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7

El amanecer deslizaba un gris perlado sobre las colinas, una luz tenue que prometía otro día gélido y desolador. La casa, envuelta en un silencio pesado, se negaba a dejar escapar los ecos de lo ocurrido la noche anterior. Ni siquiera el crepitar del fuego en la chimenea conseguía disipar esa atmósfera cargada de pensamientos no pronunciados.

En la cocina, Harriet, inclinada sobre el caldero colgado sobre las brasas, removía con meticulosa precisión las últimas patatas del desván. Su rostro, tenso y sombrío, revelaba el peso que cargaba desde la víspera. Cada tintineo de la cuchara contra el hierro parecía resaltar el vacío entre ellas.

Desde la ventana, Adeline observaba a su padre, encorvado sobre el gallinero. Revisaba los nidos con una insistencia que poco tenía que ver con las aves. Más que una tarea, parecía una excusa para evitar cruzar miradas. Ella entendía su evasión, aunque el nudo en su pecho no dejaba de apretarse cada vez que lo veía alejarse de cualquier confrontación.

Intentó concentrarse en la tarea frente a ella. Las medias sobre su regazo mostraban un desgarrón que exigía una atención precisa, pero sus manos no respondían. Las puntadas salían torcidas, irregulares, y los nudos aparecían sin control. No era solo la labor lo que la frustraba; era el caos que se arremolinaba en su mente. Cada vez que intentaba serenarse, las palabras de Jeremiah, volvían a colarse en su memoria, retumbando con insistencia: "La boda será en primavera." Aquella frase, dicha con tanta seguridad, seguía encendiendo en ella una chispa de indignación, ira, desconcierto y alivio, que le impedía pensar con claridad.

El constante trajinar de su madre junto al caldero y las sombras que se movían tras la ventana parecían llenar el espacio de una tensión difícil de soportar. Adeline percibía el juicio en cada rincón, una carga que la mantenía alerta, recordándole a cada instante lo que había provocado. Había fallado a quienes más amaba, imponiéndoles una vergüenza que no podían permitirse, y ahora se encontraba comprometida con un hombre al que apenas conocía, por el que no sentía afecto ni desprecio, solo un desconcierto que la mantenía en vilo.

Cada minuto que transcurría aumentaba su inquietud. No podía quedarse allí, prisionera de esa atmósfera cargada de reproches nunca pronunciados. Necesitaba salir, buscar un respiro lejos de esas paredes que solo avivaban su sensación de haberlo arruinado todo.

De pronto, se puso de pie con un movimiento repentino, casi involuntario. Las medias resbalaron de su regazo y quedaron olvidadas junto a la mesa. Tenía que salir, encontrar a Jeremiah y enfrentarlo. Exigirle una respuesta: ¿por qué había tomado una decisión tan precipitada sin preguntarla? ¿Por qué idear un plan tan absurdo antes de revelar su verdadera identidad? Se sentía torpe, desorientada, como si de repente todo lo que creía seguro se desmoronara a su alrededor. No sabía exactamente qué buscaba ni qué pasos seguir, solo que quedarse allí, atrapada entre sus propios pensamientos y las miradas de sus padres, era sencillamente imposible.

-Madre, voy a recoger algunas ramas en el bosque. Nos harán falta hasta que padre pueda ir a cortar leña.

Harriet se giró lentamente, sus facciones endurecidas por los años y el peso de demasiadas preocupaciones. Sus ojos la examinaron con esa mezcla habitual de desconfianza y reproche.

-¿Otra vez al bosque, Adeline? -su tono, bajo pero afilado, la hizo tensarse - ¿No bastan ya los problemas que nos han traído tus idas y venidas?

Adeline respiró hondo antes de responder, esforzándose por sonar firme:

-Nos harán falta si esta helada persiste. Serán solo las suficientes para el día.

Harriet apretó los labios, visiblemente insatisfecha, pero no replicó de inmediato. Tras un instante de duda, sacudió la cabeza con resignación.

-Que sea rápido. Y esta vez no olvides el haz de ramas -advirtió, volviendo su atención al caldero humeante.

Adeline no esperó más. Se acercó al perchero y tomó su capa de lana gastada, una cuerda y la pequeña cesta.

El aire helado la golpeó al cruzar el umbral, cortante y abrasador como un látigo. Adeline apretó el paso, ajustándose la capa al cuello y cubriéndose la cabeza, decidida a escapar lo antes posible de aquella casa cargada de reproches y expectativas incumplidas. No le preocupaba que alguien cuestionara su salida; mientras volviera con suficientes ramas para el fuego, nada se interpondría en su camino. Pero en el fondo sabía que esa no era la verdadera razón por la que había salido.

El bosque que se alzaba ante ella no era solo un refugio; hoy, era el escenario de una confrontación que ya no podía evitar. Jeremiah estaría allí, o eso esperaba, y esta vez no lo dejaría ir hasta que le diera respuestas. Necesitaba entender qué clase de hombre, o de monstruo, era realmente.

Las hojas secas crujían bajo sus botas, cada sonido como un eco en la quietud del paisaje. Avanzaba con paso firme, pero en su mente las palabras se entrelazaban y se repetían, como un mantra que no podía callar. No podía permitirse dudar. No esta vez.

Irrumpió en el claro, el aire helado mordiendo su piel mientras apartaba la maleza con brusquedad. El frío le calaba hasta los huesos, pero su furia era un fuego que la mantenía firme. Su mirada, llena de rabia contenida, se centró en la figura de la mansión, que se erguía imponente, tan fría y distante como su futuro. No podía esperar más. Ya no quería esperar.

-¡Jeremiah! -su voz cortó el silencio como una cuchilla, firme y llena de furia, pero no hubo respuesta.

Siguió avanzando, llamándole a gritos a su paso, hacia el camino de piedra que llevaba hasta la mansión. Su corazón latía en sus oídos mientras las paredes de su mente se cerraban sobre ella, empujándola hacia la confrontación. Las palabras que había ensayado en su cabeza ya no servían; algo más profundo y urgente la movía.

La verja estaba abierta, como si él esperara su visita. Adeline cruzó el umbral, dejando atrás los rosales que había admirado tantas veces, finalmente lo encontró al lado de un acebo

-¡Jeremiah! -su voz ahora era más baja, más controlada, pero igual de desafiante. Él la miró, tranquilo, como si su ira fuera un espectáculo entretenido. Su sonrisa, leve pero burlona, solo avivó el fuego en ella.

-Adeline -dijo, con una calma que solo lograba multiplicar su enojo.

-¿Qué habéis hecho? - preguntó con la ira ardiendo en sus venas.

-Hice lo único que pude hacer para protegerte, para proteger a tu familia de ese miserable -respondió él, con voz firme y un gesto que revelaba orgullo.

-¿Protegerme? -La incredulidad se reflejó en sus palabras, y su ira aumentó. -¡Quién os ha pedido que me protejáis así! ¡Habéis decidido por mí, habéis arruinado mi reputación, y ahora me tratáis como si fuera vuestra propiedad! ¡No sois mejor que Hardtridge!

La sonrisa de Jeremiah se desvaneció. Su postura cambió, erguida y más desafiante. La distancia entre ellos desapareció, y Adeline sintió la sombra de su figura proyectarse sobre ella, su presencia tan aplastante como el peso de sus propias palabras.

-Cuidado con lo que decís, Adeline -su voz bajó de tono, Sus ojos se volvieron gélidos y peligrosos. -No soy Hartridge, y lo sabéis.

Adeline, no retrocedió. Dio un paso más, reduciendo la distancia entre ellos hasta que apenas quedaron centímetros entre sus cuerpos. El aire parecía volverse más denso, y su respiración se agitó, pero su mirada nunca abandonó la de él.

-¿De verdad? -la desconfianza se coló en su voz, y un desprecio contenía cada palabra. -¿Creéis saber lo que es mejor para mí? ¡No sois más que otro hombre que se cree dueño de mi vida!

Jeremiah frunció el ceño, un destello de furia cruzó su rostro.

-Os salvé de una vida miserable -dijo, con rabia contenida -Hartridge os habría destruido, lo sabéis.

-¡Gracias! -Adeline estalló, su voz quebrándose por la mezcla de ira y frustración. -Pero ¡no quiero casarme con vos!

Jeremiah dio un paso más, acercándose aún más. Ahora, la proximidad era tal que Adeline podía sentir su aliento cálido en su rostro, mientras el aire gélido les rodeaba. La tensión entre ellos se hacía insoportable.

-¿Y creéis que yo quiero? -su voz estaba cargada de rabia contenida, una respuesta mordaz que reflejaba la frustración de su propia impotencia. -Yo tampoco deseo casarme con una niña malcriada y desagradecida, pero no podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo caíais en manos de ese hombre.

La furia en Adeline estalló. En un movimiento rápido, levantó ambas manos y golpeó su pecho con fuerza. Él no se inmutó. En un solo movimiento, atrapó sus muñecas con firmeza, inmovilizándola. El calor de sus manos se sintió abrasador contra su piel fría, como una contradicción que la dejó sin aire.

-No os pedí que me aceptaseis -murmuró, respirando con dificultad, pero sus ojos nunca abandonaron los de Adeline, desafiantes. -Pero aquí estamos. Podíais haberos negado, dejarme como un loco, y sin embargo, aceptasteis el compromiso. No me culpéis de vuestras decisiones.

La mandíbula de Adeline se tensó. Su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho, mientras las manos de Jeremiah la mantenían inmóvil. Pero no cedió.

-¿Por qué callasteis quién erais? Sabíais que si revelabais vuestro apellido nunca os aceptaría ¿Verdad? -su voz salió baja, vacilante, pero la desafiante pregunta estaba llena de dolor y desconfianza.

Jeremiah aflojó lentamente el agarre, pero no retrocedió. Se inclinó levemente, hasta que su rostro quedó cerca del suyo, y el aire entre ellos se tornó denso. El leve roce de su aliento hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo, como si la cercanía pudiera destruirla.

-Romper el compromiso, si eso es lo que deseáis -la miró fijamente, como si pudiera ver más allá de su rostro. -Anunciad a todos que os engañé, que estabais bajo algún tipo de hechizo... Todos os creeran. Yo cargaré con el desprecio del pueblo, ya estoy acostumbrado. Pero vos deberéis enfrentar a Hartridge sola.

Adeline tragó saliva, las palabras atascadas en su garganta. Su mente se debatía, pero la certidumbre de su impotencia era aplastante. Sin embargo, el desafío persistía en ella.

-Quizás lo haga -susurró.

Jeremiah retrocedió, rompiendo la proximidad, pero su mirada seguía fija en ella.

-La boda se celebrará en primavera -dijo, como una sentencia. -Hasta entonces, asumiré vuestra deuda. Ese es el tiempo que tenéis para decidir qué deseáis hacer realmente.

La respiración de Adeline se volvió irregular, y su mente luchaba contra el peso de sus palabras. El frío calaba en sus huesos, pero su rabia seguía ardiendo en su pecho.

Jeremiah giró lentamente, y sin mirar atrás, se adentró en la casa dejando tras de sí una estela de silencio. Adeline se quedó inmóvil, observando cómo su figura se perdía en la distancia.

El viento cortante azotaba su rostro, pero dentro de ella, la furia seguía viva. La cesta, vacía, colgaba de su brazo. Apretó los labios con determinación. No volvería a ser la misma. Tenía tiempo hasta la primavera, y lo usaría para encontrar una salida. El destino aún no estaba sellado.


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