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VIII La misericordia es una debilidad

—¿Crees que se lo haya comido? —Daria pregunta a Ruxandra en voz baja mientras tomamos el desayuno.

Pese a que la pregunta es apenas un susurro casi imperceptible, soy capaz de escucharlo fuerte y claro. De inmediato, siento la bilis subiéndome por la garganta y unas fuertes ganas de vomitar me embargan; pero me las arreglo para mantener el contenido de mi estómago en su lugar.

—¿El dedo? —Ruxandra inquiere, en un cuchicheo y aprieto la cuchara que tengo entre los dedos con más fuerza de la que me gustaría. El plato de avena frente a mí está intacto y, pese a que tengo hambre, no he podido hacerme tragar un solo bocado de la comida que, muy amablemente, Anton ha preparado para nosotros—. Por supuesto que sí. Hasta una copa de vino pidió que le subieran.

Me muerdo el interior de la mejilla para reprimir las ganas que tengo de pedirles que cierren la boca. Que es del dedo de Nicoleta del que están hablando, pero me limito a beber un poco del té caliente con el que acompaño la avena.

—¿Supiste del escándalo de anoche? —Daria continúa.

—¿Después de lo de Nicoleta? Algo escuché, pero no sé bien qué fue lo que pasó. —Ruxandra responde.

—Dice Sanda que escuchó a Mirela hablando con Emmeran y que, al parecer, el príncipe no se conformó con lo que le hizo a la pobre de Nico. —Las palabras de Daria llaman mi atención de inmediato—. Según Sanda, Mirela estaba muy alterada porque el príncipe tuvo un altercado con uno de sus consejeros. Dice que, luego de que todo el mundo se fue a sus habitaciones, el príncipe salió de sus aposentos, se dirigió a los del vizconde: Lord Dragos, y entró sin hacerse llamar. —Hace una pequeña pausa—. Tengo entendido que se escucharon gritos y que el consejero salió berreando, sosteniendo su brazo ensangrentado contra su cuerpo y gritándole al príncipe que estaba loco.

Soy capaz de sentir cómo toda la sangre se fuga de mi rostro casi de inmediato y la exclamación horrorizada de Ruxandra refleja el terror que me embarga a mí misma.

—¡¿También le cortó un dedo?! —Ruxandra susurra, con horror.

—¡La mano entera, Rux! —Daria replica—. ¡Le cercenó la mano a uno de sus consejeros!

En ese momento —y sin poder evitarlo—, vuelco mi atención hacia ellas, quienes, ante el escrutinio repentino, lucen avergonzadas. Sin decir una sola palabra, me pongo de pie de la mesa porque no quiero escuchar más. Mis nervios ya alterados no pueden soportarlo.

Siento que las manos me tiemblan cuando llevo el plato hasta el fregadero de la cocina —donde estamos tomando los alimentos— y trato de no pensar demasiado en lo que acabo de escuchar.

Anoche casi no pude dormir debido a la angustia apabullante que me provocó la escena que presenciamos y, el poco tiempo que logré conciliar el sueño, fue para revolverme en la cama debido a las pesadillas.

Todas ellas eran sobre dedos cortados, berridos y miradas carmesí más gélidas que el más crudo de los inviernos.

—Lyena... —La voz a mis espaldas me saca de mis cavilaciones y me giro sobre mi eje de manera abrupta. El alivio viene en oleadas grandes cuando me percato de que es mi madre la que me llama—. Mirela necesita que vayamos al pueblo a hacer la despensa. Bogdan va a llevarnos. ¿Te espero en los establos?

Me llevo una mano al pecho, sin disimular el hecho de que me ha sacado un susto de muerte, pero asiento.

—Enseguida voy —digo y, sin esperar a que diga nada más, mi madre se encamina hacia la salida de la cocina.

Yo la sigo a los pocos minutos. Esta vez, mientras salgo de la estancia, ni Daria ni Ruxandra disimulan las miradas culpables y avergonzadas que me dedican.


***


Han pasado ya casi una semana desde el incidente con Nicoleta y, con el pasar de los días, los ánimos poco a poco han ido volviendo a la normalidad.

Las cosas aún estuvieron tensas durante las primeras veinticuatro horas posteriores. Sobre todo porque nos enteramos que el príncipe también mandó de vuelta a la capital a Lord Dragos: el consejero al que le cercenó una mano. No estuve presente, pero fue ha sido el cotilleo de la semana. Al parecer, el vampiro tuvo la osadía de amenazar a Velkan con contarle a su padre lo que le había hecho y el príncipe, sin un ápice de preocupación, le dijo que lo hiciera. Que se largara en ese momento a llorarle a su padre acerca de cómo le había cortado la mano y que, de paso, le dijera cómo es que su familia —la del consejero— le ha estado robando dinero a la corona.

Según lo que escuché, Velkan le dijo, delante de todo el mundo, que más le valía contárselo todo o él mismo iba a decírselo a su padre y que, no conforme con ello, iba a mostrarle pruebas al respecto.

Dragos intentó fingir demencia, pero el hijo del rey no se doblegó ni un instante y lo echó del castillo. Le dijo que, a su regreso, esperaba que el consejero mismo le hubiese contado todo a su padre o, de lo contrario, iba a hacerlo él.

Horas más tarde, Lord Dragos ya se había marchado, junto con su guardia personal y uno de los carruajes reales del castillo.

Desde entonces, los ánimos en el castillo se han calmado.

Pese a que aún se cuchichea respecto a lo ocurrido y a que todo el mundo está a la expectativa de lo siguiente que hará Velkan, todo pareciera estar en relativa calma.

En cuanto a mí se refiere, he evitado pisar las alas principales como la peste, así como estar en servicio en el comedor o cualquier lugar en el que pueda estar cerca del príncipe. Emmeran y Mirela tampoco me han asignado ninguna tarea que implique estar orbitando alrededor de él, cosa que agradezco.

Con todo y eso, no puedo sacarme de la cabeza lo ocurrido con Nicoleta. Todavía, si cierro los ojos, soy capaz de visualizar el vestíbulo ensangrentado. Incluso, a veces, todavía soy capaz de recordar el sonido de los gritos horrorizados de la chica.

—Atenta, Lyena, que solo tenemos treinta minutos más. —La voz de Bogdan me saca de mis cavilaciones y me traen de vuelta al aquí y al ahora.

Parpadeo un par de veces, en el afán de deshacerme del estupor que me envuelve y me aclaro la garganta antes de mirar al hombre que me observa a pocos pasos de distancia.

—Lo siento —musito—. Me distraje un poco.

Él asiente con dureza, pero no luce nada conforme con mi declaración. No lo culpo ni un poco. Desde lo ocurrido con Velkan y Nicoleta, se ha empeñado en enseñarme más sobre defensa personal, el manejo de la daga que me regaló y puntos en los cuales se puede herir a un vampiro para salir viva —y casi en una sola pieza— durante un enfrentamiento. Y ha conseguido que, todos los días, al menos durante unos minutos, practiquemos algo nuevo.

—Ven aquí... —pide y yo obedezco—. Imagina que estás en un ataque a poca distancia; que tu agresor te tiene acorralada y tienes realmente poco espacio para moverte. Tampoco tienes alcance de tu daga y debes ponerte a salvo.

Asiento, atenta a lo que dice.

—Deberás buscar el punto más vulnerable. Por lo regular, sea la criatura que sea, serán los genitales. Una rodilla bien clavada en la entrepierna te dará la oportunidad de girarte, con el brazo levantado, para golpear con el codo directo a la cara. —Mientras explica, me muestra los movimientos que debo de hacer con lentitud—. Esto te dará la oportunidad de poner distancia entre ustedes. —Hace una pausa—. En un humano, te dará la oportunidad de escapar. Con un vampiro, no correrás con esa suerte, ya que son más rápidos y ágiles. Sin embargo, te dará tiempo de alejarte, tomar tu daga y prepararte para clavarla en alguno de los puntos debilitantes, que son... —Deja las palabras al aire para que yo concluya con aquello.

—Ojos, oídos, nariz, garganta, ingle, empeine, bajo la quijada, costillas y... —Cierro los ojos para tratar de recordar el último, sin éxito alguno.

—Dedos del pie. —Bogdan me recuerda con paciencia—. Te sorprendería cuánto puedes inmovilizar a alguien clavándole un puñal en algún dedo del pie.

—¿Y cómo diablos voy a tener la puntería de darle al dedo del pie? —Inquiero, con una sonrisa irritada en los labios— ¿Quién la tiene?

Bodgan sonríe y se encoge de hombros.

—No lo sé, pero nunca está de más que lo sepas. Puedes necesitarlo alguna vez —dice.

Yo ruedo los ojos al cielo, pero no digo nada más mientras que practicamos el movimiento del giro con el brazo y el codo.


Treinta minutos más tarde, me encuentro dirigiéndome a paso rápido en dirección a la cocina, donde me tocará asistir lavando trastes y cortando verduras mientras se prepara la cena. Voy un poco retrasada, así que casi puedo escuchar a Anton sermoneándome por la demora; pero estoy mentalizada a no darle la satisfacción de verme avergonzada.

Evito el vestíbulo principal a toda costa, así que tomo el atajo del patio, para entrar por la puerta de servicio de la cocina.

Al entrar al lugar, me recibe el delicioso aroma a mantequilla y especias. Lo que sea que Anton prepara para esta noche, debe ser un manjar.

Alina está cerca del fogón, mezclando una olla que parece contener una especie de sopa. Sanda rebana un trozo de carne en lonchas finas y Anton mezcla algo en una sartén grande.

Sin esperar a que nadie me diga nada, me lavo las manos y, una vez lista, me acerco al chef para pronunciar:

—¿Con qué empiezo?

El hombre me mira con confusión durante unos instantes, antes de negar con la cabeza.

—Ya viene Ruxandra a auxiliarnos por aquí —dice, volviendo su atención a lo que hace.

Niego con la cabeza.

—Mirela me dijo que me tocaba ayudar en la cocina.

—¿No te lo dijeron?

—¿El qué?

—Mirela me dijo que no podrías ayudarnos por aquí hoy —explica—. El príncipe ha preguntado por ti. —Vierte un poco de aceite en el sartén, ajeno a la revolución que su comentario me ha provocado y, sin mirarme, añade—: No tengo tiempo de esto. Busca a Mirela. Ella te dirá dónde debes de estar.

Aprieto los puños, al tiempo que reprimo el impulso que siento de quejarme. De pedirle a Anton que me ponga a hacer algo antes de que me manden a asistir al príncipe, pero me trago las palabras y asiento con dureza antes de dirigirme hacia la salida de la cocina.

Me toma cerca de diez minutos encontrar a Mirela, pero, en el instante en el que me ve, se acerca a mí con una mueca cargada de disculpa.

—Lyena, el príncipe necesita que vayas a ayudarle a alistarse para la cena —dice.

Trago duro para deshacerme del nudo que siento en la garganta. Se siente como si pudiese vomitarme encima en cualquier momento.

—¿N-No puede hacerlo alguien más?

Mirela duda un segundo.

—Ha ordenado que seas tú.

Mi corazón se salta un latido.

«Ay, maldita sea...».

Aprieto la mandíbula.

—De acuerdo. —Apenas puedo pronunciar—. Enseguida voy.

—Lyena... —La voz de Mirela me detiene a medio camino de la salida de la estancia y me vuelco para mirarla—. Por favor, ten mucho cuidado.

Sus palabras no hacen más que incrementar el pánico creciente dentro de mí, pero me las arreglo para regalarle una sonrisa tranquilizadora.

—Lo haré. —Le aseguro, aunque no estoy segura de lograr mantenerme a salvo cerca de Velkan luego de lo que pasó entre nosotros la última vez.

Trato de no pensar demasiado en ello y, haciendo acopio del poco valor que me queda en el cuerpo, me encamino hacia los aposentos reales.

Es casi ridícula la forma en la que, en mi cabeza, voy repasando una a una las lecciones de Bogdan de esta semana. Como voy imaginando cada escenario posible en el que él me ataca o me acorrala y yo tengo que defenderme para escapar, mientras que avanzo por los espaciosos corredores en dirección a mi destino.

Soy plenamente consciente del roce de la daga que llevo atada a la pierna contra mi piel, así como del crucifijo de plata que me cuelga del cuello y eso, de alguna manera, me hace sentir un poco más segura; sin embargo, sigo sintiéndome como si estuviese a punto de desfallecer.

Las manos me tiemblan mientras las coloco sobre las puertas dobles de la habitación donde el príncipe duerme y me permito unos instantes de pánico absoluto antes de entrar.

Mi frente se pega a la madera fría y cierro los ojos con fuerza mientras que inspiro profundo. Se siente como si me faltara el aire y la cabeza me da vueltas. El terror que siento es vergonzoso y, al mismo tiempo, trato de recordarme a mí misma que no estoy así de asustada en vano. El príncipe Velkan es una criatura cruel y despiadada. Le arrancó un dedo a Nicoleta y cercenó la mano de uno de sus consejeros. Todo en menos de veinticuatro horas. Por supuesto que estar aterrorizada es lo normal en estas circunstancias y, de todos modos, quiero golpearme por ello. Quiero gritar de la frustración por lo intimidada que me siento.

Tomo una bocanada grande de aire y lo contengo unos instantes antes de dejarlo escapar con lentitud.

Abro los ojos...

... Y empujo las puertas con suavidad.

La visión con la que me encuentro hace que me congele en mi lugar y, durante unos segundos, olvido lo que ocurrió hace poco menos de una semana.

El príncipe está ahí, del otro lado de la estancia, con la vista clavada en el ventanal que da hacia el cementerio, dándome la espalda. Viste una camisa color crema y unos pantalones azul marino, y lleva el cabello revuelto y húmedo.

Lleva las manos entrelazadas en la espalda y su postura es tan elegante, que me pregunto cómo es que una criatura que puede moverse con tanta gracia y lucir tan inofensivo puede inspirar tanto miedo.

Hago una pequeña reverencia, pese a que no puede verme.

—Su Alteza... —digo, a manera de saludo—. ¿Me mandó llamar?

—Has estado escondiéndote de mí. —La voz suave pero firme de Velkan me eriza los vellos de la nuca y hace que un nudo me atenace las entrañas. No me toma desapercibido el hecho de que lo ha afirmado. No está preguntándome si lo he evitado. Él sabe que es así.

No me mira. Ni siquiera se mueve de dónde se encuentra.

Me mojo los labios con la punta de la lengua.

—Mis tareas se desempeñan en otras partes del castillo —digo para justificarme, pero ambos sabemos que nada de eso es verdad. Al menos, no del todo.

—Te dije que no me mintieras y te empeñas en hacerlo, Lyena. —Esta vez, me mira por encima del hombro y clava su penetrante mirada en mí.

—No estoy...

Se gira y me hace callar con un gesto. Sus ojos están fijos en mí, pero no luce enojado. Solo... cansado.

—Ni siquiera te molestes —replica—. Sé que me mientes descaradamente. Mejor déjalo así o voy a enojarme de verdad.

Aprieto los dientes, pero no digo nada. Me limito a mirarlo sin saber muy bien qué hacer a continuación.

—No encuentro el conjunto de chaqueta negra con bordados en hilos de plata —dice, al cabo de unos instantes, haciendo una seña en dirección a su inmenso armario—. ¿Podrías...?

—Enseguida —respondo, sin siquiera permitirle terminar la oración y, agradecida de tener algo en qué ocuparme, me pongo manos a la obra.

Puedo sentir su escrutinio mientras que remuevo las prendas de un lado a otro, pero trato de no tomarle demasiada importancia a pesar de lo mucho que me intimida la forma en la que me observa.

Finalmente, cuando localizo el cambio que busca, lo pongo con cuidado sobre la cama antes de encararlo.

—¿Necesita que le ayude a vestirse? —inquiero, deseando con todas mis fuerzas que diga que no, pero no lo hace. Al contrario, asiente con lentitud sin apartar su vista de mí.

Él, sin decir una palabra, comienza a desabotonarse la camisa y, pese a que quiero apartar la vista, no lo hago. No puedo hacerlo. No puedo dejar de contemplar su perfecto torso desnudándose ante mí.

No deja de mirarme mientras que me acerco con una camisa blanca entre los dedos, pero la declina con un gesto.

—Quiero usar la negra opaca de bordados satinados —ordena, y me detengo en mi lugar para volver al armario.

Esta vez, ser plenamente consciente de la desnudez del príncipe me distrae más de lo que me gustaría; sin embargo, al cabo de unos minutos más, encuentro la prenda elegida.

Dudo unos instantes antes de acercarme y él parece notarlo, ya que su mirada se oscurece un poco.

—Me tienes miedo. —No es una pregunta. De nuevo, lo está afirmando.

Silencio.

Sé que no tiene caso negarlo. Que él puede olerlo en mí, así como lo olió en Nicoleta. Es absurdo negarle algo que él sabe de antemano.

—Con todo respeto, Su Alteza, se lo dije antes: sería una estúpida si no lo hiciera —replico. Él me da la espalda y extiende los brazos para que le ayude a ponerse la camisa.

Otro silencio.

—Le di una buena recomendación a tu amiga Nicoleta —dice, con una naturalidad que me hace sentir enferma. Como si no la hubiese echado de aquí a mitad de la noche, herida y aterrorizada.

—Dudo mucho que pueda trabajar ahora mismo si está recuperándose de una herida como la que se le fue hecha. —No puedo contener las palabras que me brotan de los labios casi por voluntad propia.

—¿Y qué debía hacer? ¿Premiarla por haberme robado? ¿Permitirle conservar su empleo?

—Creo que permitirle conservar las manos enteras habría sido suficiente —suelto con más dureza de la que me gustaría y casi quiero golpearme por la osadía. Velkan ya había empezado una vendetta en mi contra luego de la estupidez que le dije cuando accedí a subirme al caballo con él. Ahora, con esto, va a terminar por hacerme la vida un infierno.

Ninguno de los dos dice nada más. Él se limita a permitirme ayudarle y yo lo hago sin chistar.

—Me parece un poco irónico que, pese a que yo no le corté el dedo, estás condenándome como si lo hubiese hecho —dice, cuando le estoy colocando la chaqueta sobre los hombros.

—Los Guardias reales jamás habrían actuado sin una orden expresa.

—Una orden que no di yo.

Se gira para mirarme y, por instinto de supervivencia, doy un paso lejos.

Si lo nota, no dice nada. Se limita a mirarme fijamente a los ojos.

De inmediato, las piezas empiezan a embonar en mi cabeza. El motivo por el cual castigó a su consejero tiene más sentido ahora que puedo ver la situación, como si fuese una obra teatral, en mi cabeza.

Velkan no ordenó que le cortasen el dedo a Nicoleta. Fue su consejero. Por eso le cercenó la mano.

La resolución de este hecho me hace sentir horrorizada y aliviada en partes iguales.

Ni siquiera me atrevo a especular qué le habría hecho Velkan a Nicoleta delante de todo el mundo. Cuáles eran sus verdaderos planes para ella...

—No detuviste a los guardias —digo, olvidándome por completo de los protocolos.

Él niega con lentitud.

—¿Para quedar como un pelele frente a todo mi personal? ¿Cómo alguien que puede ser subordinado por su propio consejo? —Suelta una risa corta y carente de humor—. Por supuesto que iba a hacer parecer que fue una decisión premeditada y orquestada por mí.

Es mi turno de negar.

—Y, de todos modos, te aprovechaste de la situación para tener un postre digno de... —Trago duro—. Tus gustos.

Esta vez, su sonrisa es burlona y amarga.

—¿Eso es lo que crees? ¿Que me comí el dedo de Nicoleta?

—Es lo que todo el mundo dice.

Suelta un bufido.

—¿Y de verdad eres tan ingenua como para creerte eso? —Se burla y una punzada de enojo me hace arder el pecho.

—Lo que yo crea no tiene relevancia —respondo—. La realidad es que pediste que te subieran el dedo de la chica con una copa de vino.

No dice nada. Solo avanza hasta el ostentoso escritorio de la estancia, abre uno de los cajones con brusquedad y saca una caja pequeña, similar a un alhajero. Entonces, la lanza en mi dirección.

—Ábrela si tienes las agallas —espeta, sin siquiera mirarme, mientras que se abotona la chaqueta.

Dudo.

No sé por qué me siento así de aterrada, pero, pese a lo que me grita el sentido común, la abro poco a poco.

En el instante en el que el hedor putrefacto me golpea, suelto un pequeño grito y dejo caer la caja al suelo. La madera se revienta en el suelo y, entre las piezas de la caja, sobresale el dedo agusanado de Nicoleta.

Las ganas que tengo de vomitar son tantas, que apenas tengo oportunidad de correr a tomar el bote que descansa junto a la cama del príncipe para verter el contenido de mi estómago ahí.

Horror, repulsión e ira se arremolinan en mi interior solo porque no puedo creer que haya guardado el dedo, como si fuese una especie de trofeo o algo por el estilo.

—¿Lo ves? No me lo comí.

—¡Lo guardaste como si fuese un trofeo! —Apenas puedo pronunciar, cuando logro controlar las arcadas—. ¡Preferiste guardarlo aquí a tirarlo a la basura!

—¿Y permitir que todo el mundo creyera que soy un debilucho de mierda que se ha reformado y no come más carne? ¡Por supuesto que preferí guardarlo! —escupe, con brusquedad.

—¡¿Es tan malo dejar de ser el príncipe malvado?!

Sacude la cabeza en una negativa.

—La misericordia es una debilidad, Lyena —dice, recuperando la compostura—. Los enemigos de mi padre se alimentan de sus debilidades. —Su expresión se ensombrece—. No voy a permitir que mis enemigos se alimenten de las mías.

—Tus enemigos se encuentran a cientos de kilómetros de distancia de este lugar —digo, con la voz enronquecida por las emociones que me embargan.

—Cuando eres el hijo de un rey, tus enemigos están en todas partes.

Niego con lentitud.

—No puedes ir por la vida desconfiando de todo el mundo.

—Tú vas por la vida cargando un puñal. ¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo? —dice, antes de girarse para darme la espalda.

Sus palabras son como una bofetada en la cara, pero no me atrevo a decirle nada más. Solo me quedo quieta, a la espera de lo siguiente que me dirá.

—Puedes retirarte —dice, al cabo de unos instantes más de tensión absoluta—. Te quiero en la cena, sirviéndome el vino.

Aún sostengo entre los dedos el bote de basura en el que he vomitado —de hecho, pienso llevármelo conmigo para lavarlo—, pero me las arreglo para asentir y reverenciarlo.

—Como usted ordene, Su Alteza.

Y, entonces, me encamino a la salida del lugar.





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