11
Adeline despertó tarde, con el sol ya alto filtrándose a través de las gruesas cortinas. Su cuerpo aún se sentía pesado, embotado por una fatiga que no tenía tanto que ver con el cansancio, sino con las horas en vela que había pasado la noche anterior.
Había intentado dormirse, lo había intentado de verdad, pero la mansión parecía tener vida propia cuando caía la oscuridad. Sus pensamientos no dejaban de regresar a la silueta en el pasillo, al aire gélido que la rozó, a la sensación de que no estaba sola. Y luego estaba Jeremiah. Siempre tan cerca, con su voz envolvente y sus ojos que parecían ver más de lo que ella quería mostrar.
El silencio del día resultaba casi perturbador en comparación con la inquietante agitación nocturna. Se incorporó lentamente, dejando que sus pies tocaran el suelo con cautela. Un leve dolor punzante la recorrió desde el tobillo herido hasta la pantorrilla.
"Bien hecho, Adeline. ¿No es esto lo que querías?", se recriminó en silencio mientras se ponía en pie y salía de la habitación.
Descendió las escaleras con lentitud, cada paso una pequeña punzada de dolor. Aún se estaba acostumbrando a la sensación de vivir en una casa que no era la suya, bajo el techo de un hombre que apenas conocía.
Cuando llegó al salón, la encontró allí: la presencia imponente de Jeremiah.
Estaba de pie junto a una joven criada, su porte elegante y relajado, como si hubiera estado esperando su llegada. Sus ojos dorados la estudiaron con la misma insolencia tranquila de siempre, deteniéndose justo el tiempo suficiente para hacerla dudar de sí misma.
—Buenos días, Adeline —su voz, profunda y tranquila, se deslizó por el aire como un roce—. ¿Has dormido bien?
Ella se tensó levemente. No quería admitir lo difícil que había sido conciliar el sueño, así que simplemente asintió, forzando una pequeña sonrisa.
—Algo… tardé un poco en dormirme —admitió con una risa suave, intentando restarle importancia.
Jeremiah arqueó una ceja, y la forma en la que su boca se curvó en una media sonrisa.
—¿Tardaste? —repitió con fingida sorpresa—. Qué curioso. Pensé que después de una noche tan… agitada, dormirías como un ángel.
Adeline sintió el calor subir a su rostro. No estaba segura de si hablaba de su huida o de otra cosa.
—Os presento a Fiona McTabish —continuó él, sin apartar la mirada de ella—. Se encargará de asistiros personalmente en todo lo que necesitéis.
Adeline parpadeó, sorprendida.
—¿Asistirme? —preguntó, girándose hacia él con confusión.
Jeremiah inclinó la cabeza con un gesto casi indolente.
—Por supuesto. Ahora sois mi esposa, y mientras viváis en esta casa, Fiona se encargará de todo lo que os haga falta.
Adeline tragó saliva, sintiendo el peso de esas palabras. "Mi esposa." Aunque el matrimonio era un hecho, la forma en que él lo decía lo volvía demasiado real.
Bajó la mirada un instante antes de responder con la cortesía que le habían inculcado.
—Encantada de conoceros, Fiona.
Fiona, una joven de cabello rojizo recogido en un moño y ojos verdes vivaces, sonrió con amabilidad. Su piel pecosa y su postura recta le daban un aire típicamente escocés, fuerte pero refinado.
—Encantada de serviros, señora —respondió con una ligera inclinación de cabeza.
—Fiona, ¿podrías ir al pueblo a recoger los vestidos que encargué para Adeline? —ordenó Jeremiah con naturalidad.
—Por supuesto, señor.
Cuando la joven criada se retiró, el silencio se instaló entre ellos. Jeremiah la observó con ese brillo indescifrable en sus ojos dorados antes de hablar.
—Espero que tengáis hambre. La cocinera se ha esmerado con el desayuno.
Adeline frunció el ceño y cruzó los brazos sobre el pecho.
—No es necesaria tanta atención —murmuró, sin molestarse en ocultar su incomodidad—. No necesito vestidos nuevos, ni que cocinen para mí… y mucho menos una asistenta personal.
Jeremiah dejó escapar una risa baja, esa risa que la irritaba porque parecía contener demasiados secretos.
—Tal vez vos no lo necesitéis, pero no permitiré que mi esposa vaya con un vestido remendado —dijo con suavidad, y antes de que pudiera replicar, su mano se posó en la parte baja de su espalda, guiándola con naturalidad hacia el jardín.
Adeline sintió el calor de su palma incluso a través de la tela. Fue un roce ligero, casi imperceptible… pero su piel reaccionó como si le hubieran encendido una llama. Su corazón dio un vuelco traicionero, un latido torpe, demasiado rápido, demasiado fuerte.
Se obligó a respirar hondo. Era el frío matutino, se dijo. O el cansancio. No la forma en la que su toque le erizaba la piel.
Apretó los labios, molesta consigo misma, pero aún más con él.
—¿Y ahora también criticáis mi ropa? —espetó, con el ceño fruncido, intentando concentrarse en la indignación y no en la extraña sensación que le recorría la espalda.
Jeremiah ni siquiera se molestó en disimular su sonrisa.
—Solo constato lo evidente —respondió con una ligereza irritante—. Y tengo la mala costumbre de arreglar lo que considero inaceptable.
Adeline lo fulminó con la mirada, pero no se apartó de su toque.
No le daría el gusto.
Pero tampoco entendía por qué su propio cuerpo no se lo exigía.
El jardín de la casa seguía tan hermoso como lo recordaba. Aunque ahora los rosales lucían podados y los setos simétricos, sin una sola hoja fuera de lugar. Nada en ese jardín crecía por sí mismo. Todo estaba moldeado a la fuerza, sin espacio para lo salvaje. Exactamente como aquella casa. Exactamente como él.
La mesa ya estaba dispuesta con pan recién horneado y una humeante taza de té. Cuando Adeline tomó asiento, Jeremiah lo hizo frente a ella con la misma calma irritante de siempre.
Antes de que Adeline pudiera responder, una criada de cabellos oscuros y figura exuberante se acercó a la mesa, situándose justo al lado de Jeremiah.
—Señor, el té está listo. ¿Desea que le sirva?
Jeremiah hizo un gesto de afirmación con la cabeza,
Los dedos de Adeline se tensaron alrededor de su taza, y bajo la mirada queriendo ocultar la molestia que había sentido, cuando la joven le ofreció una taza a Jeremiah con un gesto demasiado familiar. Asegurándose de que su escote quedara descaradamente expuesto ante sus ojos. La forma en que lo miró, con una sonrisa cómplice y con demasiada confianza, hizo que algo dentro de Adeline se crispara. Por alguna razón, la idea de que aquella muchacha hubiera pasado la noche en compañía de su esposo, mientras ella dormía sola en otro cuarto le resultó... molesta. No, más que molesta. Insoportable.
Y él, por supuesto, no pareció notarlo. O peor aún, no pareció molestarse en corregirlo. Cuando la doncella se retiró, él tomó su taza con una elegancia despreocupada y la observó con malicia
Mientras, ella se limitaba a tomar la suya con aparente calma, aunque el té de pronto le supo amargo.
—También disponéis de un cochero a vuestra entera disposición —murmuró con un destello burlón en la mirada—. Tiene orden de llevaros donde queráis… tan lejos como deseéis. No tendréis que escalar la verja en medio de la noche.
Adeline apretó la mandíbula. Dejó la taza a medio camino de sus labios. Su mirada se afiló al encontrarse con la de Jeremiah, cargada de desafío.
—Siento lo de anoche —su tono fue firme, sin titubeos—. No os causaré más molestias. Recogeré mis cosas y — carraspeó—… podéis decir que sufrí un accidente y ahora sois viudo. Nadie os culpará por ello. De hecho, creo que algunos hasta se alegrarán.
Jeremiah alzó una ceja, sorprendido. Luego, una risa baja y cargada de ironía escapó de sus labios.
—¿Viudo? Teniendo en cuenta mi fama, quedarme viudo el día siguiente de mi boda sería bastante creíble.
El tono divertido contrastaba con el filo de sus palabras. Se inclinó ligeramente hacia ella, apoyando el codo en la mesa.
—Pero no os confundáis. No deseo que os marchéis. Solo quiero que sepáis que, si lo que realmente queréis es iros… —hizo una pausa, su mirada descendiendo lentamente por su rostro hasta detenerse en su boca—
La intensidad de su mirada hizo que Adeline se humedeciera los labios de manera instintiva. El gesto no pasó desapercibido.
—Sois un hombre generoso —murmuró, tomándose su tiempo para beber un sorbo de té, como si así pudiera ocultar su nerviosismo—. Entonces, supongo que aprovecharé vuestra amabilidad hasta que encontremos la mejor manera de ser libres de nuevo. Estoy muy agradecida por lo que habéis hecho por mí. Estoy a vuestra disposición… hasta que pague la deuda que tengo con vos.
Jeremiah sonrió con lentitud, como si hubiera estado esperando exactamente esa respuesta. Se inclinó un poco más hacia ella, como si fuera a decir algo, pero pareció pensárselo mejor y volvió a acomodarse en su asiento, con la misma calma con la que se había acercado, sin decir palabra. Como si no acabara de enredarla aún más en ese juego peligroso.
Ella sintió un escalofrío recorrerle la piel. No estaba segura de cómo pretendía cobrarse… o si todo esto no era más que otra de sus provocaciones.
—Esta mañana mandaré traer al médico para que os examine el pie. Temo que se os ponga morado.
Adeline parpadeó, desconcertada por el cambio de tema.
—No es necesario. Está mucho mejor, solo un poco inflamado. Pero apenas me duele. —mintió.
Jeremiah asintió con un gesto distraído. Tomó un trozo de pastel, pero su mirada seguía fija en ella, como si aún estuviera decidiendo algo.
—¿Por qué volvisteis a Wyvernshire? —preguntó de repente Adeline, sin poder contenerse—. Sabíais que nadie en este pueblo os daría la bienvenida en cuanto supieran realmente quién sois.
Jeremiah hizo un sonido bajo en la garganta, casi como un carraspeo. Dejó el pastel en el plato y la observó en silencio.
Fueron solo unos segundos, pero Adeline los sintió interminables.
—Nunca debí marcharme —respondió al fin.—. Solo puedo deciros que he venido a recuperar lo que es mío
"Lo que es mío."
¿A qué se refería exactamente?
Antes de que pudiera preguntarle, él sonrió. Esa sonrisa suya, ladeada, burlona.
—Y quién sabe… —sus dedos tamborilearon contra la mesa con una lentitud calculada—, quizá hasta llene esta casa de niños que destrocen el jardín.
Adeline sintió el estómago encogerse, pero mantuvo su expresión impasible."
Él no apartó la mirada. Y ella tampoco pudo hacerlo.
Así que, en lugar de acobardarse, se inclinó ligeramente hacia él, con una sonrisa traviesa en los labios.
—Os advierto, mi señor, que aunque esté en deuda con vos, conseguir una esposa es una cosa… pero domarla, es otra muy distinta.
Los ojos dorados de Jeremiah brillaron con algo oscuro y fascinante.
—Oh, Adeline... ¿Quién os ha dicho que quiero domaros?
Su mirada descendió lentamente por su cuello, recorrió la curva de sus hombros y bajó hasta donde la tela de su vestido se aferraba a su cuerpo.
—Anoche me dio la sensación que estabais dispuesta a intentar engendrar alguno.
El aire se atascó en sus pulmones. Un estremecimiento la recorrió, intenso y abrasador.
Lo odiaba. Odiaba su descaro, su seguridad, la forma en que jugaba con ella. Pero lo que más odiaba era el rubor traicionero que subió a sus mejillas, delatándola.
Apretó la mandíbula y, con toda la dignidad que pudo reunir, alzó la barbilla.
—Fue un error. Estaba nerviosa y... no volverá a repetirse.
Jeremiah sonrió como si hubiera escuchado exactamente lo contrario.
—Eso… —se inclinó un poco más, hasta que su aliento rozó su piel— … está por verse.
El aire entre ellos se volvió denso, cargado de algo eléctrico, indescifrable.
Adeline se preguntó, no por primera vez, si era ella quien se estaba metiendo en su juego… o si era él quien la estaba llevando exactamente donde quería.
...
La casa, después de la reforma había recuperado su elegancia y buen gusto. Sus amplios ventanales, vestidos con lujosas telas, dejaban entrar la luz, iluminando los suelos de madera pulida y las paredes adornadas con delicados frescos. A primera vista, tenía el esplendor de una residencia bien cuidada, pero Adeline no podía evitar sentir su peso sobre los hombros. No por su tamaño o su arquitectura, sino por las historias que se susurraban sobre ella. Las leyendas que la envolvían parecían adherirse a las paredes, escondidas tras cada cortina y cada cuadro.
Con tantas criadas ocupándose de todo, poco o nada tendría que hacer. Y eso la inquietaba. Necesitaba algo en lo que ocuparse, algo que le permitiera recuperar una sensación de control. Una casa como aquella debía tener una biblioteca, estaba segura de ello. Y si iba a estar atrapada allí, al menos podría aprovecharlo.
Se aventuró por los pasillos con paso firme, recorriendo cada rincón para familiarizarse con su nuevo hogar. La luz bañaba las estancias con un brillo cálido, reflejándose en los dorados de los marcos y el lustre de los muebles. Sin embargo, a medida que avanzaba, los pasillos se volvían más angostos, las sombras más alargadas.
Entonces la vio.
Una puerta cerrada al final de un pasillo más estrecho, donde la luz no llegaba con la misma intensidad. A diferencia de las demás, esta tenía un aspecto descuidado, como si hubiera permanecido sellada durante demasiado tiempo.
Algo en ella le resultó… extraño.
Adeline frunció el ceño y rodeó el pomo con la mano. Probó a girarlo, pero no cedió.
Volvió a intentarlo, empujando con un poco más de fuerza.
El forcejeo rompió el silencio del pasillo.
—No deberíais estar aquí.
La voz de Jeremiah la sobresaltó.
Se giró de inmediato y lo encontró a solo unos pasos de ella, con una expresión inescrutable. Pero sus ojos… Sus ojos tenían algo distinto esta vez.
—Estaba buscando la biblioteca —dijo Adeline tratando de sonar natural, como si no hubiera estado intentando abrir la puerta.
Jeremiah no apartó la vista de ella. Durante un instante, pareció sopesar su respuesta antes de deslizar la mirada hacia la puerta cerrada.
—Esa parte de la casa no ha sido reformada. Está en ruinas y podría ser peligrosa.
La excusa sonaba convincente. Demasiado convincente.
—¿Entonces por qué no la mandasteis a arreglar como el resto de la casa?
Su mirada regresó a ella, intensa, afilada, como si midiera cuánto debía revelar.
— La biblioteca está en la otra ala, Adeline. Al final del pasillo. — respondió con sequedad.
Adeline entornó los ojos, y esbozó una leve sonrisa. Luego bajó la mirada a los pies, antes de darse la vuelta.
Sintió un escalofrío en la nuca. Apretó los labios y bajó la mirada. Luego se giró y caminó en dirección opuesta. No corrió, pero tampoco se permitió mirar atrás.
Por primera vez, se preguntó si algunos secretos debían permanecer ocultos.
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