Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

II Para todos, soy «Su Alteza Real», pero tú debes llamarme «Su Majestad»

La tensión que se respira en toda la finca es abrumadora. Los días han pasado a una velocidad alarmante y ahora estamos aquí, ataviados con nuestras mejores galas, afinando los últimos detalles para recibir a uno de los Príncipes de Valaquia en el castillo de Presdet más remoto de todo el país.

La estructura medieval está ubicada en Presdetul, una pequeña aldea que apenas es habitada por menos de seiscientas personas. Pese a la cercanía que existe entre el pueblo y Brasovia —una ciudad bastante importante de Valaquia—, no hay mucha gente que quieran venir a pasar el tiempo por acá. El clima es bastante frío todo el año y los pantanos que rodean la aldea no ayudan en lo absoluto a que los turistas se sientan atraídos por el castillo o por el pueblo mismo.

No los culpo. Si yo no corriera tanto peligro alejándome de este lugar, probablemente ya me habría marchado. Habría convencido a mi madre de que nos largáramos a buscar suerte a alguna otra parte de Valaquia... o del mundo.

—Lyena... —La voz de Sanda me saca del ensimismamiento y la miro hacerme un gesto exasperado con ambas manos—. Dame eso.

Avergonzada por mi poca concentración, me acerco a ella con la bandeja repleta de pequeños canapés horneados que llevo entre los dedos, y se la entrego con cuidado.

—Tenemos que darnos prisa. El príncipe estará aquí en cualquier momento —urge, mirándome con severidad.

Me han enviado a ayudar en la cocina a disponer todo para el recibimiento del príncipe, pero Sanda no parece muy contenta de tenerme aquí. Estoy segura de que, de no ser porque realmente necesitan un par de manos extras, le gustaría pedirme que me marchara.

—¿Traigo el vino? —pregunto, sin mirarla directo a los ojos.

—Por favor —dice, al tiempo que coloca la bandeja que acabo de entregarle sobre una enorme mesa llena de los bocadillos más finos que he visto jamás—. Anton te dirá dónde encontrarlo.

Asiento, al tiempo que giro sobre mis talones para encaminarme a la cocina.

Ahí, me encuentro con un cocinero cubierto en sudor, corriendo de un lado a otro, lanzando órdenes a Alina y al resto de los chicos del servicio a los que nos han mandado a ayudarle.

Cuando termina de despotricar en contra de alguien que ha cortado mal un trozo de carne de venado, se vuelca hacia mí y me indica dónde puedo encontrar las botellas de vino que Bogdan trajo hace un par de días.

Me aseguro de llevarlas con mucho cuidado para no romperlas y, cuando se las entrego a Sanda, esta me dice que he terminado aquí y que debo ir a preguntarle a Mirela qué es lo que debo hacer ahora.

No soy estúpida. Sé que Sanda aún necesita la ayuda, pero está tan estresada, que parece querer hacerlo todo ella misma; así que le concedo lo que desea y me encamino fuera del enorme comedor.

Me tomo unos momentos para introducirme al baño a mojarme la cara y a acomodarme el velo que mi madre me ha confeccionado. La tela es elástica y, con ella, mi madre ha hecho una cofia en la que puedo meter todo mi cabello y, además, cuenta con una especie de velo, que luce similar al que utilizan las religiosas, con la que puedo cubrirme hasta el rostro si así lo deseo.

Cuando me seco la cara, me echo un vistazo rápido en el espejo.

El vestido severo que utilizo es de color negro y de cuello alto y mangas largas. Los botones diminutos que van desde el cuello hasta la cintura le dan un aspecto rígido, y el delantal blanco almidonado me hace parecer tan ridícula como me siento. La falda es larga hasta los tobillos y llevo las botas de trabajo más cómodas que he podido encontrarme.

Mientras me observo, no puedo evitar pensar en lo mayor que me veo. Parezco casi una señora y no una chica de dieciocho años.

«Así está mejor. Quizás, con un poco de suerte, el monstruo aquel ni siquiera notará que estás aquí», me dice el subconsciente y estoy de acuerdo con él.

Con esto en la cabeza, me echo a andar hacia la salida del diminuto baño de servicio para encaminarme hacia el vestíbulo principal.

Mirela se encuentra ahí, dándole órdenes a Daria y a mi madre, así que aguardo en la cercanía para no interrumpirlas mientras hablan y miro alrededor con aire distraído.

No puedo evitar clavar los ojos en aquella pintura enorme al centro del vestíbulo, en la pared al fondo de las escaleras principales. Esas por las cuales llegas a las habitaciones reales del castillo.

En el retrato, puedes ver el gesto severo del rey Narcís —con esa penetrante mirada anaranjada y ese cabello negro como la noche que enmarca un anguloso rostro— junto a su difunta esposa, la reina Ozana —con ese precioso cabello color caramelo y esos felinos ojos del color del atardecer; dulces y delicadas facciones y una prominente barriga de embarazada— y a sus tres hijos mayores: Emilian, Razvan y Mircea.

Está claro que ese cuadro fue pintado hace muchísimo tiempo y que ni siquiera se molestaron en actualizarlo cuando el príncipe Velkan —el más joven de los cuatro— nació; sin embargo, no puedo evitar contemplar a los otros tres chicos del cuadro y preguntarme a quién se parecerá el hijo del rey que nos visitará durante una temporada.

Mis ojos se posan en Emilian, el primogénito del rey y heredero al trono. Es la viva imagen de su padre: cabello lacio y oscuro, piel clarísima, facciones angulosas y ojos a la mitad del camino entre el amarillo y el anaranjado. Es bastante atractivo. El tipo de chico con el que sueles fantasear cuando las hormonas se alborotan durante las noches.

Razvan, por otro lado, es completamente diferente a Emilian. Incluso, no se parece en lo absoluto al rey. Su cabello es ondulado y es tan rubio, que poco le falta para lucir tan claro como el mío. Su piel es clara, también; sus facciones son menos hoscas que las de Emilian y el rey y, sus ojos, son de un naranja profundo: un claro indicativo de que consume más carne y sangre humana que su padre y su hermano mayor.

Al cabo de unos instantes, clavo la vista en el joven Mircea. Su parecido con Razvan es evidente. Ambos comparten ese cabello de ondas suaves y color rubio clarísimo, piel blancuzca y facciones suaves. Si lo intentaran, podrían pasar por gemelos. Lo único que los distingue al uno del otro, son el largo de su melena —Mircea lleva el cabello tan largo, que lo lleva trenzado en el retrato— y la forma de sus ojos —los de Razvan son más almendrados que los de su hermano.

Por lo demás, son casi idénticos... Excepto, por supuesto, que no se parecen en nada al rey.

No es un secreto para nadie que él y Mircea son hijos de una de las concubinas del monarca de Valaquia. De hecho, en realidad ellos no deberían de haber estado en este retrato familiar, ya que no son hijos de la reina Ozana; no obstante, el rey, por decreto real, los reconoció hace muchísimos años y, gracias a que sus consejeros lo hicieron oficial, tanto Razvan como Mircea han sido reconocidos como hijos legítimos por la corona y, por ende, parte de la familia real.

Mi madre me contó que hubo mucho revuelo con ese tema cuando se dio a conocer. Las familias nobiliarias no aceptaban el hecho de que el rey hubiese reconocido a dos de sus bastardos como hijos legítimos. Muchas de ellas hablaron abiertamente de su disgusto al respecto. Decían que, si algún día el rey y Emilian llegasen a faltar, la corona caería en manos de sangre ilegítima —pese a que, en teoría, al ser reputados como hijos del rey, Razvan y Mircea tienen tanto reclamo al trono como Emilian— y eso no les gustaba en lo absoluto. Con todo y eso, las aguas se calmaron cuando la reina Ozana anunció su segundo embarazo.

Al parecer, la llegada de Velkan fue el catalizador de aquel escándalo. Las familias más ortodoxas, pese a no estar de acuerdo con lo que estaba ocurriendo, cesaron sus ataques sociales a la corona cuando otro príncipe legítimo llegó a la ecuación.

—Lyena... —La voz de Mirela me saca de mis cavilaciones y me vuelco en su dirección más rápido de lo que me gustaría, pero me las arreglo para acercarme a ella con soltura y rapidez—. ¿Has terminado con Sanda?

Asiento.

—Me ha dicho que ya no me necesita más —replico y Mirela asiente.

—Perfecto —dice—. Voy a necesitar que preparen baños en las habitaciones dispuestas para nuestros invitados. Hay que poner el agua a calentar, así como llenar las tinas y preparar las sales de baño por si nuestros invitados desean llegar a asearse luego de su largo viaje.

Casi hago una mueca de desagrado. Odio preparar los baños. Odio cargar baldes de agua hirviendo por las escaleras, para después tener qué secar el agua derramada; sin embargo, me las arreglo para mantenerme inexpresiva.

—Ya mismo lo hago.

—Dile a Bogdan y a Tedd que te ayuden con el agua, y dile a Daria que, cuando termine con lo que está haciendo, vaya a socorrerte —ordena y, sin esperar a que diga nada más, me doy la media vuelta y me encamino hacia los fogones del castillo para comenzar a calentar el agua.


***


La dolorosa ampolla que se me ha hecho en la mano me escuece tanto, que no puedo pensar en otra cosa que no sea en eso. En la forma en la que la piel me palpita y el líquido me inflama la piel lastimada.

Una de las desventajas de haber nacido con mi condición, es tener la piel delicada. Tanto, que cualquier quemadura o exposición al sol puede ser fatal para mí.

Todavía tengo cicatrices de aquella vez en la que fui con mi madre a visitar a su hermana en la costa y se nos ocurrió que era una buena idea ir a conocer el océano.

El sol me quemó tanto, que la primera capa de piel se desprendía de mi cuerpo con facilidad, dejándome en carne viva. Tenía ampollas y yagas por todos los brazos y la cara, y sangraba en aquellos lugares en los que las quemaduras habían sido más abrasivas.

Ningún médico o curandero podía entender cómo es que el sol podía afectarme tanto; sin embargo, cuando mi madre le confesó a uno de ellos lo que yo era, fue cuando todo tuvo sentido para él. Recuerdo que el hombre regañó a mi madre por haberme expuesto a la luz solar. También recuerdo a mi madre llorando desconsolada cuando cayó en la cuenta de que, no solo mi albinismo había causado que el sol me quemara del modo en el que lo hizo, sino que también la sangre vampírica que corre por mis venas formó parte de aquello.

El sol no mata a los vampiros —al menos, no de inmediato—, pero puede herirlos de gravedad. Puede quemarles la piel hasta arrancárselas del cuerpo, y puede hacerlos sangrar hasta la muerte si se le expone a su radiación el tiempo suficiente.

Desde entonces, siempre trato de cuidar cuánto rato paso al aire libre durante el verano. Pese a que el clima en Valaquia es bastante favorable para los vampiros, aún hay regiones y épocas del año en las que el sol puede llegar a hacer estragos con ellos —y con aquellos que compartimos una ínfima parte de su sangre en las venas.

La quemadura que he tenido en la mano, por fortuna, solo me la ha provocado el agua caliente. De todos modos, me ha hecho una ampolla del tamaño de toda la palma derecha que, ahora mismo, no podré atender, ya que Emmeran y Mirela nos han mandado llamar a todos porque, al parecer, el príncipe está a punto de llegar.

Todo el personal de servicio del castillo se encuentra agrupado en el vestíbulo principal. Vestimos nuestras mejores galas de trabajo y todos —absolutamente todos— nos hemos aseado y arreglado para recibir al hijo del mismísimo rey en nuestra humilde morada.

La expectación es casi tan palpable como el pánico creciente que nos envuelve, y tengo que tragarme la ansiedad que me anuda el estómago, mientras me cercioro de que llevo el cuchillo de caza que Bogdan me dio anudado en la pierna.

Estos días apenas tuvimos oportunidad de vernos. De hecho, ni siquiera pudo enseñarme demasiado mientras nos preparábamos para la llegada del príncipe; sin embargo, sí pudo afilar mi arma. Sí pudo dejarla lista para herir de gravedad a quien sea que trate de acercarse a mí. Eso, de alguna manera, me tranquiliza un poco.

Mi vista viaja por todo el espacio.

El vestíbulo está teñido de la luz cálida de las velas apostadas por todo el lugar, las cortinas color vino que hemos puesto en todos los ventanales solo logran hacer que la decoración dorada de todos los muebles resalte, y todo luce tan opulento, que casi podría jurar que estoy en un lugar diferente a ese que he conocido a lo largo de mi vida.

Mis ojos viajan hacia todo el personal que se encuentra aquí. Las mujeres estamos del lado derecho de la escalera, meticulosamente acomodadas por estaturas, con las manos a la espalda y una pequeña distancia entre una y otra. Los hombres, por otro lado, se encuentran del lado izquierdo, en la misma postura que nosotras.

Las campanadas resuenan en la torre. Las trompetas que anuncian la llegada de algún miembro de la realeza retumban en las afueras del casillo y tengo qué reprimir el impulso que siento de buscar a mi madre para tomarla de la mano.

Casi deseo que Bogdan esté aquí, pero se encuentra allá afuera, con el resto del personal de servicio que espera allá al príncipe Velkan y tomo una inspiración profunda para acompasar el latir desbocado de mi corazón.

El silencio se apodera del lugar, Mirela se coloca al centro de la estancia, al tiempo que Emmeran se encamina hacia las enormes e imponentes puertas dobles de la entrada del castillo. Va a salir a recibir al príncipe.

Todos bajamos la cabeza en señal de respeto hacia quien está a punto de llegar, y reprimo el impulso de husmear por lo bajo cuando la luz del día se cuela por el espacio abierto que ha dejado Emmeran a su paso.

El pulso me golpea con fuerza detrás de las orejas, las manos me tiemblan y el aliento se me atasca en la garganta, al tiempo que reprimo el impulso que siento de cerciorarme de que el velo que llevo puesto me cubre bien el cabello.

Las trompetas repican una vez más, el sonido de los cascos de los caballos me llena los oídos y me tenso por completo cuando este se detiene.

Los oídos me zumban y trago duro para deshacerme de la resequedad que siento en la garganta.

Escucho a Emmeran dar la bienvenida a nuestros invitados. Lo escucho pronunciar algo sobre lo honrados que nos sentimos de tener la presencia de uno de los príncipes de Valaquia aquí, en el castillo de Presdet. Alguien le responde algo que no logro entender y, entonces, soy capaz de escuchar cómo Mirela nos ordena, en voz baja y siseada, que es momento de reverenciarnos.

El pronunciado y mecánico movimiento viene a mí tan natural como respirar. Lo hemos ensayado tanto durante los últimos días, que ya casi lo hago por inercia.

—Por lo menos aquí lo hacen como si se tratase de una coreografía. —El tono aburrido que me llena los oídos me hace mirar de reojo en dirección a donde la voz resuena, pero no logro tener un vistazo de quien sea que ha hablado.

—Es un honor para nosotros tenerlo aquí, Su Alteza Real. —Esta vez, logro reconocer a la perfección la voz de Mirela.

Un bufido.

—¿Todos aquí se ensayaron el discurso? Porque, si voy a tener que escucharlo de todos los empleados del castillo, prefiero que no me dirijan la palabra. —No puedo evitarlo. La voz es tan atrayente, ronca y melodiosa, que miro en dirección a la entrada principal con todo el disimulo que puedo.

Es imposible no darte cuenta de quién es el príncipe Velkan.

Pese a que hay una decena de personas aquí que visten ropas finas y nos observan como si portáramos la peste, solo él es capaz de hacerse notar entre toda la multitud.

Es muy parecido a su hermano mayor —el príncipe Emilian— y a su padre, pero... mucho más joven que cualquiera de ellos. Su cabello, negro como la noche, cae lacio y desordenado sobre su frente; su piel blanca luce casi mortecina y sus facciones angulosas, duras y cinceladas —pero de aspecto angelical—, lo hacen lucir atractivo —muy atractivo— y peligroso en partes iguales.

Es alto. Casi tan alto como todos los hombres vestidos en armadura que parecen flanquearlo y que —supongo— son su guardia real. Su espalda ancha está vestida con una gabardina de terciopelo azul oscuro y bordados dorados que solo consiguen acentuar el clarísimo color de su piel y, debajo de ella, viste un chaleco negro con brocados dorados; unos bombachos y unas botas de viaje de piel pura y, pese a que todo en él grita opulencia, no es eso lo que me pone los vellos de punta.

Es el color carmesí de sus ojos lo que lo hace.

El príncipe Velkan no solo luce como si hubiese salido desde el más precioso de los sueños; sino que, también, lo hace como si hubiese venido desde la más horrible de las pesadillas.

Está claro para mí —y para cualquiera que lo mire— que come y bebe humanos tan a menudo como puede y eso, por sobre todas las cosas, me pone la carne de gallina y me hace temblar de pies a cabeza.

—Hemos preparado una cena de bienvenida para usted, su guardia y los miembros del consejo que lo acompañan. —Mirela continua, como si el chico frente a ella no acabara de hacerle un desaire monumental—. Permítannos ponernos a su servicio durante su estancia en este lugar. Presdet es su hogar, Su Alteza. Déjenos hacerle sentir como en casa.

El príncipe suspira con fastidio.

—En casa mi padre vive para sermonearme, así que no, gracias. Prefiero no sentirme como en casa —replica.

—Velkan... —La voz severa de alguien más parece reprimirlo, pero al príncipe parece importarle un bledo, ya que avanza con aire aburrido hacia las escaleras.

No mira a nadie mientras lo hace.

—Espero que los aposentos reales estén listos para mí —dice a la nada y Mirela se apresura a asegurarle que los hemos alistado para su llegada. Entonces, el chico sube unos cuantos escalones antes de girarse a encararnos a todos—. Necesito a tres doncellas jóvenes a mi servicio: una para que me lave el cabello, otra para que me talle la espalda y una más para que me aliste las ropas que he traído desde la ciudad.

Es inapropiado. Ninguna mujer de servicio debe quedarse a solas con un noble, mucho menos si este es un príncipe, pero nadie parece querer contradecirlo. Así pues, Mirela, al cabo de unos instantes de estupefacción, responde:

—De inmediato, Su Alteza.

El príncipe no espera a que nadie le diga nada más. Vuelve su atención hacia las escaleras y se echa a andar con desgarbo en dirección a las habitaciones reales.

Cuando desaparece de nuestra vista, Mirela, con la voz tensa y entrecortada, se vuelca en dirección de nosotras y, luego de mirarnos con un gesto cargado de disculpa, dice:

—Daria, Ruxandra y Lyena... —Hace un gesto hacia las escaleras—. Vayan.

Sé que mi madre quiere protestar, pero se traga las palabras tanto como yo el pánico que me atenaza las entrañas. El nudo que se me forma en el estómago es doloroso y aterrador, pero, como puedo, me las arreglo para asentir.

—Voy por el equipaje del príncipe —anuncio lo suficientemente fuerte como para que mis compañeras de sentencia me escuchen y, sin esperar a que nadie diga nada más, avanzo en dirección a la salida del castillo. La mirada aterrorizada de Daria y Ruxandra casi me hace querer disculparme con ellas por haber sido más rápida y haber elegido la tarea de ir por las ropas del príncipe, pero, por ningún motivo voy a estar cerca de él. No tanto como para que sea capaz de hincarme los dientes o algo por el estilo.

En ese momento, escucho a Mirela disculparse; sin embargo, no me quedo a escuchar qué otra cosa tiene que decir antes de desaparecer por las enormes puertas del castillo.


***


Trato de ignorar las risas provenientes del baño. También, trato de ignorar las voces que suenan susurradas desde su interior. Me concentro en la tarea que me he impuesto de sacar de las cuatro pesadas maletas que tuve que acarrear desde los carruajes hasta los aposentos reales.

De no haber sido porque Bogdan se apiadó de mi alma en desgracia, probablemente me habría tomado más tiempo del que lo hizo. Me preguntó, mientras nos encontrábamos afuera, si llevaba conmigo el cuchillo y pareció quedarse un poco menos inquieto cuando le dije que ahora más que nunca lo llevaba cerca. No obstante, ahora que escucho lo relajadas que parecen Daria y Ruxandra alrededor del príncipe Velkan, me pregunto si realmente lo necesito.

«Por supuesto que lo necesitas. Tu madre te ha repetido hasta el cansancio que son criaturas encantadoras. No debes de bajar la guardia», me dice el subconsciente y, con eso en la cabeza, me acerco a la puerta del baño para llamar con firmeza.

—Pasa. —La autorización proveniente de la boca del príncipe suena más a una orden que a otra cosa, así que, pese a que no quiero hacerlo, abro la puerta con lentitud.

Trato de mantener la cabeza baja y de no mirar demasiado en dirección al vampiro desnudo dentro de la tina de mármol, pero la imagen con la que me encuentro me turba y me hace ruborizarme hasta la médula en partes iguales.

Daria se encuentra hincada junto a la tina, tomando el brazo fuerte del monstruo aquel, mientras pasa una esponja de baño por toda la longitud hasta detenerse en su bíceps. Lleva una sonrisa emocionada en los labios y se encuentra completamente ruborizada, como si el hecho de estar tocándolo como lo hace le provocase una satisfacción atronadora, y casi quiero gritarle que debe alejarse de él. Que el tipo tiene los ojos más rojos que jamás he visto y que eso solo puede significar que lo que dicen de él es cierto: es un asesino. Come humanos tanto como puede.

Ruxandra, por otro lado, luce igual de complacida. Ella, a diferencia de Daria, se encuentra empapada, sentada al borde de la tina, con las pantorrillas dentro de ella y las mangas arremangadas hasta los codos mientras que masajea el cuero cabelludo del chico que, desde donde se encuentra, me mira con curiosidad.

No quiero mirarlo. No quiero percatarme de la fuerza de sus brazos y la anchura de su espalda. Tampoco quiero posar la vista en las clavículas que sobresalen en su torso fuerte y firme, ni en los ángulos fuertes que le cincelan las facciones. Mucho menos quiero verlo a los ojos. Esos penetrantes ojos carmesí que me observan como si yo fuese su siguiente aperitivo.

—Si quieres, puedes venir a lavarme los pies —dice, al tiempo que una sonrisa torcida y ladeada tira de las comisuras de sus labios.

Trago duro y me mojo los labios con la punta de la lengua.

—Por muy tentadora que sea la oferta —digo, tratando de sonar alagada—, creo que lo mejor es que continúe con lo que se me ordenó que hiciera.

—¿Osas a desobedecerme? —inquiere, arqueando una ceja.

—¿Que le lave los pies es una orden? —Sueno tan inocente como pretendo sonar y casi me doy una palmada en la espalda por ello.

El príncipe me mira durante un largo momento, antes de hacer un gesto desdeñoso con la mano.

—No —responde, finalmente—. Daria estará gustosa de hacerlo. ¿No es así?

La chica que le acaricia con la esponja suelta una risita nerviosa.

—Por supuesto, Su Alteza —replica y él esboza una sonrisa complacida.

Asiento.

—Lamento la intromisión, pero venía a consultarle... ¿Qué desea que le prepare para vestirse? —pregunto y él hace otro gesto desdeñoso.

—Sorpréndeme —dice—. Elige algo que te guste. Con lo que te gustaría verme.

Esta vez, cuando sonríe en mi dirección, un nudo me atenaza las entrañas.

—Enseguida, señor.

Me doy la media vuelta.

—¿Cómo me llamaste? —La voz resuena a mis espaldas y cierro los ojos con fuerza.

Me vuelvo sobre mi eje, sintiéndome horrorizada y ansiosa en partes iguales.

—Lo lamento mucho, Su Majestad, yo... —Alza las cejas una vez más, porque he vuelto a equivocarme en la forma en la que debo referirme a él y, en un tartamudeo, me corrijo de nuevo—: Quise decir: Su Alteza... Lo lamento muchísimo, no estoy...

—No... —Me corta de tajo—. Me gusta que me llames de esa manera.

—¿Perdón?

—A partir de ahora, tienes prohibido llamarme de otra forma. —La sonrisa peligrosa que esboza me pone la carne de gallina, pero no estoy entendiendo lo que trata de decirme, así que sacudo la cabeza en una negativa confundida—. Desde hoy, para todos, soy «Su Alteza Real»; pero tú... —Su sonrisa se ensancha tanto que soy capaz de verle los caninos: filosos y un poco más alargados que los de un humano común y corriente—. Tú debes llamarme «Su Majestad»





Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro