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10


El eco de los votos aún resonaba en sus oídos mientras los últimos invitados abandonaban la mansión. El silencio que dejaron tras de sí estaba cargado de incertidumbre, tan denso como las sombras que llenaban el salón.

Adeline estaba segura de que las miradas curiosas y los murmullos no se habían detenido ni siquiera frente al altar. Había oído los comentarios susurrados, una mezcla de lástima y desprecio que la perseguían como un eco malicioso: "Pobre muchacha", "Ha vendido su alma al demonio", "No durará mucho".

Aquellos que se habían atrevido a acudir parecían más interesados en presenciar un espectáculo que en celebrar una unión. Pero, ¿quién podía juzgarlos? Si para ella también había sido una pantomima.

Adeline Thurnston. Señora Thurnston. Las palabras se repetían en su mente, pero no encontraba ningún sentido en ellas. Eran ajenas, vacías, como si pertenecieran a otra persona.

Una risa amarga escapó de sus labios al recordar aquel instante en que había fantaseado con ser devorada por los lobos. Tal vez estar en esta casa no era tan diferente; solo que ahora, al menos, sus padres estarían a salvo.

Se acercó a uno de los ventanales y lo abrió de par en par, dejando que el aire fresco de la noche le acariciara el rostro. Desde allí observó el jardín donde tantas veces había imaginado ser una cautiva. La luna creciente iluminaba los senderos de grava, dibujando siluetas de árboles que parecían más siniestras bajo su tenue luz.

El aroma de las gardenias inundó sus fosas nasales mientras sus manos apretaban el alféizar frío. Su mirada siguió las luces de los carruajes que desaparecían en la oscuridad, dejando tras de sí un vacío que parecía engullirlo todo.

Alzó la vista hacia el techo abovedado del salón y no pudo evitar que su imaginación la traicionara. Se obligó a mirar al centro del espacio, donde la lámpara de cristal pendía como un testigo silencioso de la historia de aquella casa. "Fue aquí", pensó, y su corazón empezó a palpitar con tanta fuerza que comenzó a sentir náuseas.

La historia que su madre le contó sobre el padre de Jeremiah volvió a su memoria. El antiguo señor Thurnston, encontrado ahorcado en ese mismo salón. La imagen se formó en su mente como si estuviera presenciándola: un cuerpo balanceándose lentamente, las sombras alargadas proyectadas por la lámpara moviéndose al compás.

Habían dicho que fue un suicidio. Un acto desesperado motivado por la muerte de su querida esposa. Pero también se susurraba que Jeremiah, siendo solo un recien nacido, había sido el causante de la locura de su padre, el origen de su final.

Ahora estaba allí, casada con el hijo de aquel hombre, pronunciando los votos bajo el mismo techo que había albergado tanta tragedia.

Miró su reflejo en el vidrio de la ventana y apenas se reconoció. Había una sombra de sí misma en la forma en que el vestido caía sobre su cuerpo, en cómo sus ojos, antes vivaces, se habían apagado en los últimos meses, desde aquella fatídica noche en que su padre la comprometió con el señor Hardtridge.

Por más que intentara convencerse de que aquello era lo correcto, no podía evitar sentirse atrapada.

Detrás de ella, la presencia de Jeremiah. Ese mismo hombre que un día se acercó a ella buscando consolarla, ahora era su esposo. Un esposo frío y distante. Un esposo al que temía.

Jeremiah había sido cortés durante la ceremonia; incluso, en algún momento, parecía haber esbozado una sonrisa. Pero ahora que se habían quedado solos, se había apartado de ella, aislándose en sus pensamientos mientras se servía una copa de brandy.

Adeline fijó la mirada en su reflejo y, a través del cristal, lo vio a lo lejos, con el ceño fruncido y los labios tensos, como si librara una batalla silenciosa en su interior.

¿Por qué había aceptado casarse con ella? Estaba claro que no la amaba, y ella era tan poca cosa que nada tenía para ofrecerle.

¿Por qué un hombre como él, que no parecía temer a nada ni a nadie y que era temido por todos, podría tener interés en ella, en una mujer a la que apenas conocía?

Una parte de ella se desafiaba a preguntárselo directamente, pero la otra, la más sensata, temía la respuesta que él podría darle.

El aire en el salón se volvió pesado, espeso, como si cada respiro apenas lograra llenar sus pulmones.

Jeremiah seguía sentado junto al fuego, con una copa de brandy en la mano. La luz anaranjada del hogar temblaba sobre su rostro, resaltando sus facciones con un resplandor cálido, pero sus ojos ámbar brillaban con una intensidad inquietante, como si vieran más de lo que ella estaba dispuesta a mostrar.

El ruido del líquido al mecerse en la copa, el crujido ocasional de la leña ardiendo… todo parecía amplificado, como si el mundo se hubiera reducido a esos pequeños sonidos que la rodeaban y la presionaban.

Su pecho comenzó a oprimirse, un nudo invisible ataba su garganta. Su piel ardía y al mismo tiempo la recorría un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío nocturno. Intentó tragar saliva, pero la sensación de ahogo persistió, aferrándose a su pecho como un peso imposible de ignorar.

Necesitaba salir. Ahora.

Se incorporó con demasiada rapidez, lo que hizo que su visión se nublara por un instante. Su pulso martilleaba en sus oídos, un ritmo frenético que no podía controlar. Su instinto le gritaba que huyera, que escapara de esa casa antes de que la consumiera por completo.

—Voy a salir al jardín. Necesito un poco de aire —dijo con la voz más tensa de lo que habría deseado.

Jeremiah levantó la mirada. Hubo un instante de pausa, como si midiera sus palabras.

—Tened cuidado. Está oscuro, y la luna apenas ilumina los senderos. Además, ha refrescado bastante.

Adeline asintió con rapidez, sin atreverse a mirarlo demasiado tiempo. Tenía que salir antes de que la sensación de opresión la terminara de ahogar.

Giró sobre sus talones y salió al vestíbulo, sintiendo un leve alivio cuando la calidez del salón quedó atrás. Sin embargo, su pulso seguía desbocado mientras cruzaba la puerta y el aire fresco de la noche la golpeaba.

Respiró hondo, tratando de recuperar el control. Pero sabía que la ansiedad no se disiparía con facilidad.

No mientras siguiera atrapada allí.

La luna creciente bañaba el jardín con su tenue luz, dibujando sombras fantasmales sobre los senderos de grava. El aroma de las flores flotaba en el aire, pero no le ofrecía consuelo. Se movió con cautela, sus pasos apenas hacían ruido sobre la hierba húmeda.

Cruzó el jardín sin detenerse, y su mirada se detuvo en la verja que marcaba el límite de la propiedad.

Trepar por los barrotes, cruzar el bosque... Quizá se esconderse allí por la noche, entre los árboles, hasta que amaneciera. Después seguir caminando, sin mirar atrás, hasta que estar lo suficientemente lejos. Lejos del pueblo, lejos de todo lo que la atrapaba, donde nadie supiera quién era, donde nadie pudiera encontrarla.

Aquella fantasía anidó en su cabeza. Estaba aterrada, si.  Pero ¿qué más podía hacer cuando sabía que estaban atrapados en un matrimonio que ninguno de los dos deseaba?

Al llegar a la verja se detuvo un momento.

Recordó cómo, cuando era niña, había escalado esa misma verja con la agilidad de alguien que no conocía el miedo. No importaba cuántas veces lo hiciera, siempre lo conseguía. Pero ahora, todo era diferente. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por la ansiedad que le apretaba el pecho.

Se aferró al metal. Estaba mojado, resbaladizo. Sus dedos se deslizaban, incapaces de encontrar un buen agarre. Pero no podía detenerse. No podía dejar que el miedo la paralizara. Tenía que marcharse.

Se quitó los zapatos, y con un esfuerzo, comenzó a trepar. Cada movimiento era más lento que el anterior, cada intento más frustrante, como si la verja misma estuviera burlándose de ella.

A pesar de todo, se impulsó hacia arriba, aferrándose con fuerza a los barrotes. Buscó apoyo con el pie en una rama cercana, pero la humedad del rocío y el temblor de sus propias manos conspiraron en su contra. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de su error antes de que su agarre cediera.

Un jadeo escapó de sus labios cuando sintió su cuerpo desequilibrarse. El mundo pareció ralentizarse por un instante antes de que la gravedad la reclamara con fuerza.

El impacto contra el suelo le arrancó un grito ahogado, un sonido de sorpresa y dolor que rasgó el silencio de la noche.

Dentro de la mansión, Jeremiah alzó la cabeza de inmediato. El sonido le atravesó como una descarga eléctrica. Sin dudarlo, dejó la copa sobre la mesa y se puso en pie de un salto. Un segundo después, ya estaba junto a ella.

La encontró encogida sobre la hierba, se sujetandese el tobillo con una mueca de dolor.

—¿Adeline? —su voz era grave, cargada de preocupación mientras se agachaba junto a ella—. ¿Qué demonios hacíais aquí?

Adeline intentó recomponerse, pero la mirada penetrante de Jeremiah la mantenía inmóvil.

—Tropecé... —murmuró, evitando su mirada—.

Incrédulo arqueó una ceja.

—¿Tropezaste? —repitió con tono sarcástico, señalando la verja—. ¿Me tomáis por tonto?

Ella apretó los labios, sin saber qué responder. Las lágrimas brotaron de sus ojos, no solo por el dolor del tobillo, sino por la vergüenza de haber sido descubierta.

— Yo...— susurró sin encontrar otra cosa que decir.

Con un movimiento rápido pero sorprendentemente cuidadoso, la levantó en brazos. El cuerpo de la joven se tensó al principio, pero no tenía fuerzas para resistirse.

La llevó de vuelta a la mansión en silencio, cruzando el umbral hasta el salón. La depositó con suavidad en la butaca junto a la chimenea y desapareció sin decir una palabra.

Adeline intentó controlar su respiración, aún aturdida por la caída y el dolor punzante en su tobillo. Sabía que en la casa no había nadie más que Jeremiah y el único sirviente que él había traído consigo, un hombre al que apenas conocía. No había médicos ni damas de compañía que pudieran asistirla.

Regresó poco después con una jofaina de agua, un paño limpio y una venda. Se arrodilló frente a ella sin apresurarse, su expresión indescifrable.

—Apoyad la pierna aquí —murmuró, señalando un pequeño escabel.

Observándolo con cautela, le obedeció en silencio mientras él sumergía el paño en el agua. Sus manos eran firmes, pero su toque sorprendentemente cuidadoso cuando deslizó el paño sobre su piel, limpiando con delicadeza la suciedad y la humedad del jardín. El contraste entre la calidez de sus manos y el frescor del agua la hizo estremecerse.

—Os lastimásteis más de lo que queréis admitir —murmuró, pasando el pulgar con suavidad sobre la hinchazón incipiente de su tobillo.

Apretó los labios, sintiendo una extraña vulnerabilidad en ese momento. La forma en que sus dedos recorrían su piel, atentos a cada pequeño daño, no tenía la frialdad clínica de un médico ni la indiferencia de un extraño. Era algo más íntimo, algo que la inquietaba más de lo que quería reconocer.

Cuando terminó de lavar la herida, tomó la venda con la misma calma con la que había hecho todo hasta ahora. Sin embargo, algo en su expresión había cambiado. Sus rasgos seguían imperturbables, pero su mandíbula estaba tensa, y sus ojos parecían opacos, apagados.

—Si deseáis marcharos —dijo con voz baja y medida—, hacedlo de día y por la puerta principal. Esta es vuestra casa. Podéis entrar y salir cuando queráis.

Hizo una pausa mientras envolvía su tobillo con la venda, su toque aún cuidadoso, pero su agarre más firme, como si intentara contener algo.

—Pero no quiero volver a encontraros escalando la verja como una fugitiva. ¿Entendido?

No alzó la voz, pero había algo en su tono que la hizo estremecerse. No era enojo, ni siquiera una advertencia, sino algo más sutil. Algo que sonaba peligrosamente a herida.

El calor subió a sus mejillas. Bajó la mirada, incapaz de sostener la mirada opaca de Jeremiah. No respondió. No podía.

Jeremiah se incorporó, y por unos segundos se quedó mirando a su joven esposa. Estaba dolido pero podía entender su miedo. Pasó una mano por su cabello oscuro. Luego, sin previo aviso, volvió a cargarla en sus brazos.

—No tenéis por qué cargarme. Puedo sola—murmuró.

El no se inmutó y siguió subiendo los escalones con paso firme, sosteniéndola en sus brazos sin ningún esfuerzo. Adeline forcejeó aunque su resistencia fue inútil.

—No esta noche.— pronunció soltando una leve risa. —Cruzar el umbral con la esposa en brazos es una tradición.

La sangre se le heló en las venas.

¿Había llegado entonces el momento que había temido desde que aceptó este matrimonio?

El recuerdo de su madre advirtiéndole sobre el deber de una esposa cruzó su mente con la misma claridad con la que ahora veía la puerta de su dormitorio acercándose.

"Esposo y esposa deben consumar su unión. No es cuestión de deseos si no de obligaciones"

Dejó de luchar.

Su cuerpo se tensó, pero no volvió a moverse. Su resistencia ya no tenía sentido. No podía evitarlo, ni retrasarlo. Estaba casada. Era su deber. Sólo asintió con la cabeza y bajó la mirada a sus pies.

Podía soportarlo.

Tenía que soportarlo.

Cuando Jeremiah cruzó el umbral de la habitación y la depositó sobre la cama, Cerró los ojos con fuerza, preparándose para lo inevitable. Sintió cómo el colchón cedía bajo su peso cuando él se inclinó sobre ella.

El aire a su alrededor se volvió más espeso.

Se quedó inmovil, con los labios apretados y su corazón latiendo frenético contra su pecho.

—Te ayudaré con el vestido —comentó de pronto, en un tono más neutro.

Adeline lo miró sin comprender.

—¿Qué…?

—Los botones —explicó él, con un leve ademán hacia su espalda—. No podréis alcanzarlos sola.

Ella sintió cómo la tensión volvía a invadir su cuerpo.

—Yo…

Antes de que pudiera reaccionar, Jeremiah extendió las manos y, con parsimonia, desabrochó el primer botón.

El roce de sus dedos contra la piel desnuda de su espalda hizo que Adeline se estremeciera involuntariamente

— No se lo que tengo que hacer. — confesó con la voz apenas audible Supongo que deberéis guiarme. — murmuró rindiéndose, incapaz de mirarle a los ojos.

— Vaya, después de esa caída estáis muy dócil. — Espetó

Adeline tragó saliva y levantó levemente la barbilla en señal de orgullo pero rendida ante lo inevitable.

— Estoy seguro que en cuanto empiece, sabréis perfectamente lo que tenéis que hacer. No tenéis de qué preocuparos.— Pronunció con calma.

Su tono la hizo estremecer. Levantó la mirada y le encontró observándola. Sus ojos ambarinos tenían ahora un brillo de diversión. Su garganta se cerró y su piel se erizó cuando él alzó la mano y comenzó a desabrochar el primer botón de su vestido.

El roce de sus dedos rozando su espalda desnuda la hizo contener el aliento. Estaba rígida y sus ojos se perdían en el dosel de la cama.

— Estáis muy tensa, esposa mia— murmuró desabrochando otro boton con deliberada lentitud— deberíais relajaros.

Su tono aunque calmado, tenía un matiz casi burlón como si se divirtiera ante su incomodidad.

Apretó las manos contra su regazo, sin saber que decir.

— Os divierte esto ¿Verdad? — susurró sin atreverse a girarse.

Jeremiah esbozó una leve sonrisa, inclinándose un poco más hacia ella.

— Un poco.

Su piel ardía y su corazón latía con fuerza contra su pecho.

Los botones seguian cediendo uno a uno.

Adeline se mordió el labio, incapaz de responder. Su mente estaba nublada, atrapada en aquella cercanía, en la intensidad con la que Jeremiah parecía estudiar cada uno de sus gestos.

Cuando llegó al último, sus manos se detuvieron. El aliento sobre su nuca y el calor por su proximidad la hizo contener el aliento.

— Ya está.—continuó, su voz baja y aterciopelada.

Ella parpadeo confusa.

— ¿Que..?

Jeremiah se apartó con una sonrisa ladeada y la diversión brilló en sus ojos ambar.

— Los botones. Ya está.

Su pulso se aceleró en sus venas mientras la distancia entre ellos disminuía. Jeremiah la miraba intensamente. Lentamente, él se inclinó hacia adelante. Ella cerró los ojos y contuvo el aliento, esperando el contacto de sus labios. Pero en lugar de eso, Jeremiah le colocó un mechón de cabello detrás de la oreja con un gesto suave y se apartó.

La risa de Jeremiah rompió el silencio.

Adeline abrió los ojos de golpe, encontrándose con su mirada iluminada por una mezcla de diversión e incredulidad.

—Dios mío —susurró él, con una sonrisa burlona—. ¿Pensabais que os iba a besar?

La vergüenza se instaló en su pecho subiendo a sus mejillas, formando un nudo que casi la hizo jadear.

—Yo…

No pudo terminar la frase.

Jeremiah se incorporó, pasándose una mano por el cabello oscuro.

— Acabáis de intentar huir de mi, Adeline ¿Creéis que podría tener ganas aún así de besaros?—dijo con voz baja, aún con un leve rastro de risa.

Ella sintió que su rostro ardía.

—No es necesario que os burléis —susurró, sintiendo una humillación insoportable.

Él la observó por un instante, y algo cambió en su expresión. La diversión se desvaneció, dejando en su lugar una sombra de algo más profundo.

—No me burlo —dijo finalmente.

Con un gesto inesperadamente cuidadoso, deslizó la manta sobre sus hombros, asegurándose de que estuviera cubierta.

— Ante el mundo, sois mi esposa. Pero aquí dentro... No tenéis que representar un papel que no deseáis.

Y, sin más, se puso en pie y se giró.

—Buenas noches, Adeline.— pronunció antes de salir del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.

Cuando Jeremiah cerró la puerta tras de sí, Adeline permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el dosel de la cama. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero ahora había algo más allá del miedo: una chispa de curiosidad. ¿Por qué había actuado así? ¿Qué motivaba a un hombre como Jeremiah a ser tan considerado cuando fácilmente podría haber exigido lo contrario?


























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