por los militares. Pero cuando vio la forma en que Felipe estudiaba la portada, como si eso le bastara para conocerla por completo, supo que la novela ya había encontrado a su nuevo dueño.
GRACIAS POR LEER :)
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