
5
Sentado sobre el viejo tronco caído, dejó que sus pensamientos vagaran entre los susurros de las hojas y el crujir lejano de las ramas. Jeremiah había aprendido a no cuestionar aquellas premoniciones; le resultaban tan naturales como respirar, aun cuando no siempre comprendía su origen ni su propósito. Desde niño, había sentido cosas que escapaban a la lógica, pequeños destellos de intuición que, con los años, se habían convertido en parte de su ser, de la que nunca hablaba.
Había sentido el desasosiego de Adeline antes siquiera de verla. Y ahora, aquella tensión lo mantenía con los ojos fijos en el sendero oculto entre las sombras. Sabía que debía estar allí y sabía que ella se presentaría.
El sonido de pasos acelerados quebró la calma y un leve eco resonó en su pecho.
Su figura emergió de entre el follaje, envuelta en la luz tamizada del ocaso. Su cabello castaño, agitado por la brisa, parecía enredarse con el aire mismo. La expresión tensa en su rostro y el leve fruncir de sus labios, revelaba una agitación apenas contenida. Sus miradas se encontraron y se detuvo en seco. La sorpresa en sus ojos dio paso rápidamente a algo más áspero: incomodidad, tal vez irritación. Jeremiah notó cómo su cuerpo se tensaba aun más, como tragaba saliva, en un fallido intento de encajar esa intromisión.
-¿Qué demonios hace aquí? -inquirió con frialdad.
Con una calma estudiada, Jeremiah se puso de pie y con un leve ademán, cedió aquel asiento improvisado. Deslizó las manos por las mangas de su abrigo, alisando las arrugas invisibles con un gesto deliberado. Su expresión permaneció serena, pero sus ojos reflejaban un brillo que no lograba ocultar del todo. Inclinó la cabeza apenas unos grados, permitiendo que el silencio se prolongara un instante más.
-Esperarla. Sabía que vendría --respondió al fin, con la voz contenida.
-¿Esperarme? -replicó alzando una ceja con incredulidad. Su mirada escéptica lo recorrió, como si buscara una grieta en su fachada, convencida de que se burlaba de ella.- ¿Cómo podría esperarme si ni yo misma sabía adónde me llevarían los pies?
El esbozo de una sonrisa, apenas perceptible, se dibujó en los labios de Jeremiah.
-Supongo que fue la intuición quien me trajo hasta aquí - comentó con un leve encogimiento de hombros, restándole importancia.
Adeline se quedó parada por un momento. Luego, sin decir palabra avanzó hacia el tronco y se sentó en él.
-Pensé que estaría sola -confesó ella tras un momento de vacilación. Su tono, antes cortante, ahora sonaba más sereno, casi desarmado por completo.
-¿Le incomoda mi compañía? -inquirió él, inclinándose ligeramente hacia adelante, en un gesto que equilibraba cortesía e interés. Seguidamente,
retrocedió un par de pasos, concediéndole el espacio que parecía reclamar.
Adeline alzó la mirada, y por un instante, la dureza de su expresión se quebró, dejando entrever una fragilidad que luchaba por mantener oculta.
-No. Supongo que prefiero no sentirme tan sola... al menos por ahora.- Admitió, tomandolo por sorpresa.
Jeremiah la observó un momento antes de responder, dejando que las palabras tomaran forma con cuidado.
—Es un alivio, porque lo cierto es que me habría quedado igual, aunque tuviera que soportar su desdén un rato más. Me temo que no soy muy bueno aceptando invitaciones indirectas para irme.
Adeline dejó escapar algo que se asemejaba a una risa, breve y contenida. Bajó la mirada hacia las hojas secas que alfombraban el suelo, arrastradas por el viento en remolinos juguetones. Sus dedos, delgados y nerviosos, jugueteaban con el dobladillo de su vestido, un gesto casi imperceptible que delataba la inquietud que Jeremiah había aprendido a reconocer, reflejo de pensamientos que ella prefería guardar.
El silencio se extendió entre ambos, un respiro antes de que ella hablara. Él la observaba, cautivado por la contradicción que ella encarnaba. A simple vista, Adeline parecía frágil, pero bajo su figura delicada y piel suave latía una fuerza inesperada. Sus ojos, de un verde oscuro, cargaban una melancolía profunda, mientras sus labios rosados acentuaban la tristeza dibujada en su expresión. En su belleza había algo trágico, una perfección rota por un peso que no correspondía a alguien tan joven.
Una extraña punzada en el pecho, le obligó a desviar la mirada. Sin embargo, incapaz de permanecer callado por más tiempo, rompió el silencio con una pregunta que sabía innecesaria.
-¿Está bien?
Adeline levantó la vista lentamente. Sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas que luchaban por no desbordarse. Parecía a punto de asentir, cuando su interior se desmoronó y las palabras comenzaron a escaparse de sus labios con un susurro ahogado.
—Mañana... el señor Hartridge vendrá a mi casa para ultimar los detalles de nuestro matrimonio.
El peso de aquellas palabras cayó entre ellos como una losa invisible, implacable. Jeremiah sintió el impacto en su pecho antes incluso de que ella terminara de hablar. La desesperanza que se filtraba en la voz de Adeline lo envolvió, arrastrándolo como una marea oscura. Aspiró profundamente, tratando de estabilizarse, pero el torrente de emociones lo sobrepasó como siempre lo hacía.
No era solo su dolor. Era también el suyo.
Aquella sensibilidad, ese extraño “don”, como algunos lo llamaban, lo había acompañado desde niño, y no podía deshacerse de ella. Las emociones ajenas lo golpeaban con una fuerza que le quitaba el aire, y en momentos como este, se convertían en una maldición.
Adeline estaba rota por dentro, y Jeremiah lo sintió como si fuera su propia alma la que se desmoronaba. Cerró los ojos y, al hacerlo, las imágenes llegaron, caóticas y voraces.
Primero, un frío despiadado lo atravesó, helándole los huesos. Adeline apareció en su mente, atrapada en un vestido nupcial gris que parecía absorber toda su vida. Las rosas en sus manos se deshacían, dejando un rastro de pétalos marchitos sobre un suelo envuelto en podredumbre. Las telas del vestido se transformaban en cadenas invisibles, apretándole el cuello mientras sombras sinuosas la arrastraban hacia un pantano oscuro. Su grito quedó suspendido en el aire, ahogado por la nada.
Intentó apartar la visión, pero algo en su interior lo retenía. De repente, todo cambió.
Un salón en ruinas surgió ante él. Columnas quebradas y espejos astillados reflejaban fragmentos deformados de su alrededor. Susurros inquietantes se filtraban desde las sombras. Pero en medio del caos, Adeline brillaba. Su vestido parecía tejido de luz, flotando con gracia. Flores blancas adornaban su cabello, moviéndose al compás de un viento que no podía sentir.
Sus cálidas manos estaban entrelazadas con las suyas, y una sonrisa en sus labios irradiaba libertad. A pesar de las ruinas, parecía invencible.
Abrió los ojos con brusquedad, regresando al presente.
—¿No va a decir nada? —preguntó Adeline, su voz tensa como una cuerda al borde de romperse.
Jeremiah aspiró profundamente. No podía contarle lo que había visto, pero sabía que debía responder.
—Lo siento, estaba intentando imaginarme en su lugar. —Hizo una pausa, permitiéndose un toque de ironía—. ¿Y me lo cuenta con esa serenidad? Creo que estoy impresionado. En su lugar, ya habría roto una vajilla.
Adeline alzó la mirada, sorprendida por el comentario. No era una sonrisa lo que iluminó su rostro, pero el leve parpadeo de desconcierto suavizó la dureza en sus facciones.
—¿Romper una vajilla? —repitió con incredulidad—. No sabía que también era usted un experto en lidiar con crisis ajenas.
—Oh, no lo soy. Pero tengo cierta práctica en fingirlo. —Respondió con una media sonrisa, inclinándose ligeramente hacia ella—. Es más elegante que gritar y, además, los platos no guardan rencor.
Adeline dejó escapar una risa breve, casi involuntaria, como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Era un sonido tenue, apenas perceptible, pero suficiente para que Jeremiah sintiera que había logrado aliviar, aunque fuera por un momento, la carga que pesaba sobre ella.
—Siempre tiene algo que decir, ¿verdad?
—Es una maldición, según algunos —replicó, como quien confiesa un secreto—. Aunque prefiero llamarlo talento.
Ella negó con la cabeza, y su sonrisa, aunque fugaz, permaneció unos instantes más. Pero la sombra de su resignación volvió a posarse sobre ellos como una tormenta que no se disipa.
—No debería preocuparme por lo inevitable, ¿verdad? Luchar contra el destino no servirá de nada. Solo prolongará la agonía.
Sus palabras, cargadas de una resignación cortante, se clavaron en Jeremiah como un cuchillo. La manera en que hablaba, como quien ya se ha entregado a su condena, lo llenó de frustración y compasión a partes iguales.
—No subestime las sorpresas del destino, Adeline. Hasta los laberintos tienen salidas escondidas... aunque, a veces, requieren algo de creatividad para encontrarlas —respondió con un tono ligero, casi despreocupado, mientras cruzaba los brazos y desvió la mirada hacia el horizonte.
Adeline alzó la vista, y su sonrisa irónica surgió como una daga.
—¿Creatividad? Por supuesto. Quizá debería adentrarme en el bosque esta misma noche y dejar que los lobos terminen con mis problemas. Sería rápido, efectivo... y, al menos, más digno que vender mi vida a ese... bastardo. Pero, claro, eso no pagaría las deudas de mi familia, ¿verdad? —Sus palabras se clavaron en él con la misma ferocidad que su mirada.
Jeremiah sintió el peso de su dolor, pero se forzó a mantener el tono desenfadado, aunque en el fondo algo en él se quebraba.
—Tal vez los lobos estén deseosos de probar carne humana... pero no la imagino como alguien que se deje devorar sin luchar.
Adeline lo observó en silencio durante un largo instante. Sus ojos, antes vidriosos de tristeza, ardían ahora con un fuego contenido.
—Veo que encuentra esto muy ingenioso —espetó con frialdad.
La sonrisa de Jeremiah vaciló antes de desvanecerse del todo.
—No estoy bromeando, Adeline. Créame, el destino rara vez es tan rígido como parece. Pero decidir qué hacer con él... es algo que nadie puede hacer por usted.
Ella lo miró largamente, sus ojos reflejando una furia que apenas enmascaraba el dolor.
—Por supuesto. Claro que sí —murmuró antes de levantarse de golpe. Los pliegues de su vestido se agitaron con un movimiento brusco, y por un instante, pareció que el aire mismo intentaba detenerla. Se giró apenas, dejando escapar un tono entre desdén y tristeza—. Gracias por su consejo, Jeremiah. Ha sido... iluminador.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se adentró en el bosque con pasos firmes. Cada crujido de las hojas secas bajo sus pies se alejaba, como el eco de una puerta que se cerraba lentamente. Mientras caminaba de regreso a casa, Adeline no podía sacudirse la sensación de que había algo en Jeremiah que no encajaba del todo. Sus palabras, aunque superficiales, resonaban en su mente como si ocultaran algo más profundo.
Jeremiah permaneció inmóvil, viendo cómo la figura de Adeline se disolvía entre las sombras de los árboles, llevándose consigo la tensión que había contenido durante toda la conversación.
En el instante en que desapareció, sintió cómo su postura rígida se desmoronaba. El peso de su visión volvió a él, implacable, arrastrándolo con la misma fuerza con que lo había golpeado antes. Aspiró profundamente, intentando despejar su mente, pero el vacío que ella dejó se llenó al instante con una marea de incertidumbre.
Por un momento, un impulso irracional lo llevó a avanzar, a correr tras ella, a decirle lo que había visto... pero se detuvo antes de dar el primer paso. No podía. No lo entendería, y él no sabía cómo explicarlo sin parecer un loco.
Después de que Adeline desapareciera entre los árboles, Jeremiah permaneció sentado durante unos minutos más, intentando procesar lo que acababa de pasar. Sabía que su decisión cambiaría todo, pero también sabía que ya no había vuelta atrás. Y mientras el viento helado acariciaba su rostro, una voz dentro de él susurró: “¿Y si esto no es suficiente?”
Su mirada se mantuvo fija en el sendero que ella había tomado,y entonces, lo inevitable surgió en su mente. Al principio, la sola noción parecía absurda, incluso grotesca, y trató de desecharla como un pensamiento desesperado. Pero no pudo. Era como una llama débil pero persistente, incapaz de extinguirse.
"No la amo. Apenas la conozco", se recordó, como si las palabras pudieran bastar para acallar aquella posibilidad. Por más que intentara buscar otra solución, aquella opción volvía a aparecer, aferrándose a él como una enredadera que se negaba a soltarlo.
El matrimonio podría darle tiempo. La alejaría de Hartridge, de las deudas y de la sombra que la consumía. Podría significar una tregua, un respiro para ella... y para él. Pero no podía ignorar la otra cara de la moneda: ¿a qué la estaría condenando? Adeline no sabía nada de él, ni del abismo en el que estaba sumido, ni de los fantasmas que lo atormentaban.
Cerró los ojos con fuerza, intentando desterrar aquella opción de su mente, pero la idea ya había echado raíces. Era ineludible. Por mucho que tratara de negarlo, sabía que había cruzado una línea.
El dilema que ahora lo atormentaba no era si estaba dispuesto a hacerlo; en el fondo, ya conocía la respuesta. Lo que realmente importaba, lo que lo mantenía atado al lugar como si las raíces del bosque lo sujetaran, era la verdadera pregunta:
"¿Estará ella dispuesta a saltar conmigo?"
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