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4


El aire fresco rozaba el rostro de Adeline mientras recorría el sendero ondulante que conducía al pueblo. Cada paso sobre la grava parecía desprender algo de aquella presión intangible que había cargado durante días, como si el paisaje mismo, con sus campos dorados y su horizonte interminable, le arrancara suavemente el peso de los hombros. A su alrededor, el crujido rítmico de sus botas competía con los trinos desordenados de los pájaros, una música improvisada que parecía predecir el caos que le aguardaba más adelante.

La quietud del campo se quebró poco a poco, reemplazada por el murmullo creciente del pueblo. El aire cambió, impregnado de una energía diferente, una mezcla de voces, risas y los ecos metálicos de herramientas golpeándose. Los primeros adoquines bajo sus pies anunciaron su llegada a un mundo más bullicioso, un latido colectivo que aceleraba el ritmo de su andar.

El mercado era un torbellino de vida. Los aromas se entrelazaban en el aire: el dulzor del pan recién salido del horno, el picor de las especias molidas, y el leve tufo a madera húmeda de los carromatos desvencijados. Los puestos se alzaban como islas vibrantes entre la multitud, sus mesas desbordadas de frutas brillantes, telas que parecían susurrar historias, y objetos cotidianos que prometían soluciones instantáneas. Voces altisonantes de vendedores competían con risas infantiles y los regateos tensos de mujeres, creando una sinfonía frenética. Entre todo ello, niños descalzos corrían como flechas, sorteando piernas y mercancías con una agilidad que desafiaba al caos.

Adeline avanzaba con pasos medidos, intentando fundirse con la masa, ser un eco en lugar de un rostro. Pero las miradas furtivas y los murmullos eran inevitables. Algo en su presencia hacía que los ojos se alzaran y las palabras se apagaran apenas ella pasaba. Clavó la vista en la punta de sus botas, decidida a ignorar las sombras de los cuchicheos que parecían deslizarse por los rincones del mercado, envolviéndola como un recordatorio de que nunca podría pasar desapercibida del todo.

—¡Adeline! —La voz cálida y familiar de la señora Gibbons rompió su aislamiento. Al girar la cabeza, vio a la panadera aproximándose, con su cesto de hogazas aún humeantes. El rostro redondeado por los años irradiaba afecto, aunque sus ojos mostraban una inquietud imposible de ocultar.

—¡Qué alegría verte, mi niña! —exclamó con entusiasmo genuino, mientras sus ojos escudriñaban el semblante de Adeline con un cuidado maternal.

Adeline esbozó una sonrisa que apenas logró mantener, intentando disipar la preocupación evidente en la mirada de la panadera.

—Gracias, señora Gibbons. Solo estoy aquí para comprar algunas cosas —dijo, con un tono que pretendía ser ligero, pero que traicionaba el peso que cargaba.

La panadera la detuvo suavemente, colocando una mano reconfortante en su brazo. Era un gesto sencillo, pero lleno de una calidez que las palabras no podían igualar.

—Me he enterado... del compromiso con el señor Hartridge —murmuró en un tono casi confidencial, como si temiera ser escuchada. Su voz, cargada de tristeza, caló profundamente en Adeline—. ¿Estás bien, querida? Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites.

Adeline desvió la mirada, incapaz de sostener la empatía que encontraba en los ojos de la panadera. Tomó aire para despejar el nudo que comenzaba a formarse en su garganta.

—Gracias, señora Gibbons. Estoy... bien —respondió, aunque el temblor de su voz desnudó la mentira.

La mujer no insistió, aunque su preocupación seguía latente. Sacó una hogaza del cesto y la ofreció con una sonrisa afectuosa, teñida de pena.

—Llévatela. No hay discusión.

—De verdad, no hace falta... —intentó rehusar Adeline, pero la firmeza amable de la panadera la desarmó.

—Vamos, niña, no me hagas enfadar. A veces, un simple pan puede calentar el alma más que un fuego. Y no olvides: siempre hay esperanza, incluso en los días más oscuros.

Con un leve asentimiento, Adeline aceptó la hogaza y musitó un agradecimiento. Mientras se alejaba, la calidez del pan entre sus manos contrastaba con el frío que comenzaba a instalarse en su pecho. Y entonces lo vio.

A unos metros, entre un grupo de hombres que discutían junto a una carreta, estaba el señor Hartridge. Su sola presencia parecía drenar la vitalidad del bullicioso mercado. Alto, robusto y con una gravedad imponente, su abrigo oscuro y perfectamente cuidado reforzaba su aspecto severo. Bajo el ala de su sombrero, sus ojos diminutos y gélidos destilaban una intensidad perturbadora, capaz de helar a quien cruzara su mirada.

Adeline sintió cómo los dedos se le crispaban alrededor del asa de la cesta. El instinto le gritaba que se diera la vuelta, que huyera antes de que él la viera. Pero no fue lo suficientemente rápida. Hartridge giró la cabeza y sus ojos la atraparon como una trampa invisible. Fue un instante, pero bastó para que el corazón de Adeline comenzara a martillear en su pecho.

Él avanzó hacia ella con pasos deliberados, cada uno resonando sobre los adoquines como una sentencia.

-Señorita Brooks -saludó con voz áspera. La familiaridad en su tono la hizo estremecerse.

Adeline no tuvo más remedio que detenerse y devolver el saludo. Aunque cada fibra de su ser ansiaba escapar, sus pies permanecieron anclados al suelo.

-Señor Hartridge -respondió, inclinando la cabeza en un gesto de cortesía forzada. Sus facciones rígidas delataban el nerviosismo que intentaba ocultar.

Él la miró con detenimiento, como quien evalúa un objeto valioso. Su mirada era un peso tangible, fría y calculada.

-Espero que vuestra familia se encuentre bien -dijo con una cortesía vacía.

-Sí, gracias -respondió Adeline, deseando que la conversación terminara lo antes posible.

Hartridge ladeó ligeramente la cabeza, sus labios torcidos en una sonrisa de satisfacción.

-Supongo que vuestro padre ya os habrá informado de las buenas noticias.

Adeline sintió un vacío en el estómago al oír aquellas palabras. "Buenas noticias". ¿Qué bondad podía haber en la perspectiva de casarse con aquel hombre? Forzó una débil sonrisa, pero la tensión en su rostro era ineludible. Hartridge, si lo notó, no dio muestras de compasión.

-En unos días visitaré vuestra casa para ultimar los detalles de nuestra boda -anunció, su tono cargado de una condescendencia que no dejaba espacio para objeciones.

Adeline sintió que el mundo se cerraba en torno a ella. Las palabras no acudieron a sus labios, y el nudo en su garganta se volvió insoportable. Hartridge, por su parte, pareció deleitarse con su desconcierto antes de dejar escapar una risa seca.

-Tenga un buen día, señor Hartridge -logró murmurar Adeline al fin, girándose con rapidez. Sus pasos resonaron sobre los adoquines, cada vez más rápidos, mientras sentía su mirada fría perforándola incluso cuando ya no podía verla.

Sus pasos resonaron sobre los adoquines del mercado, apurados, pero ni la distancia ni el creciente murmullo de la multitud lograron disipar la sensación de su mirada, que continuaba perforándola incluso cuando ya no podía verla.

Lo odiaba, odiaba la forma en la que se imponía y la reducía a una simple pertenencia.

Cuando llegó a casa, cruzó el umbral en silencio. El ambiente cálido del interior no le ofreció consuelo alguno. Su madre, atenta a cada detalle, alzó la vista de la costura y la observó con discreta preocupación, como si pudiera leer en el semblante de su hija que algo la afligía. Con un gesto brusco dejó la cesta sobre la mesa, y sin pronunciar palabra sobre lo ocurrido, se retiró a su habitación, cerrando la puerta de golpe.

La mañana transcurrió con lentitud, envuelta en una atmósfera pesada que parecía diluir el tiempo. Las horas se deslizaron sin prisa, y Adeline se sumergió en una rutina automática. Sus manos se movían sobre cada tarea sin verdadera intención, actuando por costumbre, mientras su mente divagaba lejos, perdida en pensamientos que no lograba acallar. Por más que lo intentaba, concentrarse resultaba imposible. Cualquier sonido, por insignificante que fuese, parecía arrastrarla de vuelta a la áspera voz de Hardtridge, reverberando con una insistencia que no le daba tregua.

La casa permanecía en un inquietante silencio, roto solo por el tintineo de los utensilios al chocar entre sí. Aquella quietud, lejos de tranquilizarla, le pesaba como una carga. Poco a poco, la ansiedad fue instalándose en su pecho, creciendo con la persistencia de una tormenta que se acerca sin anunciarse. Afuera, el sol avanzaba lentamente hacia el horizonte, derramando una luz dorada que bañaba las colinas. Los débiles rayos que se filtraban a través de las ventanas prometían una liberación difícil de encontrar entre las sombras de la casa.

Dejó a un lado el paño que tenía entre las manos y, tras un breve suspiro, tomó la vieja cesta de mimbre que descansaba junto a la puerta.

-¿Adónde vas? -quiso saber su madre, levantando la mirada.

-Al bosque. Necesito aire... Tal vez recoja algunas bayas -contestó intentando sonar despreocupada.

El tímido sol, calentaba su rostro, mientras que con cada paso, el aire cargado de los rumores y las miradas inquisitivas del pueblo quedaba atrás, sustituido por la frescura del entorno. Los árboles, altos y serenos, parecían inclinarse hacia ella, cobijándola bajo sus escasas hojas doradas.

Al llegar al claro, dejó la cesta en el suelo y se sentó en el tronco cubierto de musgo. Sus ojos recorrieron el lugar, deteniéndose en los juegos de luz y sombra que el sol creaba al filtrarse entre las ramas. Exhaló hondo, disfrutando del aroma de los pinos y la tierra húmeda, dejando que aquella fragancia envolviera sus sentidos, permitiéndose, por unos breves instantes, olvidar el peso de lo que la aguardaba.

Un movimiento repentino captó su atención. Y, con delicadeza, giró la cabeza hacia un pequeño petirrojo que revoloteaba cerca. El ave, con su pecho anaranjado y sus diminutos ojos brillantes, posado en una rama baja parecía observarla. Adeline lo siguió con la mirada, hipnotizada por la ligereza de sus movimientos. Por un instante, el mundo pareció desvanecerse, dejándola a solas con el canto suave y la frágil belleza de aquella criatura.

¿Cómo será volar? Sin cadenas. Sólo el cielo como límite. Dejándose llevar de rama en rama. Ojalá pudiera ser como ese petirrojo, libre del peso de la tierra, de los deberes y las promesas que no quiero cumplir... pero las personas no vuelan, pensó con un deje de tristeza.

Una sonrisa tenue curvó sus labios. Era un alivio, perderse en algo tan simple y puro. Dejó que el tiempo fluyera sin pensar demasiado, enfocada en el ave que saltaba de una rama a otra, hasta que el sonido de un crujido cercano hizo que Adeline se tensara. Sus ojos recorríeron el claro en busca del origen del ruido, cuando una voz profunda, casi perezosa en su tono, rompió el silencio:

—¿Siempre es tan fácil asustarla?

Adeline giró bruscamente. Lo vio apoyado contra el tronco de un árbol, como si formara parte del paisaje. La postura relajada contrastaba con una sonrisa que destilaba burla.

—¿Siempre aparece así, como un ladrón? —espetó ella, intentando ocultar su sobresalto bajo una capa de mordacidad.

—Solo cuando encuentro algo que vale la pena observar.

Su respuesta, dicha con una tranquilidad irritante, la dejó sin palabras. No era lo que había esperado escuchar.

Ella lo miró, desconfiada, buscando una grieta en esa máscara de serenidad.
—¿Eso es un cumplido o un insulto?

El joven ladeó la cabeza, como si sopesara las palabras con más cuidado del que en realidad tenía intención de emplear.
—Eso depende de cómo lo vea, señorita.

Su tono, cargado de ambigüedad, la dejó momentáneamente sin palabras. Había algo en él, una mezcla de cortesía y descaro, que parecía diseñado para desarmarla.

—y ... Aparte de observarme como si fuera un animal extinto ¿Qué hace aquí? —inquirió al fin, con un tono más firme.

Él alzó los hombros, la sencillez de su gesto contradiciendo el brillo astuto en sus ojos.
—Caminaba.

Adeline frunció el ceño. — ¡Genial! Pues puede seguir caminando — pronunció deseando quedarse sola de nuevo.

El joven no se movió, aunque la sonrisa en sus labios se hizo más pronunciada, como si su desdén no lo ahuyentara, sino que lo incitara. Ladeó la cabeza una vez más, su mirada recorriendo el claro con la despreocupación de quien tiene todo el tiempo del mundo.

—Puedo hacerlo, claro —respondió con calma—. Pero uno no se cruza todos los días con alguien que parece más incómodo aquí que yo mismo.

Adeline cruzó los brazos, irritada.
—¿Y eso qué significa?

—Que no parece que esté disfrutando de un paseo por el bosque —añadió, señalando los alrededores con un gesto ligero—. Así que, si no le importa que lo pregunte... ¿de qué huye?

La pregunta cayó como una piedra en el agua, rompiendo el aire con su brusquedad. Adeline apretó los labios, buscando una respuesta, pero el peso de su mirada, serena pero inquisitiva, la desarmó.

—¿Y qué le hace pensar que estoy huyendo de algo? —respondió al fin, intentando recuperar la compostura.

Con una amplia sonrisa de quien sabe que está en lo cierto, dio un paso hacia ella.
—Porque no mira como alguien que busca. Mira como alguien que quiere perderse.

— Pues se equivoca.

—Claro —dijo él, sin rastro de burla en la voz—. Por eso está sola, en medio de un claro, hablando con los árboles como si esperara que le dieran respuestas.

Adeline sintió el calor subiéndole a las mejillas. Intentó replicar, pero Jeremiah se adelantó con otra pregunta:

—De que escapa señorita...?

—Brooks. Adeline Brooks.

—Adeline Brooks—repitió, probando el nombre como si lo saboreara. ¿De qué escapa, señorita Brooks?

Ella titubeó, más por la precisión de la pregunta que por el tono amable en que fue formulada. Finalmente murmuró:
—¿Tan obvio es?

—Tan evidente como el sol que se pone al final del día —respondió él con la misma serenidad imperturbable.

Las palabras se agolparon en su mente, pero ninguna le pareció suficiente. Al final, con un suspiro resignado, dijo:
—De demasiadas cosas.

Jeremiah ladeó la cabeza, y por un instante la intensidad en su mirada la hizo estremecer.
—¿Como del señor Hartridge?

El nombre, pronunciado con la precisión de un dardo, la atravesó. Levantó la cabeza de golpe.
—¿Cómo sabe eso?

Él se encogió de hombros, despreocupado.
—Los rumores vuelan rápido en los pueblos pequeños, señorita Brooks. Aunque tampoco hay que ser un genio para darse cuenta. No está enamorada. Entonces, ¿por qué aceptar casarse?

La risa amarga de Adeline cortó el aire.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? Resignarse parece ser lo único que queda.

Esta vez, fue ella quien sostuvo su mirada con desafío.

—¿Y usted? ¿Tiene nombre o prefiere seguir siendo “el hombre del bosque”?

La pregunta lo hizo reír de verdad, un sonido más pleno que el anterior.
—Jeremiah.

—¿Sólo ...Jeremiah?

— Jeremiah...El hombre del bosque. Suena bien ¿No cree?

Adeline cruzó los brazos, desconfiada.
—Sigue sin decir qué hace aquí, aparte de entrometerse. ¿Acaso también huye?

Jeremiah bajó la vista unos instantes, como si reflexionara. Cuando habló de nuevo, lo hizo con una franqueza inesperada:
— Huí demasiado tiempo. Ahora más bien busco.

Apartó los ojos hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a desvanecerse entre las colinas. Su voz, cuando habló, tenía un tinte de melancolía.

Adeline lo observó con atención, preguntándose si Jeremiah era un hombre acostumbrado a esconderse... o simplemente alguien que había perdido más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Es tarde. Debería regresar. El bosque no siempre es amable cuando cae la noche.

Adeline alzó la vista al cielo, notando por primera vez las sombras alargadas y el brillo dorado del crepúsculo. Aunque no quería admitirlo, tenía razón.

—Tiene razón. Es tarde —dijo, enderezándose.

—Buenas noche señorita Brooks.—inclinó ligeramente la cabeza, con una cortesía que parecía anacrónica. Y sin añadir nada más, se dio la vuelta y desapareció entre los árboles, dejando tras de sí solo el crujido de las ramas bajo sus botas.

Adeline se quedó inmóvil, con la mirada fija en el lugar donde Jeremiah había desaparecido, pensando en aquella confesión tan sencilla y a la vez tan directa. ¿De qué había huido ese hombre? ¿Qué era lo que buscaba? Quizá ella también debía dejar de huir... y empezar a buscar una salida

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