CAPÍTULO CUATRO
11 de septiembre de 1973, Santiago
Julieta dio un par de pasos hacia el interior del almacén y al hacerlo sintió como si algo la hubiera engullido. El interior de esa boca enorme era más cálido que el exterior y lo suficientemente oscuro para que tardara unos cuantos segundos en recuperar por completo su visión. Se quedó de pie e inmóvil junto al umbral y en esa posición, antes de poder ver con normalidad, la asaltaron un sinfín de olores: primero percibió los productos de limpieza, entre el que destacaba el detergente que su mamá le echaba a la ropa, el betún para zapatos y el cloro; luego llegaron los de alimentos como la harina, la chancaca, la leche, la mantequilla y el café. Su olfato de niña incluso tuvo el buen instinto de identificar, entre todos los demás olores que ingresaban por su nariz, el sugerente aroma de dulces aún sin identificar y la aún más exquisita esencia del chocolate.
Para cuando había parpadeado lo suficiente y sus ojos se habían acostumbrado a la leve luz del interior, paseó la mirada para poder identificar dónde estaba cada cosa y, más importante aún, para ver dónde estaban los luces. No lo supo hasta ese momento, pero tenía hambre. No el tipo de hambre que provoca un vacío y ruiditos extraños en el estómago, sino de la que hace añorar algo rico que llevarse a la boca.Pero sus ojos le mostraron una escena que al principio la chocó: en las estanterías ubicadas tras el mesón apenas habían cosas. Vio cinco cajas de té, un par de tarros de café, frascos de vidrio que deberían haber contenido los dulces que hace unos segundos había olido o alguna otra clase de alimentos. Los frascos, sin embargo, estaban vacíos, al igual que la mayoría de las estanterías.
Tampoco había nadie y si no hubiera sido por el lejano murmullo de la radio, Julieta se habría sentido tan sola como en el exterior. Se acercó al mesón y se apoyó en él, tratando de pensar. El miedo se estaba acrecentando en su estómago y el dolor en la garganta que sentía era el presagio de algo que le parecía mucho peor que el simple miedo: la niña tenía ganas de llorar.
—¿Aló? —dijo con un hilo de voz. Necesitaba ver a alguien, a quien fuera. Pero nadie vino. El lugar parecía haber sido abandonado por su dueño o dueña sin previo aviso, tal como las calles o tal como ella había sido abandonada por sus padres. Los ojos se le llenaron de lágrimas y para evitar echarse a llorar, llamó de nuevo, esta vez casi gritando—: ¡¿Aló?!
Escuchó un ladrido y de pronto un pequeño y peludo perro apareció por debajo de una puerta batiente tras el mesón. Se abalanzó hacia ella e intentó trepar por sus piernas, lleno de energía. Julieta se agachó para acariciarlo, sonriente. No era lo que esperaba al llamar, pero aún así lo agradecía. El perro, parado en sus dos patas traseras y apoyando las delanteras en los hombros, le lamió la cara.
—¡Napoleón, abajo!
Julieta y el perro miraron hacia el lugar de donde provenía la voz. Desde el umbral de la puerta los observaba a su vez una mujer de avanzada edad, con el pelo grisáceo sujeto en un puño alto y la cara arrugada. La niña, al ver su expresión de desagrado, pensó que estas últimas se debían a algo más que los años de vida. Su madre siempre decía que la gente que se enojaba por todo envejecía más rápido.
Se puso de pie y el perro, perdida ya su alegría, se acercó a su dueña.
—¿Qué quieres, niña?
—Quiero llegar a mi casa... pero no sé cómo.
—Eso no es problema mío... —Estaba a punto de darse la vuelta cuando, de repente, miró a Julieta con renovada atención—. Tu cara me suena.
La niña dibujó una sonrisa amable o al menos lo intentó.
—A veces venimos a comprar aquí con mi mamá.
Con el ceño fruncido, la mujer la observó. Era la viva imagen de alguien que intenta recordar algo. Cuando por fin encontró lo que buscaba en su mente, en su boca apareció un gesto que Julieta no supo interpretar.
—La del pelo claro es tu mamá. La rubia y crespa.
La niña asintió.
—Y tu papá es uno barbón. Que siempre anda con un bolso de cuero colgado del hombro.
—Sí...
La anciana asintió con una sonrisa torcida.
—¿Tienes hambre?
Julieta estuvo a punto de decir que no, por cortesía. Su mamá le decía que nunca pidiera nada a un desconocido, pero ni esa mujer era por completo una desconocida ni ella había pedido algo. La pregunta que le hacían era casi un ofrecimiento o al menos eso creía.
—Sí, un poco.
—Pasa. Para que comas algo.
Sin esperar su respuesta, la anciana se internó de nuevo en la casa y el perro la siguió con la cola caída. Julieta se removió inquieta en el puesto. Se reacomodó su bolso de cuero, que a petición suya se parecía al de su papá, con las únicas diferencias que el del hombre era mucho más viejo y no tenía correas para colgárselo de los dos hombros como el suyo. Pero puestos uno al lado del otro y olvidando esas diferencias, parecían casi iguales, como un padre y su hijo. Como Julieta y su padre, de quien había sacado el pelo más oscuro y la nariz con el puente levemente levantado, además de unas manos de dedos largos y delgados.
Se preguntó qué haría él en su lugar. O su madre, que solía decirle que nunca entrara en un lugar desconocido sin ella. El problema era que ninguno de ellos estaba allí y la dueña de ese almacén podía ser quien necesitaba para reencontrar el camino a casa.
De modo que siguió a la mujer, colándose por debajo del mesón e internándose en la casa. El sonido cada vez más definido de la radio la acompañó paso a paso por un largo pasillo más oscuro incluso que el almacén. Solo vio una puerta entornada y tras mirar con curiosidad por la rendija concluyó que era la cocina o tal vez un baño. En las paredes vio varios cuadros viejos y llenos de polvo. Uno le llamó en especia la atención y tardó unos segundos en entender el por qué: mostraba a un hombre casi al centro, vistiendo un pantalón blanco y uno de esos sombreros raros que se extendían hacia los costados. A su espalda alguien flameaba una bandera de Francia y frente a él muchos hombres lo aclamaban. De pronto reconoció al hombre, porque su papá le había contado un poco sobre él y le había mostrado cuadros parecidos. Era Napoleón.
—¿Dónde estás, niña?
Julieta dio un respingo y se apresuró a llegar al final del pasillo. Fue a parar a una habitación amplia, donde un sillón largo y dos pequeños rodeaban una mesa de centro llena de marcos plateados con fotografías. En la pared opuesta habían dos puertas más y, entre ambas, se alzaba un mueble grande con platos y tazas que lucían frágiles. La única luz provenía de una ventana pequeña ubicada a la derecha y cubierta parcialmente por cortinas pesadas de color rojo. Tal vez debido a eso la niña se sintió por un instante como en un lugar escondido bajo tierra.
—Siéntate ahí. Te voy a traer algo para comer.
La mujer le había señalado uno de los sillones pequeños y julieta la obedeció de inmediato, sentándose sin siquiera quitar antes el bolso de la espalda. El cojín del sillón parecía estar compuesta por una masa que se compactaba en algunos sectores, mientras en otros se hundía. Tardó algunos segundos en sentirse medianamente cómoda, tiempo en que la anciana la dejó sola para dirigirse a la la puerta ubicada en el pasillo de entrada. Era la cocina, pensó Julieta.
Miró a su alrededor, fijándose en los adornos desperdigados por las distintas superficies. La mayoría estaban hechos de cerámica, pero también había algunos de madera o metal. Se quedó contemplando uno que era un busto metálico de un hombre que tardó en reconocer.
—Bernardo O'Higgins —susurró, como si estuviera respondiendo a la pregunta de una profesora. Recordó lo que decía su padre sobre el prócer, cada vez que la niña le preguntaba algún dato para sus tareas: que era uno de los mayores idiotas de la historia de Chile.
Julieta se rió hasta que se dio cuenta que el perro la miraba desde el otro lado de la mesa de centro llena de fotografías. El animal había perdido todo su anterior entusiasmo y ahoa la observaba con aire alerta, como si la vigilara. Inmóvil, parecía otro de los adornos de la mujer, solo que peludo y más grande que los otros. Ella no era especialmente inquieta, ni solía romper cosas a su alrededor, pero dado los modales un tanto bruscos de la anciana y la expresión acusadora de su mascota, se encogió en el sillón, decidida a moverse lo menos posible para así no tocar nada.
Escuchó pasos a su derecha y se volteó justo a tiempo para ver a su anfitriona caminando hacia ella con una bandeja con un plato humeante y un vaso con agua.
—Sácate ese bolso, niña. Vas a quedar chueca sentándote así.
La mujer se quedó a su lado mientras Julieta se quitaba el bolso con cuidado, para luego dejarlo a sus pies. La mesa, ubicada en una esquina de la habitación, ya estaba lista para ella, de modo que se puso de pie para ir a sentarse a la silla de madera y respaldo alto ubicada frente al plato. Al fijarse en la comida que debía comerse, su expresión no pudo evitar agriarse. Eran lentejas. Odiaba las lentejas.
Al levantar la mirada, se dio cuenta que la mujer la observaba.
—Gracias.
—Cómete todo. Mira que no están los tiempos para andar botando la comida. —Mientras hablaba, se sentó en una silla al otro lado de la mesa, con la clara intención de verificar que su orden fuera obedecida.
La niña reprimió un suspiro y levantó la cuchara. Cada vez que su mamá cocinaba lentejas, preparaba también un postre que sabía Julieta disfrutaría. El mensaje era claro: debía vaciar el plato, pero cuando lo hiciera habría algo delicioso esperándola. Supuso que ese día no tendría esa suerte. Como si no fuera suficiente con eso, cuando por fin probó las lentejas de la mujer, las encontró desabridas y aguadas. Sabía que no podía esconder su asco cuando lo sentía (su padre era igual), así que se concentró para que su rostro fuera lo más serio posible.
—Mmmmm... están ricas —mintió, sintiéndose de inmediato culpable. Se dijo, sin embargo, que aquella era una de esas ocasiones en que era mejor mentir que decir la verdad. Cortesía, lo llamaba su madre o eso creía.
—¿Dónde están tus papás?
Julieta tragó antes de responder.
—No sé... mi mamá debería haberme ido a buscar, pero no llegó.
—¿Y tu papá?
—En el trabajo.
—¿Dónde trabaja?
—En la universidad. Es profesor.
La mujer dejó de estudiarla durante unos segundos y frunció el ceño.
—¿Y ninguno de los dos llegó a buscarte?
Julieta creía que eso ya había quedado claro. Y si no, su presencia allí era explicación suficiente. Pero al parecer su anfitriona necesitaba que se lo volviera a decir, de modo que lo hizo. Luego de eso, ambas se quedaron en silencio, la niña concentrada en comer con poco entusiasmo el plato de comida que tenía al frente. Cuando se cansó de fingir que le gustaba el sabor de lo que se llevaba a la boca, decidió que era su turno de hacer preguntas.
—Señora... —la mujer reconcentró su mirada sobre ella—. ¿Usted sabe qué pasa? —No hubo respuesta a su pregunta, a pesar de que la mujer no se mostró sorprendida ni confundida. Julieta lo volvió a intentar—. En el colegio no nos dijeron por qué salimos temprano. Y en la calle...
—Un golpe de estado.
La niña no sabía lo que era eso, pero algo en las palabras en sí y en el tono con que fueron dichas que le dieron un escalofrío, como si la anciana hubiese nombrado a alguien malvado.
—¿Qué...?
—Atacaron la Moneda —dijo su interlocutora con tono neutro pero los ojos brillantes—. Los militares.
Julieta tardó unos segundos en comprender lo que significaba lo que le decía y es probable que no lo hiciera del todo. Aún así, imágenes de la Segunda Guerra Mundial vistas hace mucho en uno de los libros de su padre vinieron a su mente y aquello logró aumentar la incipiente sensación de vacío en el estómago. Las lentejas que ya había engullido parecían haber desaparecido de golpe, un efecto desagradable que la hizo torcer el gesto.
—¿Estamos en guerra? —preguntó con lentitud. Luego meditó un poco sobre las opciones que se abrían ante ella—. ¿Con los peruanos?
La anciana la observó con el ceño fruncido durante largos segundos, hasta que soltar una carcajada seca que retumbó en la casa, acentuando el vacío lleno de cosas inútiles que era como el sello del lugar. Julieta dio un respingo ante el sonido, pero lo peor no fue lo sorpresivo de la risa, sino lo que vino después.
—Nuestros militares atacaron la Moneda, niña. No los peruanos.
Julieta abrió la boca, como si las preguntas que habían aparecido en su mente estuvieran a punto de desbordar de ella. Pero luego la cerró, demasiado confusa para decir algo. Las respuestas de la vieja no la estaban ayudando a comprender lo que estaba pasando.
—Por fin se decidieron a sacar a ese comunista del gobierno. Mira cómo nos tiene: a punto de morir de hambre, con los almacenes vacíos... Desde que es presidente no han habido más que problemas. Por suerte no nos han bombardeado los gringos por tener a un comunista...
—¿El presidente Allende?
—El mismo. ¿De quién crees que estaba hablando?
Julieta clavó los ojos en el plato aún lleno hasta la mitad de lentejas. Ella sabía que habían problemas en el país, pero no creía que fueran demasiado graves. Era cierto que a veces su madre se demoraba mucho en volver con la compra y que cuando ella le preguntaba por qué, le la mujer le decía que había estado gran parte del tiempo en una fila larguísima esperando. Ella misma había estado en un par de ocasiones en una fila con su madre con el fin de conseguir leche en polvo o harina. Aquello no le había parecido un gran problema; hasta se había divertido con los hijos de otras mujeres que esperaban a comprar como ellas.
Sumado a eso, estaban aquellas conversaciones mantenidas por sus padres y sus amigos, otros matrimonios que iban a veces a cenar, para luego quedarse charlando hasta altas horas de la noche, creyendo que Julieta dormía. Jugando en silencio en la escalera, la niña los había oído hablar del país, del presidente, del congreso y "las oscuras fuerzas que no desean que el socialismo saque adelante al país". La niña no entendía muy bien a qué se referían con eso, pero supuso que lo que estaba pasando y lo que los adultos habían dicho durante los últimos meses tenían una fuerte relación.
—¿Ya no es presidente? —se atrevió a preguntar tras unos segundos con un hilo de voz.
—No, pero no le queda mucho. Está escondido en la Moneda como una rata. Si fuera más hombre ya habría renunciado. Antes de que algo así pasara.
—Pero... ¿por qué lo quieren sacar? Mi papá... —Julieta se sintió taladrada por la mirada de la anciana, pero aún así continuó—. Mi papá dice que es el mejor presidente que hemos tenido.
Su anfitriona sonrió, pero el gesto no tuvo nada de amable. Más bien recordaba a un animal furioso y hambriento.
—¿Tu padre dice eso? ¿Ese comunista?
—Mi papá...
—¿Crees que no lo he visto? Caminando por ahí con su barba, con su pinta de saberlo todo. Tu papito y sus amigos quemaban cosas antes de que su amado presidente llegara al poder. Desde entonces la gente como él, comunistas que quieren todo gratis, sin trabajarle un día a nadie, mandan acá y la gente trabajadora tiene que andar muriéndose de hambre.
—Mi papá trabaja...
—¿Haciendo qué? Dando clases para que otros sean comunistas como él...
—Tengo que irme a mi casa —murmuró Julieta, poniéndose de pie.
El perro, que no se había movido de su puesto de vigilancia junto al sillón, se adelantó unos pasos ante el movimiento de la niña y dio dos fuertes ladridos, agudos pero de todas formas agresivos. Julieta se giró hacia él al tiempo que se ponía pálida de miedo. Cuando miró de nuevo al frente, vio la mujer también se hallaba de pie.
—Ándate a tu casa, pero no encontrarás a nadie. Tus papás ya deben estar arrancando a Cuba para esconderse.
—No...
—Sí, sí, claro que sí. ¿Por qué crees que no fueron a buscarte? Ellos sabían lo que se venía. Todos lo sabíamos. Se sentía en el aire. Ahora todos van a arrancar como las ratas que son.
—Mentira. Está mintiendo...
—¿Alguna vez habían llegado tarde a buscarte?
Nunca, pensó Julieta. Pero eso no significaba que la hubieran abandonado. ¿Verdad? No entendía nada de lo que estaba pasando.
—Ahora estás sola, niña. Esos papás a los que tanto quieres te abandonaron.
La silla que Julieta ocupaba por poco choca con la pared cuando la niña la empujó para salir corriendo de allí. Debido a la prisa, olvidó tomar su mochila. Se acordó de ella cuando fue demasiado tarde, cuando sus piernas la había alejado de aquella casa y la había acercado, por fin, a la suya.
El miedo y el ansia por llegar embotaron su mente y si logró encontrar el camino fue gracias únicamente al instinto. Cuando faltaban dos cuadras para su casa, se detuvo un instante para recuperar el aliento y entonces reconoció las casas que la rodeaban. Supo que estaba cerca y casi de inmediato notó que no tenía su mochila. Su madre la retaría por eso, ya que allí tenía sus cuadernos y lápices, cosas que la mujer odiaba que perdiera. Pero ese pensamiento la detuvo por muy poco tiempo. Entendía que lo más importante era llegar a casa y que todo lo demás quedaba en segundo plano.
Dio un paso y luego otro, rogando en silencio poder ver a sus padres pronto. Estaba dispuesta a enfrentar todos los sermones, incluso a que la castigaran por una o dos semanas. Cualquier cosa con tal de verlos de nuevo. Cuando volvió de sus cavilaciones, se dio cuenta que caminaba muy lentamente, temerosa de lo que iba a encontrar. Apenas restaba una cuadra para su casa y las palabras de la mujer del almacén retumbaban en su mente.
No podía ser cierto, se dijo. Sus padres nunca la abandonarían, por nada del mundo. Eran buenos con ella, la querían y ella los quería a ellos. Eran un buen equipo, el tipo de equipo que se divertía juntos los fines de semana, nunca peleaban sobre qué película ver en el cine o qué parque visitar los domingos. Julieta siempre había temido que sus padres tuvieran otro hijo que trastocara todo eso, pero nunca se imaginó que el peligro residiera en otra parte, algo que ni ella ni sus padres podían controlar.
Vio su casa a pocos metros de distancia y aunque la suya era una calle animada, le bastó una mirada para darse cuenta que estaba tan vacía como las anteriores que había recorrido. Desde su huida del almacén de la anciana no se había topado con nadie. Tal vez todos estaban dentro de sus hogares, sus padres incluidos.
Los últimos pasos los dio al trote, ya imbuida por una impaciencia que la hacía temblar. Llegó a la reja de su casa y la empujó, recordando que su madre siempre la dejaba sin llave cuando estaba en casa, para así no tener que salir a abrirla cuando alguien venía de visita. Pero ese día, justo cuando necesitaba ese trozo de normalidad, esa pequeña muestra de que su madre estaba adentro, seguramente con la radio encendida para informarse de lo que estaba pasando, la reja estaba cerrada. Por más que lo intentó, por más que la empujó, la reja no pasó de estar cerrada a estar abierta.
Julieta sintió el llanto subiéndole por la garganta y en esa ocasión no sería fácil reprimirlo. Solo quería entrar en la casa, ver a sus padres y que alguno le explicara qué era lo que pasaba, qué era eso del ataque a la Moneda, qué pasaba con el presidente Allende, por qué las calles estaban tan vacías. Ni siquiera se fijó en la ausencia del auto de su mamá, que solía estar estacionado justo al frente de la casa.
No tenía llaves porque sus padres la consideraban muy joven aún para ese tipo de responsabilidades. Todo lo sucedido en las últimas horas, culminando con su mochila olvidada en la casa de una vieja maliciosa, parecía una prueba de que tenían razón. Pero ya era demasiado tarde para pensar en eso. Aunque no era de las niñas que escalaban árboles para divertirse y sin preocuparse por la integridad de su uniforme, trepó por la reja con cuidado de que ninguna de las puntas de metal de la cima se le clavara en alguna parte del cuerpo. Llegó al otro lado con todas las prendas de su atuendo desordenadas pero ilesa.
Ya dentro de los terrenos de casa, se fijó en las ventanas y notó lo oscuras que estaban y cómo no llegaba ni el más mínimo sonido del interior. La suya era una más de las decenas de casas por las que había pasado que parecía abandonada. Pero eso no quería decir que sus padres no estuvieran en el interior. Tenían que estar ahí, porque si no era así, Julieta no tenía idea de dónde buscarlos.
Se acercó a la puerta tras cruzar el pequeño pero verde jardín. A su madre le gustaba plantar, en especial si el resultado implicaba flores en primavera. Casi a mediados de septiembre, muchas de las plantas de su madre ya mostraban los primeras flores amarillas y rosadas. Julieta, al igual que su padre, nunca había mostrado mayor interés en ellas, pero el verlas en ese momento le subió el ánimo. Estaba en casa, se dijo, por fin estaba en casa.
Golpeó la puerta y tal como ella ya sabía que pasaría, nadie le abrió. Se quedó allí, esperando, pero por más que golpeó docenas de veces, ni su padre ni su madre apareció en el umbral. Estaba en casa, pero sola, sin menor idea de dónde se encontraban sus padres ni cómo encontrarlos. Se sentó frente a la puerta a seguir esperando, sintiéndose más desamparada que nunca. Aquel día sería el primer atisbo de algo que tardaría mucho tiempo en comprender del todo: había varias maneras de estar perdida. A veces se está perdido al no poder volver a casa. Otras, las menos, por ser el único miembro de tu familia que lo hizo.
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