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Parte 2

El joven seguía allí. Al parecer se había fracturado la pierna al caer y no tenía fuerzas para intentar escapar. Se había dado por vencido. Sólo esperaba ser descubierto para morir de un balazo, antes que de inanición, y pensó que Juan había regresado para darle un final rápido; no obstante, el soldado boliviano, lejos de dispararle, le pasó su jarro de fierro con un poco de agua, haciendo uso del cordón de su bota.

El paraguayo no dudó en aceptar tan generoso acto de humanidad, y mojó sus labios, cuando terminó el mísero trago que sintió como la gloria bajando por su garganta, Juan le quitó el jarro y se fue de allí.

Por siete días permanecieron en ese lugar, enterrando a los muertos e intentando recuperar fuerzas. Tenían un pozo de agua sucia que saciaba su sed; pero luego cobraba vidas enfermando a los soldados. Las bajas sumaban mientras esperaban nuevas instrucciones, que pensaban nunca llegarían; parecía que no sólo Dios los había abandonado, sino también los altos rangos militares.

Durante todo ese tiempo, Juan llevaba al joven paraguayo lo que podía de agua y alimento. A veces se quedaba a la orilla del pozo, acullicando las hojas de coca que le quedaban desde el último abastecimiento que habían recibido muchos días atrás. Gloriosa la energía de la coca, que le permitía aguantar.

Estar los dos en silencio algunos minutos al día, los sacaba de la realidad. A Juan le servía para recordar su pueblo natal, tan lejano, donde la vida pasaba tranquila, y no estaban ni enterados qué sucedía al otro lado del territorio.

A veces pensaba en preguntarle al guaraní si él sabía el porqué de la guerra. Por qué los habían castigado de esa manera, alejándolos de sus vidas y forzándolos a elegir entre matar o morir. Veía al joven del pozo y trataba de imaginar si tenía familia en alguna parte; padres, hermanos, abuelos, como los suyos, que se habían quedado en su pueblo; si pertenecía a un regimiento o hacía cuánto tiempo que los habían olvidado; si sus amigos habían muerto en esa batalla, o si no conocía a nadie.

Los amigos de Juan, con los que había salido de su pueblo, eran otros cuatro muchachos en un principio. Dos de ellos habían muerto en el viaje, y otros dos por deshidratación, días antes del ataque a la trinchera. En cuanto a los demás soldados, algunos le daban un trato paternal, pues era el más joven que quedaba. Causaba algo de pena en el resto, pues sabían que a él lo habían llevado «así nomás», directo a la batalla, sin entrenamiento, sin explicaciones, sólo como un arma de carne descartable, necesaria para aniquilar. A esas alturas de la guerra, ya no tenían tiempo ni para acuartelar. A los campesinos se los llevaban a la fuerza y en el camino al Chaco les enseñaban cómo usar el fusil.

***

—¡¿Dónde estabas!?! ¡Vos te vas a pasear! —El octavo día desde la toma de la trinchera, el Suboficial atrapó a Juan de regreso—. ¡Estos indios no aman a su patria, se vienen aquí de paseo! —gritó y acto seguido les ordenó armar filas.

Por fin se irían de ese lugar. Tomaron sus cosas y emprendieron la marcha. Juan ya no podía regresar al pozo por el joven paraguayo. La conciencia le pesaba, se arrepintió de no haberle dado un balazo, ahora que lo había destinado a morir en ese pozo.

Caminaron por días, ya sin raciones de agua o alimento; muchos se ponían a chupar barro, los más desesperados bebían su propio orín. Se habían quedado sin municiones, y las pocas balas que les sobraban las habían usado para cazar y así alimentarse algunos días.

Los soldados más veteranos, entre la fiebre y la deshidratación, a veces se lamentaban y decían que habría sido mejor morir en batalla o ser tomados como prisioneros de guerra, porque así al menos tendrían qué comer y beber. Aquello se convirtió en un deseo clandestino: morir o ser capturado, cualquier cosa antes que seguir con ese tormento.

Juan empezó a desear lo mismo. Estar en una cárcel sonaba como el cielo si lo comparaba con ese infierno.

Tras varios días de caminata, llegaron por fin a un puesto de socorro. Nada más verlo, les dio fuerzas para correr hasta él.

Había poca gente. Varios heridos atendidos por enfermeras y parte de otro regimiento, con quienes se unirían para avanzar de nuevo hacia otro frente de batalla.

Allí había provisiones, las suficientes para mantenerlos con vida unos días más.

Mientras muchos se abalanzaban sobre el agua, Juan fue por las hojas de coca. El orden ya no importaba en ese momento, muchos lloraban de la emoción.

Casi una semana después, en la que recuperaron fuerzas para partir, el sonido de la primera bomba los despertó en la madrugada. De una forma similar a como habían sorprendido a los soldados paraguayos en su trinchera, eran ellos quienes los sorprendían esta vez, con un ataque feroz.

***

Apuntado por siete soldados, Juan suplicó con los ojos a uno de ellos. El joven guaraní, agradecido con su símil aymara, respondió con un acto de bondad, rescatándolo al soldado de ese infierno terrenal, de la única forma que podía. Y así, una vez más, el Chaco bebió sangre joven.

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Fin

Espero que les haya gustado. Les invito a leer mis otros cuentos y novelas, tengo varios en mi perfil. Déjenme por favor sus opiniones. Un beso!

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