CAPÍTULO DIECISÉIS
12 de septiembre de 1973, Santiago.
Julieta siguió al trote a Polilla hacia el primer piso del Nido, agradeciendo su nueva ropa. Aunque, siendo precisos, era posible que el adjetivo "nueva" le quedara grande. Pero dada su situación, no tenía intenciones de ponerse quisquillosa. Lo importante era que sentía una nueva libertad que con el uniforme de falda y blusa era casi imposible percibir. Incluso tuvo la esperanza de ahora sí ser capaz de seguirle el ritmo a su amiga sin demasiados problemas, en especial gracias a las zapatillas de lona que Morena le había entregado cuando estuvo bañada, vestida y peinada. Le quedaban un poco grandes y había pasado mucho tiempo desde que habían podido describirse como amarillas. Ahora eran más bien de un color que mediaba entre el marrón y el naranjo. Cuando preguntó de quién eran, le respondieron "de cualquiera que las necesite".
A pesar de que las zapatillas y de la facilidad para moverse que le prodigaba el buzo rojo, Polilla la venció en velocidad sin mayores dificultades. De hecho, la niña saltó desde el antepenúltimo escalón y aterrizó con los dos pies juntos, sin que apenas se moviera su gorro. Segundos después, Julieta la alcanzó.
Fue entonces que escuchó las voces masculinas provenientes de la cocina. Una destacaba sobre las otras, potente y ronca, siempre cercana al grito o la exclamación. A ella le respondían otras dos que ya conocía, la de Pitilla, algo nasal, y la de Panza, un poco ahogada, como si hablara con la boca llena. Mientras caminaban hacia la cocina, Julieta percibió otra voz que no pronunciaba más que monosílabos. Antes de asomarse al umbral junto a Polilla, supo que esa cuarta persona era el Capitán.
No se equivocó, aunque aún tardara algunos segundos más en ver su rostro. El hombre estaba sentado de espaldas a la puerta, así que la niña no pudo estudiar más que el largo de su cabello negro como el carbón, el verde de su chaqueta con capucha y el largo del brazo derecho, que en ese momento colgaba lánguido junto al cuerpo. A su lado, un hombre moreno y barbón, de cejas espesas, hablaba haciendo expresivos movimientos con las manos. Fue el primero en verlas, clavando en ellas una mirada intensa y divertida.
—Cabo Polilla —espetó con tanta potencia que las palabras casi se asemejaron a un rugido—. Cuádrese.
Ante su orden, la niña se irguió y, muy tiesa, se llevó la mano derecha a la frente en un saludo militar. En esa postura y con su gorro, parecía un soldado ruso en miniatura.
—Buenas tardes, Sargento Quiltro —dijo en un tono muy similar al del hombre, quien ya le había respondido el saludo.
Panza y Pitilla intercambiaron una sonrisa, pero Matrona, que contemplaba la escena de reojo a pocos pasos del horno, rodó los ojos. En ese momento, no había nadie más en la cocina, y por primera vez Julieta se sintió por completo una espectadora, casi invisible en medio de una escena que parecía repetirse con regularidad.
—Descanse, cabo, y presente su informe.
Polilla se relajó un poco antes de comenzar a soltar un pequeño discurso con su habitual apresuramiento.
—Situación controlada, Sargento. Civiles cumpliendo sus funciones sin complicaciones.
—Noto la presencia de un nuevo civil.
El hombre observó a Julieta con una sonrisa asomando a la boca. A pesar del gesto, este quedó inmóvil bajo su escrutinio.
—Una nueva recluta, Sargento.
—¿Recluta...?
—Ella es de quién te hablé, Capitán.
Como si de proyecto de estatua hubiera pasado a un ser humano real, el hombre de la chaqueta verde se giró hacia ellas. El movimiento demoró largos segundos, o eso le pareció a Julieta. En lo que Capitán tardó en clavar los ojos en ella, pudo estudiar su perfil, el trazo de su frente amplia y la nariz pequeña, el largo de las pestañas. Con esos detalles, apenas se sorprendió cuando las iris verdes del hombre la contemplaron con fijeza.
Pasados unos segundos de escrutinio, Capitán se giró hacia Polilla. Esta había perdido toda intención de seguir jugando. Cuando le habló, Julieta sintió que lo hacía como si de pronto hubiera crecido diez o quince años.
—Ella es Julieta, Capitán.
—Regla número uno, cabo: nunca llamar a los civiles por su nombre.
—Pero es que ella...
—Me llamo Julieta —dijo la aludida, logrando que Capitán la mirara de nuevo.
—Me dijeron que buscas a tus padres. —Con un fluido movimiento, Capitán dispuso la silla para poder hablar más cómodamente con Julieta. Esta tragó saliva, intentando no desviar los ojos hacia el suelo o hacia cualquier otro lugar menos interesante de mirar—. ¿Desaparecieron ayer?
—No desaparecieron... Se perdieron.
A su alrededor se hizo un silencio y de pronto, incluso Polilla la contemplaba con sorpresa.
—Bien —murmuró Capitán. Su voz, que Julieta ya conocía desde esa misma mañana, estaba cargada con un leve tono de disculpa—. Se perdieron. ¿Fue ayer?
Ella asintió.
—No fueron los únicos que desapa... —Quiltro, el hombre moreno sentado junto a Capitán, se detuvo a media frase, avergonzado—. Que se perdieron.
—La Flaca —dijo Julieta. Nuevamente todos traslucieron un mudo asombro—. Usted y la Matrona hablaron de ella hoy... yo me estaba haciendo la dormida.
Los labios de Capitán se estiraron en un gesto que pudo haber pasado por una sonrisa, pero que no lo era. Con la uña del pulgar, se rascó una ceja.
—Mejor hablemos de tus padres en un lugar más tranquilo. Matrona tiene que cocinar y no le gusta que ronden muchos por aquí mientras lo hace. Llévala donde Librero, Polilla.
La niña dudó un instante, el suficiente para que Quiltro alzara una ceja.
—Proceda, cabo.
—Sí...
Tomó a julieta de la manga de la polera azul, que cubría el brazo de la niña hasta el codo, y con un gesto apremiante de cabeza, le indicó que la siguiera.
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Librero no les puso mucha atención cuando llegaron. Parecía incluso más sumido en sus libros que en la visita anterior, así que cuando Polilla le informó que Capitán las había enviado, el hombre solo se ajustó sus lentes cuadrados y de marco negro, y volvió a esconder la cabeza tras la pila de libros que le servían de parapeto.
Julieta sentía un cosquilleo de impaciencia, así que se movió por el lugar con timidez. Como su padre era profesor de historia en la universidad, estaba acostumbrada a tener libros cerca, la mayoría grandes, pesados y con hojas amarillentas. Tampoco le eran extraños los mapas, ni el olor a tinta. Es más, dentro de toda la extrañeza de cada rincón del Nido, el ático era, a pesar de lo que poco que había pasado allí, el que más le recordaba a su casa. Caminó entre los montones de volúmenes, leyendo algunos de los títulos, mientras Polilla sacaba a Sonámbula de entre su ropa y la alimentaba con migas que, al parecer, había encontrado en uno de los profundos bolsillos de su chaqueta.
De pronto, la niña alcanzó el punto donde Librero escribía y leía, inclinado sobre una tabla de madera cubierta de papeles y tomos abiertos. Frente a este, tal como hace unas horas, vio algunos mapas y textos pegados en la pared inclinada del ático. En medio de ellos, destacando por el tamaño, había el mapa con la leyenda SANTIAGO DEL NUEVO EXTREMO. Julieta lo observó, la cabeza ladeada hacia la izquierda. Había visto antes mapas del Santiago antiguo. Su padre le había enseñado que esas pequeñas cuadrículas eran ideas de los españoles, que tenían una forma muy clara de construir las ciudades. También le había señalado el largo trazo del Mapocho, los cerros Santa Lucía y el San Cristóbal. Haciendo memoria, le parecía recordar que algunos de esos mapas llamaban a la capital de Chile Santiago de la Nueva Extremadura. No era un nombre tan distinto al del mapa de Librero. El problema era que ese mapa no mostraba la cuadrícula interminable idea de los españoles, sino un óvalo central del que partían varias líneas, algunas hacia el Mapocho, otras hacia los cerros cercanos. Algunas, incluso, no llegaban a ningún lado, sino que se detenían de pronto en el tono cetrino del papel. El centro del territorio dibujado lucía como un ojo o la cabeza torcida de un calamar.
Escuchó pasos subiendo hacia la trampilla y de pronto apareció Capitán seguido de Quiltro. El primero mostraba la misma expresión pensativa que en la cocina, pero en el segundo se había producido un cambio. Ya no sonreía, ni con la boca ni con los ojos, y al ver a Polilla cerca de la entrada, sentada en el suelo y con un libro entre las manos, no le digirió ningún saludo militar.
—Librero —dijo Capitán, metiendo sus manos en los bolsillos de la chaqueta—. Ya llegamos.
El aludido volvió a desatender sus libros, pero en esa ocasión su interés por quienes lo interrumpían era auténtico. Incluso se puso de pie, ajustando nuevamente sus lentes para luego frotar sus manos en un gesto de impaciencia y ansiedad.
—¿Lo encontraron?
Capitán se giró hacia Quiltro. Este asintió antes de rebuscar dentro de su chaqueta, que era de cuero muy viejo, hasta dar con un pequeño libro de tapas duras. La cubierta era de color marrón y estaba desgastada en los bordes, tanto del lomo como de las tapas. Julieta, que no era experta en libros aunque estaba acostumbrada a tener muchos a mano, supuso que era bastante viejo. Quiso leer el título cuando Quiltro estiró la mano para entregárselo a Librero, pero este último lo tomó y lo atrajo hacia su rostro con tanta rapidez, que este no fue más que un borrón frente a ella.
—Nos costó lo nuestro, pero al fin lo logramos —murmuró Quiltro, sonriendo con orgullo. El problema es que Librero no lo escuchaba. Había abierto el libro y revisaba las páginas con avidez—. No nos agradezcas tanto...
—Déjalo. Ya sabes cómo se pone. —Capitán sonrió y al hacerlo Julieta fue consciente de lo joven que era—. Eso sí, Librero, por cómo están las cosas afuera no vamos a poder seguir buscando tus libros. Las Memorias esas que nos pediste van a tener que esperar...
Librero asintió, la nariz tan pegada en la hoja que estudiaba que su voz sonó ahogada. Julieta por fin pudo despegar la mirada del hombre y buscó a Polilla, que contemplaba la escena con unas evidentes ganas de reír.
—Necesitamos hablar algo con esta niña —continuó Capitán—. Podemos hacerlo aquí, supongo.
En esa ocasión, Librero no hizo ningún gesto. Lo habían perdido por completo, así que Capitán le hizo una señal con la mano a Julieta para que se acercara. Ella obedeció, sintiendo que a cada paso la ansiedad hacía removerse con más fuerza lo que tenía dentro de su estómago.
—¿Qué libro es? —preguntó cuando llegó junto a los hombres.
—"El túnel de los Jesuitas" o algo así...
—"El subterráneo de los Jesuitas" —rectificó Capitán, yendo a sentarse sobre una pila de libros cerca de Polilla.
—La misma cuestión. ¿Cómo te llamabas, niñita?
Julieta dio un respingo de sorpresa antes de decir su nombre.
—¿Julieta qué? —le preguntó Capitán.
—Julieta Cárdenas.
—¿Cómo terminaste aquí?
La niña buscó el apoyo de Polilla, quien a su vez la observó como si también quisiera una respuesta. Como si fuera la tercera interrogadora.
—Eh... Yo... perdí a mis padres... ayer.
—¿Cómo?
Capitán pestañeó, tan calmado que Julieta sintió que su frente se llenaba de sudor. Ni siquiera cuando le tocaba leer frente a toda la clase se sentía así.
—Me escapé del colegio —comenzó tras respirar hondo—, porque toda la gente estaba rara... Llamaron a los papás para que nos fueran a buscar, pero los míos no llegaron... Me fui a la casa y no había nadie en la calle...
—¿A qué hora fue eso?
—No sé... En la mañana.
—¿Pudiste llegar a tu casa?
—Sí.
—¿Y tus papás no estaban ahí?
—No... Esperé, pero no llegaron... —Julieta se miró las manos y también las puntas de las zapatillas prestadas que llevaba puestas—. Me quedé dormida y no llegaron.
—¿Los saliste a buscar?
—No...
Fue Quiltro quien hizo la siguiente pregunta.
—Entonces, ¿por qué te fuiste de tu casa?
—Porque entraron a mi casa...
—¿Quiénes? ¿Los milicos?
—No... no sé...
Capitán y Quiltro intercambiaron una mirada. Atrás de Julieta se escuchaban unos murmullos provenientes del rincón ocupado por Librero. Al parecer la emoción por su nueva lectura lo hacía hablar solo.
—¿Y de ahí llegaste acá? —preguntó Capitán, los brazos cruzados sobre el pecho.
—Polilla me rescató del...
—¡De un auto! —gritó en ese instante Polilla, casi saltando de su puesto. Todos la miraron, los hombres con curiosidad, Julieta con el ceño fruncido—. Casi la atropellan y yo la rescaté.
—Entiendo.
Durante los segundos que tardó Capitán en volver a hablar, Julieta miró a Polilla con insistencia, pero la niña no se giró hacia ella. Más bien parecía estar escondiéndose cada vez más bajo su gorro con orejeras.
—¿Qué hacen tus padres, Julieta?
—Mi papá es profesor en la universidad.
—¿Sabes en cuál universidad?
—La Universidad de Chile.
Capitán pareció tensarse en el puesto y Quiltro, de pie cerca de su compañero, mostró su propia incomodidad por medio de un carraspeo. Julieta tragó saliva.
—¿Cómo se llama?
—Raymundo... Raymundo Cárdenas.
—¿Y tu mamá?
—Daniela... —La niña dudó un momento antes de preguntar lo que tenía en la punta de la lengua—. ¿La Flaca también se perdió ayer?
Capitán apretó los labios.
—Sí. Salió ayer a hacer algunas cosas... Temprano. No volvió.
—La vamos a encontrar, Capitán —murmuró Quiltro—. Y tus papás también van a aparecer, niña.
—¿Ustedes los van a buscar?
Quiltro hizo un gesto evasivo, pero Capitán, tras ponerse de pie, respondió con voz firme:
—Sí. Ahora tenemos cosas que hacer. —Caminó hacia la trampilla, pero se detuvo tras pocos pasos—. Oye, Polilla... ¿A qué hora encontraste a Julieta?
—Eh... Tarde.
—Ya hablamos de eso. No tienes que salir de noche. Menos ahora.
—¡Es que era importante!
—Te pudo haber pasado algo. La próxima vez le voy a decir a la Matrona que te ponga a dormir con ella.
—¡No!
Capitán le dio la espalda, pero Julieta alcanzó a ver que sus ojos brillaban divertidos. Quiltro, por su parte, negaba con la cabeza, aparentemente decepcionado.
—Está bajo probación, cabo —dijo en dirección a Polilla—. Sea un buen ejemplo para la nueva recluta.
—Sí, sargento.
Polilla, cabizbaja, los vio desaparecer por la trampilla en silencio y una postura que indicaba pesadumbre. Pero apenas esta se cerró, se levantó de un salto y fue hacia Julieta, a quien tomó por los hombros para hablarle lo más cerca posible.
—Nunca hables del Zalamero. Nunca.
—Pero...
—¡Nunca!
Julieta, con una mezcla de miedo y sorpresa, asintió. Cuando Polilla la soltó, se decidió a preguntar.
—¿Por qué no puedo...?
—El Zalamero es un secreto —murmuró Polilla—. Un secreto entre tú y yo.
—Pero... ¿Quién es? ¿Tú sabes quién es?
A su espalda se escucharon pasos y luego una voz.
—No, no sabemos... —dijo Librero. Ambas niñas miraron al hombre, que por primera vez lucía por completo despierto y atento a ellas—. Pero lo estamos averiguando.
Julieta buscó la confirmación en su amiga y esta se encogió de hombros.
—Bueno... Un secreto entre tú, yo y Librero...
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16 de septiembre de 1996, Santiago.
Cuando Zacarías sacó los lentes de marco negro y se los puso, Ezequiel no pudo evitar reírse. Es que su hermano se veía ridículo, aunque solo un poco más ridículo de lo que se veía él con ese gorro viejo, con orejeras y pequeña visera. Olía un poco mal y parecía haber tenido muchos colores a lo largo del tiempo, pero desde que lo vio no había podido quitarle las manos de encima, como si lo conociera desde antes. Con él parecía un niño disfrazado de soldado de la Segunda Guerra Mundial, específicamente uno del frente oriental. El hecho de que supiera distinguir el frente oriental del occidental en la Segunda Guerra Mundial le demostró que oía con mayor atención de la que pretendía a Agustín cuando hablaba de sus obsesiones históricas. Aún así, no se quitó el gorro; al contrario, se lo ajustó bien en la cabeza y así siguió rebuscando en el baúl. Por lo menos hasta estallar en risa cuando vio a Zacarías con los lentes a los que les faltaba un cristal.
—¿Cómo me veo? —le preguntó su hermano, bizqueando.
—Ridículo.
—Envideoso... ¿Cómo me veo, Lear?
—No te ves mal —dijo Lear, que estaba a pocos pasos de distancia, estudiando con atención unos libros.
Apenas le había echado un vistazo al niño, pero a ese no le importó ese pequeña detalle.
—¿Puedo quedármelos?
—Sí, claro.
—¿Y yo puedo quedarme el gorro? —preguntó Ezequiel.
Lear en esa ocasión sí levantó la cabeza y lo observó. Su mirada se posó en el gorro durante unos segundos antes de asentir. Ezequiel alzó una ceja cuando el hombre volvió a sus libros. Mientras su hermano seguía rebuscando en el baúl, él decidió que había llegado el momento de resolver algunas dudas. O intentarlo al menos.
—¿De quién son estas cosas?
—No lo sé.
—Pero, ¿de dónde las sacó?
La respuesta no llegó de inmediato y Ezequiel estaba aprendiendo que esa era la forma muda que Lear tenía para indicar ignorancia o, tal vez, prepararse para mentir.
—Del túnel —respondió al fin. Esa era justo la respuesta que Ezequiel esperaba.
Porque claro, ellos ya sabían que Lear había traído el baúl por el túnel. Le habían visto hacerlo. Cuando ellos bajaban la escalera del interior del edificio circular, el mendigo recorría los últimos metros del oscuro pasaje. No jadeaba ni sudaba por el esfuerzo, aunque el bául se veía y era pesado, ya que estaba hecho de madera y en su interior tenía varios objetos, la mayoría libros, pero también ropa y zapatos. Apenas parecía sentir cansancio, pero sí mostró sorpresa cuando vio a los dos hermanos parados en el borde del círculo de luz, mirándolo con interés. Desde ese momento había pasado una media hora, durante la cual Zacarías y Ezequiel se habían dedicado a revisar todos los objetos que no fueran libros con el permiso de Lear.
Faltaba poco para que tuvieran que irse y, por ende, quedaba poco tiempo para hacer preguntas. Sobre todo si las respuestas a esas preguntas eran tan evidentes como la última.
—¿Y a dónde lleva el túnel?
Vio que Lear torcía un poco la cabeza, incómodo.
—No puedo decirte eso.
—¿Por qué no?
—Porque es peligroso.
—¿Y las cosas del baúl no son peligrosas?
El mendigo lo pensó unos segundos.
—No. Solo son recuerdos.
En ese momento, Lear dejó el libro que había estado estudiando a un lado y pasó al siguiente. Su espalda se tensó al leer el título y, al contrario de lo que había hecho antes, no lo hojeó. Solo acarició con delicadeza la tapa de color marrón envejecido.
Junto a Ezequiel, Zacarías logró por fin quitarle el cristal a los lentes, por lo que cuando volvió a ponérselos ya no bizqueaba.
—Tenemos que irnos —le dijo, sonriendo porque el niño no se veía ridículo. Solo se veía mayor.
—¿Tan pronto?
—Si no nos vamos ahora nos van a retar.
—Bueno...
Lear se puso de pie para despedirlos. En las manos llevaba el libro que tan extraña reacción le había provocado. Ezequiel intentó leer el título, pero no pudo hacerlo del todo. Solo logró reconocer una palabra: "subterráneo".
—¿Vendrán mañana? —les preguntó el hombre con un proyecto de sonrisa en los labios.
—Sí.
—Bien. —Estiró la mano y la puso sobre la cabeza de Ezequiel, ajustando mejor el gorro—. Te queda bien.
—¿Mejor de lo que a mí me quedan los lentes?
—No. Los dos se ven bien.
Zacarías se fue muy alegre hacia la escalera y Ezequiel, tras un instante, lo siguió. De pronto se detuvo. Una certeza, que era palabra e imagen al mismo tiempo, lo hizo girarse hacia el mendigo.
—Polilla. Así llamaban a la niña que llevaba este gorro.
Lear lo contempló con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasó con ella?
—Se perdió —respondió Ezequiel sin siquiera pensarlo.
GRACIAS POR LEER :)
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