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V Cuando estemos a solas, puedes llamarme Velkan

El agua caliente llena el cuarto de baño con un vapor suave que, vistiendo como lo hago —con un severo vestido negro de mangas largas y cuello alto—, hace que pronto desees abrir las ventanas para tomar un poco de aire frío.

Con todo y eso, me las arreglo para arremangarme y templar el agua a una temperatura adecuada.

Cuando termino, con el corazón latiéndome a toda velocidad, salgo a la habitación principal para encontrarme con la imagen del príncipe de pie frente a la ventana que da hacia el cementerio de la propiedad.

No puedo evitar contemplarlo unos instantes más de lo debido. Su perfil anguloso y cincelado le hace parecer el foco central de alguna pintura renacentista. Una especie de escultura realizada por el mismísimo Miguel Ángel, con cada trazo y cada arista moldeada a la perfección. Sus largas y oscuras pestañas le enmarcan la piel marmolea y sin imperfecciones, y la nuez de Adán en su cuello le da un aspecto varonil, pese a los trazos suaves que algunas de sus facciones le dan.

Muy a mi pesar, Velkan luce como si hubiese sido sacado del mismísimo cielo.

—¿Sabías que en ese cementerio están enterrados la gran mayoría de los enemigos de mi padre? —El sonido de su voz me saca de mis cavilaciones y siento cómo el rostro se me enrojece debido al escrutinio severo al que lo sometí sin reparo alguno.

No respondo. No puedo hacerlo.

Clava sus ojos en los míos y el tono carmesí que me recibe me recuerda la frecuencia con la que come carne humana. El príncipe Velkan luce como un ángel, pero estoy segura de que es el mismísimo demonio. No debo olvidarlo.

Una risa amarga se le escapa, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa.

—El bondadoso y justo Rey Narcís mandó a hacer este cementerio, lejos de todo escándalo de la capital, para enterrar aquí a todos sus enemigos —dice y suena a la mitad del camino entre la burla y el desdén—. Y no solo eso. Pidió que el cementerio quedase justo frente a los aposentos reales. ¿Sabes para qué?

Un escalofrío me recorre entera, pero, de todos modos, niego con lentitud.

—Pues para levantarse cada mañana, mirar hacia la ventana y recordarse a sí mismo que ganó. —Mira hacia la ventana para contemplar el camposanto—. Que venció a todos y cada uno de sus enemigos. A todo aquel que osó a traicionarlo, cuestionarlo o llevarle la contraria.

—¿Y de qué le sirve tener un cementerio repleto de sus enemigos si nunca está aquí para vanagloriarse con ello? —Las palabras me abandonan casi por voluntad propia, pero no puedo evitarlo.

Me parece un tanto absurdo y patético que un hombre tan poderoso haga algo como aquello y no pueda verlo a diario.

Cuando Velkan me mira, un brillo peligroso le baila en la mirada.

—Creo que, el solo hecho de saber que existe, hace que se sienta poderoso. —Se encoge de hombros—. La cosa con el poder, Lyena, es que no es necesario contemplarlo para saber que lo posees. Mi padre sabe que puede tener un cementerio repleto de gente a la que él aborrecía sin que absolutamente nadie le diga nada. Tiene el poder para salirse con la suya y lo hace.

—¿Y usted? —inquiero—. ¿De tener el poder de salirse con la suya, tendría un cementerio repleto de sus enemigos?

—Sin dudarlo —responde, esbozando una sonrisa que no toca sus ojos—. ¿Tú no lo harías?

Pienso mi respuesta durante unos instantes.

—No —replico, con sinceridad—. Pero supongo que es porque no tengo enemigos... O poder que otros puedan codiciar.

Velkan entorna los ojos en mi dirección.

—¿Y si lo tuvieras? Enemigos y poder, quiero decir... ¿Los asesinarías para evitar que te lo arrebataran de las manos?

Trago duro, solo porque sus palabras me provocan una sensación extraña debajo de la piel. No sé si es incomodidad u otra cosa.

—Me encantaría decir que no. Que soy mejor que eso..., pero es probable que esté mintiendo.

Esta vez, cuando sonríe, puedo notar que es un gesto más genuino que el anterior.

—Me agradas, Lyena —dice, pero suena como si estuviese hablando más con él mismo que conmigo.

—Su baño está listo, Su Alteza Real —digo, para dar por zanjada nuestra extraña —pero no por eso desagradable— interacción y él, sin dejar de mirarme a los ojos, da un paso en mi dirección.

—Puedes irte ya —dice, al tiempo que avanza un par de pasos más hacia donde me encuentro—. En esta ocasión, no necesitaré ayuda de nadie para bañarme.

—Como usted ordene, Su Alteza.

—Velkan —dice, una vez que se encuentra a escasos pasos de distancia de mí—. Cuando estemos a solas, puedes llamarme Velkan.


***


El descanso inesperado que nos ha regalado Emmeran se siente extraño. Sobre todo, ahora que hemos regresado del pueblo con más antelación de lo planeado y estoy aquí, tumbada en el catre en el que duermo, con la mirada en el techo de la habitación iluminada por la luz tenue de la vela que he encendido hace unos minutos.

El curandero me ha dicho que tengo el tímpano reventado. Me ha recetado una crema con efectos antibióticos que debo untar en un trozo de gasa limpia y colocarla dentro de mi oído. Al parecer, deberá sanar por sí solo en unas cuantas semanas. La crema solo es mera precaución, para que el oído no se infecte y la sordera no sea permanente. Por lo demás, también me ha recetado un ungüento para la quemadura de la mano y me ha ordenado vendarla para protegerla cuando la piel vieja se caiga y la palma me quede en carne viva. Por lo demás, me dio unas hierbas que debo hervir en un té para ayudarme con el dolor general.

Justo ahora me caería muy bien tomarme uno. Me siento tan tullida, que el solo hecho de estar recostada hace que me duela el cuello. Supongo que el golpe que Doru me propinó ayer fue tan fuerte, que me dejó una extraña contractura.

Me siento sobre el catre y muevo el cuello de un lado a otro para deshacerme de la tensión que lo agarrota, pero apenas puedo moverlo un poco sin sentir dolor.

Un suspiro largo se me escapa solo porque quería evitar el ir a las cocinas a incomodar a esta hora —se está preparando la cena—, pero, si no me tomo algo, voy a lamentarlo.

Así pues, me encamino hasta el lugar y, lo que me recibe, es exactamente lo que esperaba encontrarme: caos total. Anton corre de un lado a otro lanzando órdenes a diestra y siniestra en dirección a Sanda y Alina, quienes, también, van de un lado a otro sazonando carne, meneando cazuelas que huelen a gloria y partiendo verduras con cuchillos tan filosos como el que llevo atado en el muslo.

Cuando me doy cuenta de la agitación que se lleva a cabo, decido que lo mejor que puedo hacer ahora mismo, es esperar. Si me pongo a prepararme un té a estas horas, Anton seguramente va a sufrir un ataque al corazón o algo por el estilo.

Suele ser muy apasionado cuando se trata de demostrar que es un gran cocinero. Estoy segura de que, con la presencia del príncipe Velkan aquí, lo único que quiere es demostrarle que está listo para ser contratado para las grandes ciudades. No es un secreto para nadie que, lo que más desea, es abandonar la provincia para trabajar para alguna familia noble. ¿Quién mejor que el príncipe Velkan para recomendarlo con la adecuada?...

Así pues, sin tratar de llamar mucho la atención, giro sobre mi eje y abandono la estancia, llevándome conmigo la bolsa con hierbas que pensaba preparar.

Mientras avanzo por el corredor en dirección a las habitaciones, me encuentro a Jenica, otra de las doncellas del castillo, llevando un puñado de sábanas hacia el cuarto de lavado.

Cuando me observa, se detiene y, luego de cambiarse el bulto de brazo, me dice:

—Bogdan me ha preguntado por ti.

—¿Bogdan? ¿Necesita algo?

Se encoge de hombros.

—No lo sé —replica—. Solo me ha preguntado si estás descansando aún. Supongo que solo quiere saber cómo sigues, pero me pareció buena idea comentártelo.

Asiento.

—Gracias —digo—. Creo que iré a buscarlo.

La mirada reprobatoria que me dedica es evidente.

—Si yo tuviese la tarde libre, me iría directo a descansar. —Sé que trata de convencerme de aprovechar el tiempo que tengo, pero, luego de mi interacción más temprana con el príncipe, no puedo dejar de pensar en que debo advertirle a Bogdan al respecto. Está claro que la daga que me dio llamó la atención del joven vampiro. Lo menos que puedo hacer, es ponerlo en alerta.

—Solo iré a ver qué necesita y me iré a dormir. —Suena como si le estuviese haciendo una promesa a la mujer, quien rueda los ojos al cielo.

—No sé por qué no te creo ni un poco —masculla, pero termina regalándome una sonrisa—. Ve, muchacha necia.

Es mi turno de sonreír.

—¿Necesitas ayuda con eso?

Ella hace otro gesto que indica que debo marcharme.

—Nada de ayudarme. Se supone que debes estar reposando y, si Bogdan necesita que le ayudes con algo, hazme el favor de mandarlo al carajo. Debes recuperarte.

Esta vez, mi respuesta es una risa involuntaria.

—Lo prometo, Jen —respondo y ella asiente en señal de aprobación.

—Nos vemos más tarde, Lyena.


Esta vez, mientras atravieso el cementerio, no puedo evitar sentirme ligeramente turbada.

Antes, creía que el camposanto del castillo era un lugar de descanso; sin embargo, ahora que Velkan me ha revelado que en realidad es el lugar en el que su padre entierra a la mayoría de sus enemigos, una extraña picazón me invade la nuca de manera inevitable.

Me pregunto qué habrán hecho todas estas personas para hacer enfadar al rey, y si de verdad habrán sido merecedoras del castigo al que, seguramente, fueron sometidas.

Aprieto el paso. No quiero pensar en eso. No quiero imaginarme que, todos los que descansan aquí, han perecido ante los caprichos de un hombre poderoso, o ante el yugo de la justicia a mano propia.

Cuando llego a las caballerizas, el olor a hierba y excremento de caballo me inunda las fosas nasales. Me abro paso con lentitud, mientras llamo a Bogdan. Al cabo de unos instantes, él me responde y sigo su voz hasta uno de los cubículos finales.

Está terminando de ponerle las herraduras a uno de los animales que más me gustan: Ese que es completamente negro y que luce como si fuese alguna especie de caballo del infierno. Una criatura traída desde la mismísima oscuridad para traer consigo al hades o algo por el estilo. Sombra, creo que se llama.

—Me dijo Jenica que preguntaste por mí —digo, luego de unos minutos de cómodo silencio.

Él se toma su tiempo martillando la herradura en la pezuña del caballo.

—Solo quería saber cómo sigues.

Me encojo de hombros y una punzada de dolor me recorre desde el cuello hasta los hombros.

Hago una mueca.

—Un poco adolorida —admito, solo porque me ha visto hacer un gesto extraño—, pero mejor que ayer. Eso es seguro.

—¿Estás tomando algo para el dolor? —inquiere, lavándose las manos en un balde de agua luego de haber terminado.

—El doctor me mandó un té de hierbas, pero no he podido tomarlo. Anton está preparando la cena —digo y él asiente, al tiempo que sonríe. No necesito decirle más. Sabe que Anton es bastante peculiar con su cocina cuando está utilizándola.

—Ven —dice, al tiempo que sale del cubículo para cerrar la reja con el caballo dentro. Acto seguido, me acerca un banquillo y me pide que me siente.

Así lo hago. Luego, Bogdan desaparece unos instantes dentro de uno de los cuartos de servicio y, cuando regresa, lo hace con un pequeño frasco entre las manos.

—¿Dónde te duele? —inquiere y yo hago un gesto en mi cuello. Él asiente—. ¿Puedes descubrirte el cuello?

Esta vez, me desabotono el cuello del vestido para permitirle acceso al mío. Entonces, el hombre dice:

—Vas a sentir frío y luego caliente, ¿de acuerdo? Es normal.

Al terminar de hablar, siento cómo empieza a embadurnarme algo en el cuello y la curva del hombro. El dolor que estalla cuando masajea con fuerza es indescriptible, pero, cuando el ungüento empieza a calentarse, el alivio es inmediato.

Cuando termina, se limpia las manos con un trapo y me instruye que vuelva a abrocharme. Así lo hago.

—Toma... —extiende la pomada en mi dirección.

Yo la tomo entre los dedos, fascinada por el efecto que ha tenido en mí.

—¿Qué es esto?

—Aprendí a hacerlo mientras trabajaba para un médico hace unos años —dice—. Está hecho de hierbas y tiene un efecto analgésico. Deberá ayudarte con el dolor si lo combinas con lo que el boticario te ha recetado.

—Gracias —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa en su dirección.

—No hay de qué, Lyena—replica—. Ahora ve a descansar.

—De acuerdo —digo, rodando los ojos al cielo, pero sin dejar de sonreír—. No insistas. Ya iré. Además, solo necesitaba verte para hablarte sobre algo.

—Dime.

Me lamo los labios, pero, de todos modos, no dudo:

—El príncipe Velkan me mandó llamar al mediodía a sus aposentos. —De inmediato, noto cómo su mandíbula se tensa, pero continúo—: Anoche, durante el jaleo con el guardia que intentó venderme al consejero real, perdí el cuchillo que me diste y él lo tenía.

—¿El príncipe?

Asiento.

—Supongo que lo encontró en el suelo luego del forcejeo. —Me encojo de hombros—. Pero, ese no es el punto...

—Ah, ¿no?

—No —replico—. Me preguntó de dónde lo había sacado. Al parecer, conoce bien los emblemas de las familias nobles, porque me dijo que pertenecía a una.

Esta vez, la mirada de Bogdan se oscurece ligeramente.

—¿Y qué le dijiste?

—Que me lo había dado un empleado que había fallecido de cólera hace un par de años, pero que no tenía idea de donde lo había conseguido él —digo—. No sabía si debía comentarle sobre ti, así que decidí ser precavida. De todos modos, me parece bien que estés enterado. Ya sabes... por precaución.

Asiente, pero su expresión no ha cambiado en lo absoluto.

—Te lo agradezco, Lyena —dice—. De todos modos, te aconsejo que no te preocupes por mí. Si el príncipe Velkan se da cuenta de que le has mentido, soy perfectamente capaz de rendirle cuentas.

Hay un filo tenso en su declaración, pero no sé muy bien cómo interpretarlo.

—De todos modos, sé cuidadoso, ¿vale? —le digo, aún sin poder deshacerme de la sensación extraña que me provoca la situación en general.

—Quien debe ser cuidadosa eres tú —replica—. Es evidente para todos que has llamado su atención. Recuerda que son criaturas de mucho cuidado. No te fíes de él.

Asiento con lentitud.

—No lo hago, Bogdan. Lo prometo.

Es su turno de asentir.

—De todos modos, cuando te deje de doler el cuello, avísame y empezaré a enseñarte un par de trucos. No está de más que aprendas a defenderte de ellos.

Un escalofrío me recorre el cuerpo, pero me las arreglo para mantenerme inexpresiva.

—De acuerdo —musito y, acto seguido, nos despedimos y me encamino en dirección a las habitaciones del servicio.


***


Han pasado ya varios días desde la llegada del príncipe Velkan al castillo de Presdet. Varios días ya, desde la última vez que interactué con él.

Pese a lo que todo el mundo esperaba, su estancia en este lugar ha sido relativamente tranquila. El vampiro bebe una cantidad alarmante de vino; sin embargo, ha mantenido un perfil bastante bajo. Hay días en los que ni siquiera se siente como si estuviese en este lugar. Como si las cosas fuesen igual que cuando estábamos solo el personal del castillo.

Sus consejeros, en cambio, han hecho notar su presencia más de lo que se esperaba de ellos. Según Sanda y Alina, se la han pasado solicitando los más ridículos de los platillos a la cocina. Además, se han encargado de hacer la vida de quienes les arreglan las habitaciones un completo infierno. Son sucios, desordenados y solicitan las cosas más absurdas a todo el personal de servicio que tengan cerca, las veinticuatro horas del día. No les importa si todo el mundo está dormido ya. Se sienten con el derecho de pedir una copa de vino o un bocadillo a las dos de la madrugada. A decir verdad, han sido más molestos ellos que el príncipe mismo.

Con todo y eso, Emmeran y Mirela se han encargado de mantenerme lejos del radar de nuestros invitados. En especial, de Lord Fane: el vampiro que intentó comprarme aquella noche en la que el guardia real me siguió y descubrió lo que ocultaba debajo del velo.

Así pues, mis tareas diarias han sido relegadas al cuarto de lavado —donde paso el día entero refregando ropas, sábanas, servilletas y cortinas—, o en el ala norte, manteniendo limpias las habitaciones de aquella parte de la finca, solo por si a nuestros invitados se les ocurre dar una vuelta por allá.

Ahora mismo, me encuentro tendiendo las sábanas que acabo de lavar en el área del patio designada para ello. Estoy tan absorta en mis pensamientos, que casi pego un grito del susto cuando Nicoleta, una de las empleadas encargadas de la lavandería, me toma por los hombros desde la espalda y, con mucha emoción, me dice:

—¡El príncipe Velkan está cabalgando a Sombra!

El corazón me da un vuelco furioso, pero no sé muy bien cuál es el motivo: si es porque Sombra es el caballo más rebelde de todos los establos, o solo porque es la primera vez, desde su llegada, que Velkan hace notar su presencia. Supongo que es un poco de ambas.

Aún puedo recordar el modo en el que Bogdan, luego de intentar montarlo una infinidad de veces y de haberse roto una costilla debido a la renuencia del animal, advirtió a todo el mundo que el caballo era peligroso y que no debían confiarse demasiado. A la fecha, solo se deja manipular por Bogdan para ponerle las herraduras y para soltarlo un rato para que trote por el corral.

Tengo entendido que no se ha vendido porque ha sido una adquisición muy cara del rey. Una especie de capricho que quiso cumplirse y que, al no conseguir que lo amansaran para poder montarlo, decidió mandarlo lejos; como a sus enemigos... O a su propio hijo.

El saber que la criatura se ha dejado montar por nada más y nada menos que el vampiro con la peor fama de Valaquia, es una sorpresa monumental. Y, al mismo tiempo, un guiño irónico a todo el asunto: el caballo no ha dejado que el rey lo monte, pero su oveja negra, al parecer, está haciéndolo.

—Pero Bogdan dijo...

—¡Lo sé! —Nicoleta me corta—. ¡Pero el príncipe está montándolo como si nada! ¡Ven!

Sin esperar a que le responda, tira de mi mano, de modo que rodeamos parte del castillo corriendo.

Para cuando llegamos a nuestro destino, estoy jadeando, pero todo el cansancio que siento se marcha cuando lo veo...

Ahí, en la lejanía, trepado en la bestia más peligrosa del castillo, está Velkan; haciéndolo correr como si se tratase del animal más manso del establo.

El corazón me late fuerte, pero no sé si es debido a la carrera que he pegado junto a Nicoleta, o a la forma en la que el vampiro luce: despreocupado, fuerte... Como si fuese un caballero de moral intachable y honor indiscutible...

Pero Velkan no es así. Velkan es un asesino. Es un monstruo con cara de ángel y no puedo permitirme olvidarlo. Ni siquiera cuando cabalga hacia el lugar en el que nos encontramos con ese porte elegante y fuerte. Ni siquiera cuando detiene al caballo justo frente a un grupo de sirvientas y les regala una sonrisa que podría robarle el aliento a cualquiera.

Nicoleta chilla algo acerca de él siendo guapísimo, pero no puedo ponerle demasiada atención. No puedo hacer otra cosa más que mirarlo fijamente mientras se acerca hacia mí, me sonríe y dice:

—¿Quieres dar un paseo?





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