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1


El aire del bosque se filtraba por la ventana, cargado con el aliento pesado de la tierra húmeda y las hojas secas, invadiendo la habitación con un olor persistente.

Un murciélago cruzó velozmente junto al cristal, apenas una sombra fugaz que se deslizó entre las nubes que se apretaban sobre el cielo gris, como presagiando algo.

Adeline llevó los dedos a las puntas de su cabello, torciéndolas con gesto distraído. Había algo en esa mansión solitaria, en la cima de la colina, que le helaba los huesos, como si fuera una amenaza silenciosa.

Un golpe sordo contra el cristal la hizo dar un paso atrás. El sonido, seco y punzante, cortó el aire. Su mirada recorrió la ventana, buscando el origen, mientras su corazón latía más rápido de lo normal. "Solo una rama", pensó, aunque el leve temblor en sus manos le decía lo contrario.

-¡Adeline! -La voz firme de su madre la arrancó de su trance-. ¡Deja de perder el tiempo y ven a ayudarme con la cena!

La joven se apartó de la ventana, alisó la falda marrón, y su mano tropezó con un pequeño enganchón en el tejido. Respiró hondo, ajustó el delantal y, tras asegurarse de que el daño era mínimo, se dirigió a la cocina con una calma que no sentía.

-Madre -dijo, procurando que su tono sonara despreocupado-, ¿la mansión Thornston siempre ha estado vacía?

La cuchilla se detuvo en el aire, suspendida como si el tiempo hubiera dejado de moverse. La mirada de su madre se clavó en ella, sus ojos cansados y claros, escrutándola con una intensidad que la hizo querer apartarse. Sin responder, Harriet apartó la vista hacia la ventana, donde la silueta de la mansión se destacaba contra el cielo gris, sombría y distante.

-¿Por qué preguntas eso? -Su voz, tensa, se filtró entre el silencio.

Adeline se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. -Pura curiosidad. ¿Conocía a los señores que vivían allí?

El filo de la cuchilla retomó su trabajo, pero más lento, como si su madre estuviera buscando las palabras.

-Sí, los conocía -respondió finalmente, su tono volviendo a ser distante-. La señora Thornston, Claire, era una amiga de la familia.

-¿Y qué sucedió? -Preguntó, más rápido de lo que había planeado.

Harriet dejó la cuchilla sobre la mesa con un golpe seco, y se volvió hacia ella, los brazos cruzados en un gesto defensivo.

-¿No habrás vuelto a acercarte a esa casa? -su voz adquirió un tono grave, que hizo que Adeline bajara la mirada, negando casi sin pensarlo. -Es una historia terrible -agregó finalmente.

El silencio se instaló entre las dos, roto solo por el golpeteo esporádico de la lluvia contra los cristales. -No es algo de lo que se hable, ni entonces ni ahora. Y sería mejor que no hicieras más preguntas. Hay secretos que deben quedarse donde están -añadió, bajando la voz, aunque su tono era firme.

La advertencia, en lugar de calmarla, alimentó la curiosidad de Adeline, un deseo aún más fuerte por desenterrar lo que su madre temía contar.

-¡Cuéntamelo, madre! ¿Qué historia? -insistió, inclinándose hacia ella, incapaz de ocultar la urgencia en su voz, como si supiera que aquel momento no podía escapar.

Harriet la miró, el brillo en sus ojos profundizándose, pero antes de hablar, su expresión se endureció.

-Está bien... tal vez así entiendas lo peligroso que puede ser acercarse a esa casa -dijo con voz baja, su mirada severa, como si en ella se ocultara un secreto que Adeline aún no podía comprender.

Adeline no respondió, pero una ligera sonrisa curvó sus labios. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa, con esa chispa vivaz y curiosa que siempre brillaba en su rostro cuando algo la intrigaba.

-El señor Thornston... Era un hombre que no pasaba desapercibido. Su porte, su aire de autoridad, obligaban a mirarlo.

Harriet hizo una pausa, como si buscara las palabras exactas para describirlo.

-Alto, impecable, con ese cabello oscuro que parecía nunca despeinarse... y sus ojos... -añadió, dejando la frase flotando en el aire-. Tenía una mirada que te atravesaba. No hacía falta que hablara; era como si pudiera leerte el alma.

Adeline esbozó una sonrisa traviesa, alzando las cejas.

-¿Y todas las muchachas suspiraban por él? -preguntó, disfrutando más de la historia de lo que quería admitir.

Harriet dejó escapar un suspiro ligero, acompañándolo con una sonrisa nostálgica.

-Incluso yo, lo confieso -dijo, con un brillo que se desvaneció tan rápido como apareció-. Pero Thornston no era solo atractivo; tenía una inteligencia y una forma de hablar que lo hacían irresistible. La gente lo respetaba... y también lo temía. No porque fuera cruel, sino porque siempre parecía saber algo que los demás no.

La voz de Harriet se apagó mientras dejaba las zanahorias a un lado para cortar una calabaza. Adeline, apoyada en la mesa, tamborileaba los dedos con impaciencia, ansiosa por más detalles.

-Entonces llegó Claire -continuó Harriet, con una suavidad que le iluminó el rostro-. La sobrina del señor Hartridge. Había perdido a sus padres y, pese a todo, traía una alegría que desbordaba. Era imposible no mirarla. No porque fuera la más hermosa, sino porque parecía irradiar vida. Cada vez que Claire entraba en una habitación, todo a su alrededor cobraba sentido.

Adeline, incapaz de contenerse, se inclinó hacia adelante.

-¡Y él se enamoró de ella! -exclamó con una mezcla de asombro y deleite.

Harriet asintió, lenta, como si volviera a presenciarlo todo.

-Desde el primer momento. Thornston no era de los que se dejaban llevar fácilmente, pero con ella fue distinto. En poco tiempo, la estaba colmando de atenciones, regalos, todo lo que pudiera demostrarle lo que sentía. Era un amor que no ocultaba. Y para sellarlo, mandó construir la mansión en la colina. Cada detalle estaba pensado para Claire, como si fuera un homenaje.

Adeline soltó el aire, dejándose llevar por la imagen. En su mente, la mansión se alzaba como un castillo de cuentos.

-¿Y Claire, también se enamoró? -murmuró, con los ojos brillantes.

-Con la misma intensidad -respondió Harriet, su voz teñida de melancolía-. Pero no todos estaban de acuerdo. El señor Hartridge, su tutor, era un hombre ambicioso, y aunque aceptó el cortejo al principio, algo cambió poco antes de la boda.

Adeline frunció el ceño confundida.

-¿Qué cambió?

Harriet negó con la cabeza, como si aquel detalle aún la desconcertara.

-Nunca lo supe. Solo sé que hubo una disputa entre Hartridge y Thornston. Fue tan violenta que Hartridge rompió el compromiso y prohibió a Claire volver a verlo.

Adeline se irguió, indignada.

-¡Eso es cruel! ¿Por qué haría algo así?

-Hartridge tenía sus razones, aunque jamás las explicó. Pero Claire... -Harriet hizo una pausa, el filo de sus palabras más agudo-. Claire quedó destrozada. No comía, no dormía... Era como si la vida se le escapara.

El fuego crujía suavemente en la chimenea mientras Harriet removía la sopa. Su voz se volvió un susurro.

-En su desesperación, Claire se escapó con Thornston. Se casaron en secreto.

Adeline apenas respiraba, sus ojos fijos en su madre.

-¿Y fueron felices?

Harriet soltó una risa breve, carente de alegría.

-Al principio, sí. Claire recuperó la sonrisa, y hasta Hartridge pareció ceder con el tiempo. Cuando quedó embarazada, todos pensaron que la familia estaba destinada a un final feliz. Pero entonces...-La cuchara se detuvo en el aire.-Claire enfermó. Al principio era solo cansancio, nada grave. Pero su fuerza se desvanecía día tras día. Nadie entendía qué le ocurría. Thornston trajo médicos, curanderos, gastó una fortuna en remedios, pero nada funcionó. Era como si algo dentro de ella estuviera consumiéndola. Estaba desesperado. Nunca había perdido el control... hasta entonces. Era como si el mundo se derrumbara a su alrededor, pero no podía hacer nada.

El peso de aquella historia cayó sobre la habitación como una manta pesada, sofocante. Adeline, que hasta entonces había estado inquieta, quedó completamente inmóvil, las palabras atascadas en su garganta.

-¿Murió? - inquirió aunque ya sabia la respuesta.

-Sí... -admitió al cabo de un momento, apartado la mirada hacia la sopa-. Murió.

El silencio se alargó, denso y lleno de preguntas que Adeline no se atrevía a formular. Pero sus ojos la traicionaban, encendidos con una curiosidad que Harriet reconoció al instante.

-Fue durante el parto -añadió Harriet, como si arrancarse esas palabras le doliera físicamente-. La gente decía que no iba a sobrevivir. Que el brillo que Claire tenía cuando llegó al pueblo había desaparecido por completo.

Adeline tragó saliva, intentando no imaginar el sufrimiento.

- Pobre señor Thurnston. -se atrevió a pronunciar.

Harriet se detuvo un instante, sus dedos tensándose alrededor de la cuchara de madera.

-Thornston... perdió la razón. Se desató el caos en esa casa. Sus gritos se escuchaban por todo el pueblo. Al principio eran de desesperación, pero luego... -la voz de Harriet tembló, como si revivir aquel recuerdo le exigiera más de lo que estaba dispuesta a dar-. Luego fueron gritos de ira. Gritos de alguien que había perdido todo.

Adeline apretó las manos contra su regazo, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

-Lo destrozó todo -dijo Harriet, con los ojos fijos en el vacío-. Los muebles, los espejos, los retratos de Claire que colgaban en las paredes... Nada quedó intacto. Cuando los criados trataron de detenerlo, huyó a la gran sala y empezó a golpear las paredes con sus propias manos, como si quisiera derribar la mansión que había construido para ella.

Mientras escuchaba atenta, y con su corazón latiendo con fuerza, Adeline se inclinó hacia adelante.

-¿Y nadie trató de calmarlo?

Harriet asintió lentamente, pero su expresión se ensombreció aún más.

-Lo intentaron. Hasta el párroco vino a hablarle, y el señor Hartridge apareció al día siguiente con una escolta, pero... cuando lo encontraron...

La voz de Harriet se quebró y necesitó un momento para continuar.

-Estaba colgado en el gran salón. Una cuerda gruesa alrededor de su cuello, balanceándose bajo la gran lámpara.

Adeline se cubrió la boca con una mano, horrorizada.

-¿Y el bebé? ¿Que fue de él? ¿También murió en el parto?-preguntó, esta vez con un hilo de voz.

-Hartridge vio al bebé cuando nació. Dijo que no era humano.

-¿Qué quieres decir?- preguntó

Harriet se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta un susurro.

-Dijo que tenía ojos rojos... como el fuego. Su piel era grisácea, escamosa, y cuando lo tocó, estaba fría como el hielo. Juró que no era un bebé, sino un engendro... un castigo del infierno que había venido a llevarse a Claire. Al día siguiente, cuando encontraron al señor Thurnston ahorcado, la cuna estaba vacia. Algunos creen que Hardtrige lo mató...otros que fue su propio padre el que, en un ataque de furia, arrojó su cuerpo al pozo del jardín.

Adeline frunció el ceño, sus pensamientos aturdidos por la oscuridad de aquella historia.

-¿Y tú qué crees? -preguntó, incapaz de contenerse.

Harriet negó con la cabeza.

-Hay quienes aseguran que el bebé nunca murió. Que algo tan oscuro no puede ser destruido.

- Pero ... Aunque fuera un ser demoníaco... Solo era un bebé. ¿Como iba sobrevivir?

Harriet se acercó, inclinándose tanto que Adeline podía sentir el aroma de las hierbas que había usado en la sopa.

- Afirman que esa criatura escapó... reptando entre las sombras, escondiéndose en los rincones más oscuros de la mansión.

-¿Crees que sigue allí?- cuestiono Adeline abrazándose a si misma.

Harriet no respondió de inmediato. Miró por la ventana, donde los rayos iluminaban el oscuro cielo.

-Dicen que los campesinos que se pierden en los bosques cercanos ven dos ojos rojos brillando entre las sombras... Y que, si escuchas con atención, puedes oír el llanto de un bebé.

-¿Y tú? -preguntó en un susurro tembloroso-. ¿Tú lo has visto?

Miró a su hija con una intensidad que hizo que Adeline deseara no haber preguntado.

- Yo no he visto ni escuchado nada. Pero te aseguro que no tengo intención de acercarme y comprobarlo.

La habitación quedó en completo silencio, salvo por el crepitar del fuego. Afuera, el viento seguía aullando, y la lluvia comenzó a golpear los cristales como si el mismo bosque quisiera advertirles de algo que estaba a punto de suceder.



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