CAPÍTULO NUEVE
11 de septiembre de 1973, Santiago.
La niña corría despavorida por las calles de un Santiago distinto, transmutado en algo distinto.
A simple vista, la ciudad parecía la misma de siempre. Estaba oscuro porque era de noche, no demasiado tarde, pero lo suficiente para que el cielo mostrara un color azul profundo en su centro. Las primeras estrellas asomaban un brillo tímido. Solo en la línea del horizonte era posible distinguir el último vestigio del día: una luz anaranjada que degradaba la noche en el oeste. Una noche normal, lo extraño era el silencio, al igual que la soledad de las calles. A esa hora, en un día realmente normal, en un Santiago como el de siempre, aún hubiera sido posible ver gente fuera de sus casas, o a algunos niños terminando sus juegos antes de irse a cenar.
Esa noche sería el preludio de muchas otras igual de oscuras y silenciosas. O todo lo silencioso que pueden ser los golpes retumbantes en una puerta, los empujones de hombros recios hasta romper una cerradura, el allanamiento de una casa de la que se sacaría a algún hijo o hija, padre o madre, abuelo, tío o hermano del que tal vez no se sabría nunca más. Ni de su muerte, ni de sus huesos. Aquella sería la primera de esas muchas noches con toque de queda y miedo.
Y la niña, que en unas horas se había perdido de sus padres y había descubierto que ni siquiera su casa era un lugar seguro, corría y corría sin entender nada. Los peligros la acechaban desde cada rincón, cada sonido y cada silueta, agrandados además por su imaginación infantil. Nunca había estado tan aterrada. Muchas de las cosas que haría luego serían su forma de nunca volver a tener tanto miedo como esa noche, la primera de muchas noches sin sus padres y en las calles de ese nuevo y tenebroso Santiago.
Entre todos esos peligros, había uno en especial preparado solo para ella. A la espera de que cayera por en la trampa. Tenía la apariencia de un hombre, aunque algunos opinarían que ya no era apropiado llamarlo así. Aquellos que lo conocían lo llamaban de otra forma, un nombre que se había ganado a punta de sonrisas y palabras suaves. Ya nadie recordaba quién había sido el primero en llamarlo así, pero el apodo, con el paso de los décadas, terminó transformándose en algo tan suyo como la sonrisa o el traje oscuro que vestía. Seguramente el autor del apodo fue uno de los tantos niños que lo siguieron alguna vez por callejones sombríos de Santiago.
Ya nadie recordaba su origen ni su verdadero nombre. Su historia se había perdido en el tiempo y aquél era su poder: ser solo una silueta a la espera en un rincón, con una sonrisa extendida por su boca, sus manos dibujando un gesto amable y una promesa en la punta de la lengua. Su poder era no tener pasado y ser un zalamero al que ningún niño se podía resistir.
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En su huida hacia ninguna parte, Julieta tardó muy poco en dejar de reconocer las calles por las que corría. Las imágenes a su alrededor eran difusas. Las farolas parecían alumbrar menos de lo normal y en algunos trechos (que ella evitaba, por supuesto) ni siquiera estaban encendidas. Era como si la ciudad se hallara en pausa, con los párpados a medio cerrar y una sábana cubriéndole la cabeza.
Santiago era esa noche como un niño asustado.
Pero incluso correr sin saber a dónde se dirigía, tener hambre de nuevo y estar más cansada que nunca en su vida parecían minucias al lado de los tanques.
La primera vez que sintió uno, tardó bastante en saber de qué se trataba. No ayudó el hecho de que antes de verlo u oírlo, lo sintiera a través de un temblor en la tierra, leve pero claramente perceptible. Julieta entonces se había quedado quieta, mirando a derecha y a izquierda, más asustada incluso de lo que ya estaba. Por un segundo, deseó con todas sus fuerzas que fuera un temblor de esos que sacaban a las personas de sus casas. En medio del pánico general, nadie se preguntaría qué hacía una niña sola en la calle, pero pasado el miedo cualquiera se mostraría dispuesto a ayudarla a encontrar a sus padres. Hasta era posible que se topara con alguien que tuviera un teléfono.
La esperanza, sin embargo, se fue rápido. Al aproximarse el tanque, al temblor se sumó un traqueteo metálico. En ese momento Julieta intuyó de lo que se trataba y con la rapidez de un roedor torció hacia la izquierda para alejarse de la máquina. No entendía lo que estaba pasando, pero después de lo que le había dicho la dueña del almacén, decidió que no era buena idea cruzarse con un vehículo capaz de provocar sismos.
En su tercer encuentro con uno de ellos, además del traqueteo metálico y el temblor en el piso, escuchó voces. No logró distinguir del todo lo que decían, pero el hecho de que pudiera oírlas fue como un chorro de agua fría sobre su espalda. Por lo que pudo deducir, se acercaba por una calle perpendicular y existía la posibilidad de que doblara hacia donde ella se encontraba.
Su respiración, agitada por las corridas y el miedo, se aceleró aún más. Tuvo que esforzarse para no dejarse llevar por el pánico y en medio del golpe de adrenalina que sintió, se puso a buscar un lugar donde esconderse. En medio de la calle vacía no encontró nada aparte de un grupo de ligustrinas pegadas a la pared de una casa. Su experiencia jugando a las escondidas en el colegio le dijo que no era un escondite muy bueno. De hecho, era bastante malo, pero no había otra opción. Con dificultad, enganchándose varias veces la lana de su chaleco del colegio con las ramas, logró ubicarse a duras penas entre los arbustos. Supuso que de día cualquiera podría verla en menos de un segundo, pero de noche, quizás, nadie se fijaría en sus delgadas piernas asomando entre los escuálidos troncos.
Tal como le había advertido el lado más pesimista y paranoico de su mente, el enorme y bullicioso vehículo giró hacia la derecha y se adentró en la calle donde ella se encontraba. Julieta observó su silueta con la boca abierta. Era más grande que un auto normal, todo hecho de metal y, en la cima, asomaba un tubo largo. Parecía un insecto sin alas, reptante. Sentados arriba y con fusiles en ristre, había tres soldados que charlaban y se reían.
Se veían tan felices y relajadas que Julieta se planteó salir de su escondite y gritar para que la vieran. Eran soldados, su trabajo era proteger a los chilenos de los peligros. Ella era chilena, una niña chilena que estaba sola y asustada. Tenían que ayudarla, hasta podían estar deseosos de ayudar a alguien necesitado como ella...
Todas esas ideas pasaron por su mente, pero no fue capaz de moverse. Algo la retuvo en su escondite, la certeza de que a pesar de que sonara a una buena idea, pedirle ayuda a los hombres del tanque era todo menos una buena idea.
Los soldados estaban tan absortos en sus asuntos que ni siquiera dieron el mínimo vistazo a la calle, mucho menos a las en apariencia inofensivas ligustrinas. El tanque se alejó y con ello fue desapareciendo el ruido y el miedo que sentía Julieta. El alivio que la embargó fue tan intenso que soltó una carcajada y luego otra. A los dos segundos, reía con las manos en el abdomen, medio inclinada para no orinarse. De haber tenido un adulto cerca, este habría determinado sin dudar que la niña estaba en medio de un ataque de nervios, pero para ella fue como liberarse de algo pegajoso y desagradable.
Cuando por fin se calmó, el agotamiento de todo ese día, el hambre y las ganas de ir al baño fueron las únicas cosas en las que pudo pensar. Necesitaba un lugar seguro donde quedarse y pronto. Desde que tenía memoria la habían advertido de no andar sola en la calle de noche. Era peligroso, sobre todo para alguien tan joven como ella. Sobre todo para las niñas. Nadie le había explicado por qué, pero intuía que los adultos tenían razón. Y si bien las calles seguían estando vacías, los tanques y los soldados le dejaron claro que no podía seguir vagando por ahí hasta que volviera a salir el sol.
Pero, ¿dónde podía ir? Tenía amigas del colegio, familiares e incluso una abuela. Sin embargo, no tenía idea de cómo llegar a la casa de sus amigas, sus familiares (tíos y primos, principalmente), eran figuras medio borrosas para ella, y su abuela vivía en Peñaflor. Hasta ella sabía que eso era muy lejos. No tenía donde ir.
Se puso a caminar otra vez y alzar la mirada hacia la esquina que se acercaba, vio bajo el farol una silueta. La mente se le puso en blanco y dio un par de pasos hacia atrás, la reacción instintiva previa a la huida. Fue entonces cuando escuchó una voz desde muy cerca, prácticamente a su lado. Solo que a su lado no había nadie.
—No tengas miedo, Julieta.
La niña dio otro paso hacia atrás, sin despegar la vista de la silueta junto al farol. Pese a estar en un pequeño estanque de luz, era imposible distinguir cualquiera de sus rasgos. Solo la forma de un sombrero y los bajos de un largo abrigo. Aún así, Julieta sintió que lo conocía de algo.
—Ya no estás sola —dijo la voz. Pertenecía a un hombre y era aterciopelada y amable, llena de confianza—. Tú me conoces. ¿No me recuerdas?
Julieta negó con la cabeza y estuvo segura que el hombre la había visto hacerlo a pesar de la distancia.
—Haz un esfuerzo.
Esas palabras la estremecieron. Era lo que siempre le decía su padre cuando ella se rendía con las tareas- "Haz un esfuerzo. Vamos, Julieta, haz un esfuerzo". Respiró hondo y eso bastó para que lo recordara. El hombre que le hablaba era el mismo que del sueño.
—¿Quién es usted?
—Un amigo. Alguien que puede ayudarte a encontrar a tus padres.
La silueta comenzó a acercarse con calma y aunque el pánico rugió en el pecho de la niña, fue incapaz de moverse. Lo vio aproximarse más y más, hasta que ambos estuvieron a solo unos pasos de distancia. Alzó la mirada para ver por fin el rostro del hombre, pero únicamente distinguió una sonrisa entre las sombras.
—¿Dónde están mis papás?
—Escondidos. A salvo.
—¿Dónde?
—Cerca de acá. Muy cerca. Ven conmigo y los verás.
Julieta suspiró a causa del ansia. El corazón le palpitaba muy fuerte y por un segundo fue lo único que pudo escuchar.
—¿Es verdad lo que ella dijo?
—¿Quién, Julieta?
—¿Los militares se tomaron el país?
La sonrisa del hombre se volvió triste de pronto.
—Es verdad. —Sus manos blancas, que hasta el momento habían estado ocultas en los bolsillos del abrigo, fueron a encontrarse al frente en actitud de pesadumbre—. Tiempos difíciles vienen, en especial para personas como tus padres. Por eso están escondidos. Pero te esperan y si vienes conmigo, podrás volver a verlos.
Muy tarde, la niña se dio cuenta que tenía los ojos llenos de lágrimas. La sola idea de volver a ver sus padres le daba ganas de llorar, de anhelo y alegría. El hombre ya tenía la sonrisa amable de vuelta en sus labios. Su voz y aquella sonrisa le daban confianza, pero no podía dejar de preguntarse por qué no era capaz de verle los ojos.
—Vamos, Julieta.
Con lentitud, el hombre extendió una mano a modo de invitación. La niña observó lo que le ofrecían antes de, con la misma lentitud, estirar su propia mano. Si ese hombre podía llevarla donde sus padres, lo seguiría. Claro que lo seguiría.
No le creas.
Julieta se detuvo, sorprendida por la voz en su mente. Había sonado demasiado clara para ignorarla, como una respuesta a sus pensamientos. No era la primera vez que le pasaba ese día.
Cerró la mano en un puño, pero no la bajó.
—Yo...
No le creas. Le llaman Zalamero y eso quiere decir "mentiroso".
El hombre dio un paso más hacia ella y su sombra la cubrió por completo. Seguía sonriendo, pero el gesto parecía ocultar algo.
—No le creo... —dijo Julieta, vacilante. El hombre no se movió, pero ella percibió de inmediato que sus palabras acentuaban el rictus de la sonrisa. Volvió a decirlas, con más fuerza en esa ocasión, tal como se lanza una roca al agua a la espera de que provoque ondas—. No le creo. Usted miente.
—Yo nunca miento, Julieta.
La niña dio un paso hacia atrás.
—¿A dónde vas? —preguntó el hombre—. Tus padres te están esperando.
—Zalamero.
El hombre abrió la boca por la sorpresa y su inmovilidad pareció detener todo a su alrededor, incluida a Julieta. Pero de pronto, la voz que la guiaba volvió a hablar.
Huye.
Obedeció antes de que el Zalamero pudiera intentar atraparla y comenzó a correr, sin mirar atrás. Sus piernas estaban adoloridas, pero no le importó. Tenía que correr y lo hizo, más fuerte que nunca.
Torció varias veces a derecha y a izquierda, por calles y pasajes desconocidos. Tuvo suerte de no ir a parar a ninguno que no tuviera salida o caerse por la irregularidad de las veredas o toparse con algún tanque. Corrió hasta que una punzada en el costado de abdomen la obligó a parar. Lo primero que hizo fue mirar hacia atrás y no vio a nadie, a pesar de que se fijó en todas las sombras cercanas. Al parecer, el tal Zalamero no había logrado alcanzarla.
Cuando su respiración se calmó un poco, intentó identificar dónde se encontraba. A media cuadra de distancia vio una pequeña plaza y al otro extremo, donde terminaba la calle donde se encontraba, distinguió una avenida. Caminó hacia ella sin dejar de estar alerta , temiendo encontrarse con su perseguidor en cualquier momento.
Llegó a la avenida y miró más allá de ella. Lo que vio le hizo dar una exclamación de sorpresa. En su huida había ido a parar nada menos que al río Mapocho.
Por la calle no se veía ni un auto, así que la cruzó. Al otro lado se alzaban unas torres de agua y otra plaza a la derecha. Se dirigió hacia ella. Allí seguramente encontraría una banca donde descansar. Necesitaba sentarse aunque fuera unos minutos, luego podría concentrarse en el resto de sus problemas y decidir qué tan dispuesta estaba a orinar escondida detrás de un árbol.
Alcanzó la plaza y se dejó caer en la banca más cerca, aunque antes se fijó en que estuviera de frente a la calle por la que había llegado. Así vería si alguien, si él, se acercaba.
Ya sentada, dio un suspiro de agotamiento. Una parte de ella quería echarse y dormir, olvidándose de todo hasta el día siguiente, pero incluso en su estado sabía muy bien que eso sería una insensatez. Seguía sin estar en un lugar seguro. Así que siguió sentada y con los ojos muy abiertos. Estaba pensando en satisfacer sus necesidades básicas cuando sintió una presencia a su espalda.
Se le erizaron los vellos de la nuca y a punto estuvo de orinarse encima. Con una mezcla de miedo y rabia, se giró para ver quién la observaba.
—No te sulfures —dijo una voz aguda, de niña, mientras se giraba. Al verla, Julieta abrió la boca, demasiado cansada para entender qué podía significar la presencia de esa pequeña mendiga que vestía una chaqueta gris que le quedaba al menos cinco tallas grande, pantalones de mezclilla doblados varias veces y un gorro raído con visera y orejeras. La desconocida pareció entender la expresión de Julieta como confusión linguística, porque se apresuró en explicarse—. "Sulfurarse" significa enojarse. Eso me dijo el Librero.
—¿Quién eres?
La niña sonrió. Tenía las mejillas con mugres y algunos mechones de pelo tieso a cada lado de la cara. Aún así, su sonrisa hizo sentir a Julieta mucho más segura que la sonrisa pulcra del Zalamero.
—Polilla.
—¿Polilla?
—Así me llamo.
—Eh... Eso es raro.
—Pero es mi nombre: Polilla. Y él se llamada Sonámbulo. —Se apuntó a un bulto en el pecho, algo que se removía en un bolsillo de la chaqueta. Julieta frunció la cara con asco cuando vio un hocico asomarse y olisquear.
—¿Es una rata?
—Es Sonámbulo.
—Y tú eres Polilla.
—Sí.
—Ya. Yo me llamo Julieta.
La niña volvió a sonreír.
—Yo sabía. Julieta, de Romeo y Julieta. El Librero me dijo que era un libro de Shakespeare.
—¿Quién es el Librero?
Pero la tal Polilla ya no la miraba. Tenía los ojos clavados en la calle por la que Julieta había llegado solo un par de minutos antes.
—Tenemos que irnos.
Con rapidez, rodeó la banca y tomó la mano de Julieta. Tenía un agarre muy fuerte y sin dificultades tiró de ella.
—Espera, espera —exclamó Julieta—. ¿Dónde vamos?
—A casa. Donde él no te pueda encontrar.
Julieta sintió un escalofrío, el enésimo de la noche.
—¿Él? —preguntó, aunque no necesitaba hacerlo—. ¿Quién es él?
—El Zalamero. Vamos donde no te pueda volver a encontrar.
Se puso a correr, tirando de Julieta. Esta, demasiado aturdida para resistirse, se dejó llevar. Ya no le importaba, mientras hubiera una cama, un baño y comida.
GRACIAS POR LEER :)
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