Sangre roja
Sangre roja.
Me gustaría comenzar esta reflexión con un epíteto tan sencillo como ese. Siempre se ha ligado el color rojo a ese líquido que nos mantiene vivos en un mundo plagado de muertos.
Ni quisiera sé muy bien qué pretendo sacar al escribir este "ensayo". Supongo que solo quiero desahogarme y terminar de llorar estas palabras cargadas de rabia después de ver la nueva película de Amenábar.
No voy a hablar de la película en sí, solo de unos cuantos puntos que me han llamado en especial la atención, porque esa sangre que me corre por las venas herviría demasiado rápido y probablemente colapsaría en el intento de no maldecir si analizo cada detalle. Sobre todo hablaré del personaje que fue Unamuno, una de las grandes figuras de la literatura española.
Si estás leyendo esto y no has visto el film, dale una oportunidad. No he visto película que describa mejor la duda y el miedo que acarrea una guerra civil como la que sufrió España en los años 30.
Al salir del cine, mi padre ha dicho lo siguiente: "Podría haber estado mejor. No había escenas de guerra".
Y ese ha sido el detonante que me ha llevado a escribir esto.
En el largometraje no se aprecian directamente los cadáveres ni las salvajadas que se cometían en los campos de batalla. No veréis los ojos sin vida de un niño, pero si el llanto de sus madres, desgarradas porque les han quitado la vida. Los gritos de impotencia de aquellos que vivieron la guerra de primera mano, presenciando las atrocidades de aquellos que solo querían ganar, sin pensar en la gente que conformaba el país que tanto decían amar.
A veces no hace falta ver un cuerpo sin vida, papá. Solo escuchar el sufrimiento en las voces de las personas que pasaron por todo aquel calvario.
Miguel de Unamuno. Un hombre que vivió muchas épocas y que, por lo tanto, demostró afrontar las situaciones de diferentes maneras.
Fue un hombre fiel a sí mismo, que defendió a sus seres queridos por encima de todo. Tomó partido en la política de la época porque no sabía cómo alejarse de ella. Porque el pensamiento y la reflexión de alguien como él, alguien que se preocupaba por la enseñanza y el estudio, era y sigue siendo imposible de alejarse de la política. Al fin y al cabo, la polis, el pueblo, es el único que tiene el derecho de decidir su futuro. Así debería ser, pero eso nunca sucedió bajo el régimen fascista que soportó España el siglo pasado.
Unamuno, desde Salamanca, vio la masacre en varios de sus compañeros catedráticos. Presenció cómo los fusilaban por ser comunistas, masones o simplemente por preguntar algo a lo que no se le quería dar una respuesta.
Él creyó en la justicia y, en sus últimos momentos, vio la imagen de una España decrépita. Una España que no saldría del fango con líderes como los que estaban surgiendo. "Héroes" como El Cid Campeador, según el mismísimo Francisco Franco.
Puede parecer una reseña de la película, pero va más allá de eso porque quiero demostrar cuánto se parece a la realidad que vivimos actualmente en nuestro país. Los que luchan por la patria, esos que aseguran que la Reconquista fue la mejor época de España. Todos esos "españoles de corazón" no tienen ni jodida idea de lo que están diciendo.
Y sí, en esta reflexión añadiré mi opinión personal sobre el asunto, así que no sigáis leyendo si esperáis leer palabras bonitas hacia el maldito fascismo que nos emponzoñó a través de la peor dictadura de todas. No vais a encontrar algo como eso porque solo puedo mostraros el tremendo y profundo odio que tengo hacia todos esos que dijeron "Arriba España", pensando que así arreglarían los problemas de millones de personas que solo querían sobrevivir a un genocidio sin precedentes.
El propio Unamuno vivió la masacre, el dolor y la desesperación de no poder hacer más. Solo observar y observar cómo los fascistas llegaron prometiendo oro y terminaron matando a cualquiera que se les pusiera por delante. Igual que una bestia encuentra a su presa, indefensa y perdida, y solo desea su muerte para alimentarse de ella.
Arrancar la carroña, a eso se dedicaban, a pesar de estar destruyendo el corazón de la sociedad española.
Mataban y torturaban, despedazaban las esperanzas y enjuiciaban ciegamente. Ni siquiera diré que fueron personas porque una persona de carne y hueso nunca provocaría lo que desencadenaron ellos.
Si los enfrentabas, te fusilaban.
Si preguntabas, te fusilaban.
Si hablabas, te fusilaban.
Si los mirabas a la cara, te fusilaban delante de tu familia.
Si te atrevías, por un misterio momento, a clavar tus ojos en los suyos, solo conseguirías tener el cañón de su pistola en la nuca.
Y, después, un negro absoluto.
Una negrura abismal que se cubrió del carmín más nefasto de todos; la sangre.
La sangre era necesaria para avanzar, decían. La violencia era el único camino. Solo callarían a todos esos "rojos" con un tiro. Debían dar una lección a los descarriados que buscaban la ruina del país.
Viva la muerte, decían.
Creo que no hay más que se pueda añadir para demostrar la clase de seres que eran. Esos que, en lugar de abogar por el diálogo, buscaban la confrontación y el miedo entre sus vecinos. Vecinos que eran y son tan españoles como el resto.
23 de octubre de 2019. Cataluña. Disturbios, enfrentamientos y sangre. Todo lo que quieren determinados partidos porque "es la única manera de que sepan qué lugar ocupan en la grandiosa nación española".
Me repugna escuchar comentarios como este en televisión a diario y comprobar que hay tantas personas que los apoyan, sedientas de guerra. No piensan. No empatizan. No son seres racionales. Solo se guían por un instinto animal y sanguinario, creyendo que así lograrán una paz que se debe trabajar con palabras y no a base de golpes y agresividad.
El 155 es eso. Es la bestia inhumana que se ha formado por culpa de todos esos políticos sin corazón.
Los problemas no se solucionan con órdenes e imposiciones, pero hay personas, esos que se hacen llamar políticos, que buscan un continuo enfrentamiento para que la guerra estalle entre ciudadanos de un mismo país. Ciudadanos que siguen persiguiendo la misma supervivencia de siempre aunque las circunstancias hayan cambiado con el tiempo.
Llevar la bandera no te hace ser mejor. Las heridas de batalla no te convierten en alguien superior, tal y como afirmaban Mola o Cavanellas. La palabra y el uso de la razón es lo que se necesita para ganar y Unamuno lo intentó en un lugar en el que nadie lo escuchó.
Es la sangre. El dolor derramado y diluido en lágrimas de todos aquellos que sufrieron una guerra en la que no hubo ningún ganador. Esa sangre es, para mí, la tinta de todos los que lucharon hasta el último momento, escribiendo y defendiendo la humanidad por encima de la moralidad. Esa valentía, lejana a la violencia, que reside en el discurso. Ese valor es el que deberíamos defender y fomentar en lugar de escuchar los gritos de frustración por las calles.
No hay mejor forma de ver esto en la película que en una de las últimas escenas. Esa escena en la que Miguel de Unamuno habla y recrimina a todos los presentes por el desastre que están llevando a cabo. Escena en la que José Millán-Astray, uno de los principales generales de Franco, no sabe cómo rebatir el discurso del literato y simplemente grita: "España". Igual que un animal rabioso que gruñe cuando intentan robarle la comida.
Berrear por España no soluciona nada. Luchar por un país significa defender a las personas que lo conforman, no asesinarlas y dejarlas tiradas en cunetas por tener ideologías distintas a las tuyas.
La verdad no reside en las personas, sino en la palabra. Una palabra que muchos tachan de decepcionante, pero que es necesaria para la comunicación.
"Venceréis, pero no convenceréis", dijo Miguel de Unamuno. Tenían el ejército, la fuerza bruta, pero no la razón, y eso les costó mucho.
No pudo ser más acerado al decir esto porque Unamuno lloró y sufrió en su indecisión. La incertidumbre que lo envolvió hasta su último aliento cayó, emborronada, en la tinta de su pluma. Esa era su forma de expresión. La única manera de hablar y ser escuchado en un país en el que solo importaban las balas desperdiciadas en unos cuantos rojos.
Esa sangre roja que bañó España sigue ahí y la gente continúa desangrándose sin motivo. La gente sigue muriendo porque muchos se empeñan en alzar su rifle, opacando a los pocos que aguantan sosteniendo el lápiz sobre el papel.
La sangre roja.
Quién les iba a decir a todos esos asesinos que su sangre era del mismo color.
Qué epíteto tan desolador, ¿verdad?
"Me duele España"
Tenía usted razón, Unamuno. A mí también me duele.
-Federico García Lorca-
La sangre derramada
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!
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