VII Te has metido con el Muresan equivocado
—Lyena... —La voz de Ruxandra me saca de mis cavilaciones. Mi atención se posa en ella de inmediato, al tiempo que me incorporo del suelo. Ahora mismo, estoy tallando una alfombra percudida de la biblioteca ubicada en el ala norte del castillo, pero me tomo unos instantes para mirar a la chica que, desde la entrada de la estancia, me mira de manera extraña—. El príncipe Velkan solicita de tu presencia en sus aposentos.
El corazón me da un vuelco furioso ante la mención del príncipe y, de inmediato, un centenar de recuerdos me invaden: yo lavándole el cabello, la espalda, los brazos... Él bebiendo, inclinándose para permitirme asearlo como es debido. Él de pie, completamente desnudo, y yo arrodillada frente a él, con una esponja jabonosa entre los dedos, mirándole endurecerse mientras le tallo los muslos...
Puedo sentir el rubor calentándome el rostro y el cuello, pero me las arreglo para aclararme la garganta y responder con un hilo de voz:
—Solo termino con esto y...
—Ha dicho que es urgente. —Me corta y me quedo unos instantes en el limbo.
—De acuerdo —digo, con lentitud, percatándome hasta ese momento del gesto preocupado que esboza—. Enseguida voy.
Ella asiente y, justo cuando está por salir de la habitación, se detiene y me mira por encima del hombro.
—¿Has visto a Nicoleta? —inquiere—. El príncipe también la está buscando.
La confusión me invade en un abrir y cerrar de ojos, pero me las arreglo para negar con lentitud.
—Quizás en el cuarto de lavado —replico—. ¿Algo va mal?
Ruxandra se encoge de hombros, al tiempo que se muerde el labio inferior con nerviosismo.
—No lo sé —dice—. Emmeran solo ha dicho que el príncipe ha mandado llamar a todos aquellos que pusieron un pie en los aposentos reales.
Es hasta ese momento que la preocupación empieza a invadirme. El presentimiento de que algo extraño está ocurriendo es tan apabullante, que no puedo sacudírmelo fuera del cuerpo; ni siquiera cuando me limpio las manos y me bajo las mangas del vestido. Mucho menos cuando me despido de Ruxandra y me encamino por los amplios pasillos en dirección a las habitaciones reales.
Llamo a la puerta una vez que estoy afuera de los aposentos del príncipe y la voz de Emmeran me da la aprobación que necesito para entrar en la habitación.
Me congelo unos instantes al percatarme de que, aquí dentro, se encuentran no solo Emmeran, Daria y Sanda, sino Velkan y uno de sus consejeros: aquel de cabellos oscuros, con un mechón blanco al centro.
—Su Alteza Real —digo, a manera de saludo, al tiempo que le regalo una reverencia pronunciada. Él ni siquiera me mira cuando hablo, pero no esperaba que lo hiciera. Así pues, regalo otra reverencia en dirección al consejero real y lo saludo—: Milord.
El hombre solo me mira de arriba abajo, pero tampoco responde.
—Hazme el favor de acomodarte junto al resto, Lyena —Emmeran me dice y suena amable, pero serio, y así lo hago. Me instalo junto a Sanda y espero a que algo —lo que sea— suceda.
Apenas pasan unos cuantos minutos antes de que Ruxandra aparezca en la entrada de la estancia acompañada de Nicoleta.
Sin decir una palabra, ambas se colocan junto al resto de nosotros antes de que el consejero que acompaña a Velkan cierre las puertas de los aposentos y se acerque a nosotros con aire ceremonioso y altivo.
—Me imagino que se preguntarán el motivo por el cual han sido llamados —dice, mirándonos como si fuésemos un poco menos que un montón de mierda.
Nadie dice nada. Nos quedamos quietos, esperando lo siguiente que tiene por decir, pero la forma en la que se comporta me hace darme cuenta de que, lo que sea que va a pronunciar, no puede ser nada bueno.
—Todos ustedes estuvieron aquí, en los aposentos reales, por algún motivo u otro, en el transcurso del día de ayer —continúa—. Día en el que algo de mucho valor se perdió de este lugar. —Mi corazón se detiene durante una fracción dolorosa de segundo, pero me las arreglo para mantener la mirada fija en el suelo—. Ayer, el príncipe Velkan fue robado en su propia casa. En su propia habitación... Y solo ustedes pisaron este lugar además de él.
Aprieto los labios y los puños, solo porque sé que, quien sea que se haya atrevido a robarle a nada más y nada menos que al príncipe más despiadado de Valaquia, está por sufrir un castigo ejemplar.
—¿Qué es lo que estamos buscando, milord? Si me lo permite, puedo hacer que busquen en cada rincón de... —Emmeran comienza a hablar, pero el consejero real alza una mano para hacerlo callar. El mayordomo así lo hace, pero no luce nada conforme con lo que acaban de ordenarle.
—Si necesitara que buscaran en cada rincón del castillo, ya habría ordenado que lo hicieran —espeta el vampiro, sin siquiera mirarlo—. Lo que el príncipe quiere, es que el culpable confiese.
De reojo, miro a Velkan.
Jamás había visto esa expresión fría e inexpresiva en su rostro; sin embargo, hay algo en sus ojos. Un enojo contenido. Una ira profunda que nunca había estado ahí.
Un escalofrío de puro terror me recorre entera, pero me las arreglo para mantenerme serena mientras que el consejero camina frente a nosotros con lentitud.
—¿Y bien? —Eleva su tono y, de manera involuntaria, me encojo ligeramente—. Estamos esperando...
Escucho un sollozo suave y cierro los ojos con fuerza cuando Ruxandra balbucea algo acerca de jurar por lo más sagrado que tiene que no sabe de qué están hablando. Que solo estuvo aquí para traer más vino para Velkan, pero es acallada por una bofetada brutal que la tira al suelo con violencia.
El consejero toma un pañuelo y se limpia el dorso de la mano —con el que ha golpeado a Ruxandra—, como si la piel de la empleada pudiese contagiarle de lepra o algo por el estilo.
Puedo ver, por el rabillo del ojo, cómo Nicoleta se cubre la boca con la mano para ahogar un sollozo.
—¡Quiero al culpable! ¡Ya! —La voz del consejero truena.
Velkan se frota las sienes con los dedos, al tiempo que cierra los ojos con fastidio.
—Deja de gritar, Dragos —dice, con hastío—. Nadie te compra el papel de verdugo. No hagas el ridículo.
El consejero lo mira con indignación.
—¡Estoy tratando de recuperar tu anillo! —Dragos, el consejero, replica.
—Nadie te ha pedido que lo hagas. —Velkan clava su mirada en él. Suena aburrido y seco—. Soy perfectamente capaz de recuperar mis pertenencias; así como de reprender y castigar a mi personal.
El príncipe da un par de pasos en dirección hacia nosotros. Su gesto sigue siendo indiferente, pero todo en él emana peligro. Como si, de provocarlo, pudiese hacer que el castillo se derrumbara hasta los cimientos.
—El asunto es sencillo —dice con tranquilidad. Con ese timbre elegante del que es poseedor—: Yo ya sé quién tomó mi anillo. Solo estoy dándole la oportunidad al culpable de confesar. Si lo hace, tendré misericordia. Si no... —Se encoge de hombros—. Si no... Bueno... pues ya le diré a Anton cuál es la mejor manera de preparar carne humana.
El pánico que siento ahora es atronador y tengo que morderme el interior de la mejilla para no ponerme a asegurarle, como Ruxandra, que yo no lo tomé.
—Déjenme refrescarle la memoria a nuestra astuta rata: es una banda de oro con un trenzado bastante sencillo y unos cuantos rubíes diminutos. —El príncipe continúa—. Es una pieza que, en comparación al resto de mi colección personal de joyas, realmente no vale demasiado. Quizás, por eso pensaste que no lo notaría y que podrías salirte con la tuya. —Sonríe con afabilidad, pero el gesto no toca sus ojos—. Y, probablemente, no lo habría hecho de no ser porque el anillo pertenecía a mi madre.
Nicoleta no deja de llorar. No deja de ahogar los sollozos que le salen de los labios y Ruxandra y Daria hacen lo propio. Sanda solo está quieta, a mi lado, tan pálida que pareciera estar a punto de desvanecerse. Emmeran se ha mantenido en una pieza, pero la tensión en su mandíbula me hace saber que está tan ansioso como el resto de nosotras.
Mis ojos se posan en Velkan, quien nos mira como si tuviese todo el tiempo del mundo y esto se lo estuviese disfrutando en demasía.
En ese momento, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver cómo Nicoleta se lleva las manos al mandil blanco que lleva puesto.
El gesto es sutil. Casi natural. A simple vista, hubiese jurado que solo está tratando de limpiarse el sudor de las manos; sin embargo, hay algo más en sus movimientos. Como si hubiese estado a punto de hurgarse los bolsillos y se hubiese arrepentido al último segundo.
«Oh, mierda...».
Todas las piezas embonan a la perfección en mi cabeza y sé, desde ese momento, que fue Nicoleta quien lo tomó.
Su madre está enferma. Los doctores de verdad —no como los boticarios con los que vamos el resto de los empleados domésticos— son caros, y los medicamentos que necesita lo son aún más. Por supuesto que fue ella.
Nunca había pisado los aposentos reales y, ayer, mientras arreglábamos la habitación, no dejaba de hacer comentarios sobre lo costoso que lucía todo. Además, estuvo husmeando por todo el lugar.
No le tomé importancia, porque yo también lo hice la primera vez que, junto a mi madre, limpié este lugar.
Aprieto la mandíbula.
Si Nicoleta confiesa, Velkan tendrá misericordia de ella, pero no creo que conserve su trabajo en el castillo. Dudo bastante que lo permita y ella necesita el trabajo. Necesita mantener a su madre. Yo puedo conseguir empleo en el pueblo. Mi madre estará bien aquí y puedo venir a verla cuando tenga oportunidad.
Cierro los ojos con fuerza.
«Maldita sea...».
Doy un paso hacia enfrente.
Lo encaro.
El corazón se me va a salir por la boca, pero, de todos modos, pronuncio con un hilo de voz:
—Yo lo hice, Su Alteza. Lo siento muchísimo. Yo...
El príncipe alza una mano para hacerme callar. Sus ojos se han oscurecido tanto, que la tonalidad carmesí casi luce negra. Su expresión se ha endurecido de tal modo, que luce como si hubiese envejecido treinta años en menos de un minuto.
—Gracias por confesar, Lyena —dice, y su voz suena tan profunda y ronca, que no suena como él mismo—. Tú y yo vamos a tener una conversación al respecto. El resto puede marcharse. —Sin mirar a su consejero, añade—: Tú también, Dragos.
El consejero parece estar a punto de protestar, pero, cuando Velkan clava sus ojos en él, aprieta la mandíbula y asiente con dureza.
Sanda sale casi corriendo de la habitación, mientras que Daria y Ruxandra se abrazan entre ellas mientras que me miran con incredulidad y lástima.
Quien no ha dejado de llorar es Nicoleta. Llora como si fuese una niña pequeña, y llora aún más cuando Ruxandra y Daria empiezan a empujarla fuera de la habitación.
El nudo que siento en la garganta casi es tan intenso como el que siento en el estómago, pero me quedo quieta. Como si la falta de movimiento me fuese a salvar de lo que sea que se avecina.
—Su Alteza Real, por favor... —Emmeran habla y suena urgente. El consejero ya ha empezado a avanzar en dirección a la salida de los aposentos, pero se detiene unos instantes para escuchar lo que el mayordomo tiene que decir—. Yo pongo las manos al fuego por Lyena. Ella sería incapaz de tomar nada sin tener un motivo...
El príncipe lo hace callar con una mirada gélida que me pone la carne de gallina.
Llegados a este punto, estoy arrepintiéndome de haber aceptado una culpa que no era mía. Casi quiero decir que mentí y que no tomé absolutamente nada, pero no sé cómo vaya a tomarse Velkan la mentira. Supongo que no mejor que el hecho de que le hayan robado en sus propias narices.
—Emmeran, por favor, retírate. —Velkan ordena, y quiero ponerme a suplicarle que no se vaya. Que no me deje a solas con él.
El hombre me mira y en su expresión hay confusión, frustración e incredulidad. Está claro para mí que Emmeran no cree que yo haya tomado algo. Sabe que estoy echándome la culpa. Sabe que estoy jugando a la heroína.
Sus labios se aprietan en una línea severa y un dejo de súplica tiñe su mirada. Sé que está esperando a que me retracte. Que diga que he mentido, pero me da terror hacerlo. No sé qué vaya a pasar si admito que le he mentido al mismísimo príncipe Velkan: el monstruo de Valaquia.
Finalmente, con mucha renuencia, Emmeran se encamina hacia la salida y es seguido de cerca por Dragos, quien cierra las puertas dobles detrás de él cuando abandona la estancia.
Estoy temblando de pies a cabeza. Soy capaz de escuchar mi pulso golpeándome detrás de las orejas y tengo la garganta tan cerrada, que apenas puedo respirar.
—¿Sabes qué se le hace a los ladrones en la capital, Lyena? —La voz de Velkan me llena los oídos, pero no puedo encararlo. Si lo hago, voy a echarme a llorar.
No respondo. No me muevo. Casi puedo jurar que apenas respiro.
—Si roban un trozo de pan, les queman las manos. —Continúa y suena tan tranquilo y sereno, que un escalofrío me recorre entera—. Si le roban a un comerciante, les cortan los dedos... —Una pausa—. Imagínate, ¿qué le harán a alguien que le roba a un príncipe?
Mis ojos se clavan en los suyos y, pese a que los míos están abnegados en lágrimas, me obligo a no apartar la mirada.
—Por favor, solo... —Apenas puedo hablar, así que tengo que tragar para deshacerme del nudo que me atenaza la garganta—. Solo... no le haga nada a mi madre. Ella es una buena mujer.
Inclina la cabeza, en un gesto cargado de curiosidad.
—¿Qué clase de monstruo crees que soy, Lyena? —dice—. Por supuesto que no le haré nada a tu madre. —Esboza una sonrisa aterradora. Oscura. Siniestra—. Eres tú la que recibirá un castigo ejemplar. Nadie más.
Un par de lágrimas calientes se deslizan por mis mejillas y las limpio con rapidez.
Da un paso cerca y luego otro, y tengo que reprimir el impulso que siento de alejarme de él. De poner distancia entre nosotros.
Mis ojos se cierran cuando su cercanía es tanta, que puedo sentir el calor de su cuerpo cerca del mío.
Todo el calor que sentí ayer, mientras lo bañaba, ahora es frío. Miedo. Terror...
Cierro los ojos con fuerza cuando siento cómo una de sus manos se posa sobre mi brazo y corre por encima del material del vestido de mangas largas que utilizo hasta llegar a mi cuello. Un dedo corre por la línea de mi mandíbula hasta llegar a la línea de pequeños botones que cierran la prenda de cuello alto que llevo puesto.
—¿Debería de beberme tu sangre? —dice, en voz baja y ronca, y reprimo un sollozo—. O quizás debo cortarte los dedos antes... —Para probar su punto, me toma de la mano y entrelaza nuestros dedos juntos. Los suyos son cálidos. Los míos están helados debido a la ansiedad atronadora que me embarga.
Se acerca a mí e inclina la cabeza, de modo que puede abrirse paso hasta el hueco de mi cuello. La punta de su nariz traza un camino suave hasta la base de mi oreja y su aliento caliente me eriza los vellos del cuerpo entero. Entonces, siento el calor húmedo de su lengua antes de que sus labios mullidos me besen ahí.
La acción me toma por sorpresa. Tanto que, cuando succiona con suavidad, mis labios se abren en un grito silencioso y mi mano libre se coloca sobre su hombro para apretarlo con fuerza.
No sé si quiero apartarlo o atraerlo hacia mí; pero, de pronto, me siento tan aturdida y abrumada, que no puedo hacer más que absorber la caricia a la que me somete.
Sus dientes me raspan ligeramente, pero no me lastima, y pronto me encuentro inclinando la cabeza para darle entrada más profunda al lugar en el que me besa.
Cuando se aparta, lleva sus labios a mi oreja para susurrarme al oído:
—Si le hubieras hecho esto a mi hermano Razvan, te habría follado antes de asesinarte. —Hace una pequeña pausa—. Agradécele al cielo que no soy un violador.
—Pero sí un asesino... —Mi declaración suena a cuestionamiento y me tiembla tanto la voz, que me siento avergonzada por ello.
—Y de los peores —replica, en un sonido casi gutural, al tiempo que se aparta para mirarme a los ojos. Siento que me voy a desmayar en cualquier momento. Estoy tan asustada. Tan abrumada por su cercanía, que apenas puedo pensar con claridad—. Pero no voy a asesinarte, Lyena.
—Ah, ¿no?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque tú no me robaste.
Un puñado de piedras se agolpa en mi estómago en ese momento.
«¿Cómo lo sabe?»
—¿C-Cómo...?
—Puedo olerlo.
—¿Las mentiras? —inquiero, confundida y aterrada.
—El miedo —responde—. Olí el miedo de la chica que tomó el anillo de mi madre mucho antes de que llegara a mis aposentos. —Sus ojos se oscurecen y su voz se torna oscura y pastosa—. Así que no vuelvas a mentirme, Lyena. No sé qué diablos pretendías al inculparte de esa manera, pero no te atrevas a volver a mentirme. No lo voy a pasar por alto otra vez, ¿entendido?
Aprieto la mandíbula, pero asiento con dureza.
—Dile a Emmeran y a Mirela que espero a todo el personal, sin excepción, en el vestíbulo principal después de la cena —dice, apartándose de mí para darme la espalda. Entonces, haciendo un gesto desdeñoso con una mano, agrega—: Retírate ya. Antes de que cambie de parecer.
***
He pasado todo el día sintiéndome como si fuese montada arriba de un caballo a todo galope. Pese a que el incidente con Velkan fue apenas después del desayuno, no he podido sacudírmelo del cuerpo. Mucho menos ahora, que la cena está ocurriendo en estos momentos y, pronto, tendremos que hacerle frente a lo que sea que Velkan esté planeando.
He recibido preguntas de todo el mundo respecto a lo que pasó en los aposentos del príncipe, pero me he limitado a decir que el asunto aún no se resuelve y que se nos espera a todos después de la cena en el vestíbulo.
Emmeran no ha hecho más que confirmar mi declaración y le ha pedido a todo el mundo que se presente en el lugar ordenado a la hora acordada.
Los nervios, la ansiedad y el pánico no se han hecho esperar, y la verdad es que yo tampoco he querido salir del ala norte para no ser interrogada por nadie.
No he visto a Nicoleta. Tampoco sé si debo advertirle respecto al príncipe; así que ahora me encuentro aquí, en el baño de servicio del ala norte, aplacándome los cabellos sueltos del moño que llevo en la cabeza, mentalizándome para lo que está a punto de ocurrir en el vestíbulo principal.
Me aliso las arrugas del vestido con ambas manos y me echo un último vistazo en el espejo. Estoy a punto de darme le vuelta para marcharme, cuando algo capta mi atención...
Al principio, creo que es solo es la forma en la que la luz me da de lleno; sin embargo, cuando me inclino para inspeccionarlo de cerca, me percato de qué se trata.
Una mancha amoratada se ha formado justo detrás de mi oreja. En el punto en el que la mandíbula se une con el cuello. Me paso los dedos con suavidad, esperando sentir dolor, pero no pasa nada.
Parpadeo unas cuantas veces, tratando de recordar dónde diablos me hice esto hasta que, sin más, me azota con violencia...
Casi puedo volver a sentir los labios de Velkan sobre mi cuello, succionando con suavidad, lamiendo y moviendo sus labios sobre ese punto.
El calor que siento es tanto, que me ruborizo sin que pueda evitarlo. Mi pulso se acelera y siento cómo la respiración se me atasca en la garganta. Una mezcla de indignación y fascinación me envuelven. No puedo creer que me haya hecho esto. Que me haya marcado de esta forma y, al mismo tiempo, no puedo creer que un contacto como ese haya dejado una huella tan notoria como esta.
Me pregunto si alguien más la habrá notado y la vergüenza que siento es inmediata, así que, para ocultarla me deshago el moño de la cabeza y solo trenzo la mitad superior, de modo que, con el cabello que queda suelto, puedo cubrir la marca.
Me echo otro vistazo, solo para cerciorarme de que ya no es visible y, una vez que estoy conforme con lo que veo, me encamino hasta el vestíbulo.
Casi todo el personal del castillo está ahí cuando llego, así que me cuesta un poco encontrar a mi madre para colocarme a su lado.
Las miradas curiosas dirigidas en mi dirección no se hacen esperar, así como tampoco lo han hecho las especulaciones y cuchicheos respecto a lo que va a ocurrir.
La llegada de Emmeran, Mirela y todos aquellos que estaban asistiendo durante la cena, es el indicativo de que esta ha terminado y que, en cualquier momento, el príncipe estará aquí.
Así pues, todo el mundo empieza a colocarse en sus respectivas posiciones y, para cuando los consejeros y los guardias reales aparecen, ya todo el mundo está en silencio y ordenado.
Unos instantes más tarde, Velkan hace acto de presencia y todo el mundo le hace una reverencia pronunciada que él parece ignorar deliberadamente.
Se detiene al centro de la estancia y pasea su mirada por todos nosotros.
—No les quitaré mucho tiempo —dice, sin ceremonia alguna—. Si se preguntan el motivo por el cuál están aquí, es sencillo: Alguien cometió la estupidez de robarme. De tomar algo que me pertenece y, no conforme con ello, permitió que alguien más se inculpara; sin las agallas de aceptar lo que ha hecho.
Los murmullos asombrados no se hacen esperar. Un rumor bajo se apodera de la estancia en el instante en el que Velkan pronuncia aquello. No hace nada por acallar a sus empleados para continuar con lo que va a decir. Espera a que, por su cuenta, dejen de hablar entre ellos; sin embargo, no dice nada de inmediato. Al contrario: se queda callado unos instantes más.
La vista del vampiro recorre a todo el mundo una vez más, al tiempo que, con las manos entrelazadas en la espalda, camina con lentitud frente a nosotros. Viste un conjunto de chaqueta verde esmeralda muy oscuro, que tiene un montón de aplicaciones en oro que lucen pesadas y ostentosas; la chaqueta va a juego con un chaleco del mismo tono, pero con bordados en hilo negro, y viste unos bombachos negros. No me pasa desapercibido el hecho de que el armario del príncipe debe de estar repleto de prendas oscuras. Jamás lo he visto usar alguna de tonalidades claras o brillantes.
—Sé que creíste que todo había terminado. —La voz de Velkan me saca de mis cavilaciones—. Que, cuando tu compañera se echó la culpa de tus pecados, creíste que te habías salvado del castigo que te corresponde... —Esboza una sonrisa tan siniestra, que me eriza los vellos de la nuca—. Pero te has metido con el Muresan equivocado. A mí nadie me roba. Mucho menos, me ven la cara de idiota. —Esta vez, la ira que veo en su expresión es tanta, que tengo que reprimir el impulso que siento de dar un paso lejos de él—. Así que termina con esto y da un paso al frente, chiquilla estúpida; porque si me haces decir tu nombre, no voy a tener un ápice de misericordia.
Uno...
Dos...
Tres segundos pasan... Y entonces, cuando creo que no va a suceder, Nicoleta da un paso dubitativo hacia enfrente.
Un grito ahogado general recorre a todo el personal del castillo, pero yo no puedo apartar la vista de Nicoleta. No puedo dejar de sentir esta atronadora opresión en el pecho y estas ganas que tengo de suplicarle a Velkan que se detenga. Que no haga nada contra ella. Que apenas es una chiquilla idiota que no sabía lo que hacía.
Nicoleta está llorando en silencio y, desde donde me encuentro, soy capaz de notar lo mucho que tiembla.
Velkan la mira con frialdad.
—Quiero que confieses. Que le digas a todo el mundo de dónde tomaste el anillo de mi madre —dice, con una calma ensayada—. Que me digas en mi cara que no solo me robaste, sino que, como una maldita cobarde, me dejaste creer que había sido alguien más.
La chica rompe en sollozos aterrorizados, al tiempo que se tira de rodillas al suelo para suplicar piedad. Apenas puedo escuchar lo que pronuncia y cierro mis ojos solo porque no puedo soportarlo. No puedo verla así. No quiero...
Toma todo de mí el no correr hacia ella para abrazarla. Para consolarla y decirle que lamento mucho lo que está ocurriendo. Para llorar con ella y suplicarle a Velkan que tenga piedad.
—Levántate. —El príncipe ordena, pero Nicoleta no deja de llorar. No deja de rogar, de rodillas, por el perdón del vampiro que la mira como si le tuviese asco.
Siento un nudo en la garganta. Tengo el corazón atenazado de la angustia y solo quiero que esto termine. Tanto para ella, como para todos nosotros.
Por el rabillo del ojo, noto cómo uno de los consejeros —Dragos— le hace una seña a uno de los guardias reales. Este se acerca y recibe instrucciones al oído.
—¡Levántate! —La voz de Velkan truena en todo el vestíbulo y me encojo debido a la impresión que me provoca.
De inmediato, Nicoleta se pone de pie, pero no ha dejado de llorar. No ha dejado de pedir perdón y de rogar por misericordia.
Entonces, todo pasa a una velocidad confusa.
De pronto, dos guardias se encuentran cerca de ella y uno la toma por los hombros desde la espalda para inmovilizarla. El otro de ellos le toma la mano izquierda al tiempo que se lleva la mano a la cinturilla del traje oficial que utiliza y saca una daga.
Acto seguido, Nicoleta deja escapar un alarido de dolor. Hay sangre en todo el vestíbulo y todo el mundo exclama cosas que no logro entender.
Un grito se construye en mi garganta pero lo reprimo. Me zumban los oídos. No entiendo qué es lo que está pasando y parpadeo para deshacerme de la confusión atronadora que me embarga.
Mi mirada busca la herida infringida en el cuerpo de Nicoleta, pero solo puedo ver su mano bañada en sangre. La misma sangre que mancha el suelo marmoleo.
Entonces, ahí, entre todo el caos, lo veo...
Un dedo.
Ahí, en el suelo, está un dedo de Nicoleta. El anular.
Lagrimas aterradas me abandonan, al tiempo que me cubro la boca para reprimir el sonido horrorizado que amenaza con abandonarme. Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies y me siento nauseabunda.
Velkan mira el dedo en el suelo, antes de mirar en dirección a su consejero con esa expresión aterradora con la que había mirado a Nicoleta antes.
Acto seguido, se dirige a la chica:
—Agradece que no ha sido el pulgar —dice, con la voz enronquecida por la ira—. Cúrate esa herida y recoge tus pertenencias. Emmeran va a pagarte por los servicios que proporcionaste para la familia real esta semana y va a ordenar que un carro te lleve al pueblo esta misma noche. Estás despedida.
Entonces, mira a Mirela.
—Has que limpien este desastre —ordena, antes de girarse para encaminarse hacia las escaleras; sin embargo, la voz de Mirela resuena en todo el lugar.
—¡S-Su Alteza! —Velkan se detiene y la mira por encima del hombro—. D-Disculpe, pero... ¿Qué hacemos con... —Traga duro—, con el... d-dedo?
El príncipe parece pensarlo durante unos instantes.
—Súbanlo a mi habitación —dice, finalmente—. Junto con una copa de vino.
Y, sin esperar por una respuesta —y sin importarle los berridos de Nicoleta y el pasmo de todo su personal—, sube en dirección a sus aposentos.
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