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Capítulo 34

Durante el viaje de regreso a casa, Umäin condujo casi por instinto, como si funcionara en modo de piloto automático. Sus pensamientos no dejaban de regresar a las barrancas junto a Aläis, aunque no para bien; la mirada de espanto de su kiodäi y la decepción en su semblante, lo atormentaban.

—¡¡Un hijo con una humana!! —le había gritado con el rostro refulgiendo— ¿Cómo has podido? Eso es una aberración.

No podía recordar con exactitud lo que le dijo a continuación porque se había vuelto confuso en su memoria, como si las palabras se hubieran diluido y mezclado unas con otras. Lo único absolutamente claro era la reprobación en su voz, en sus gestos. La mano extendida frente a su cara, levantando un muro entre ambos.

Su actitud no cambió ni siquiera cuando pareció calmarse y él tuvo oportunidad de explicarle que la Regente se había llevado a Niko, su amigo humano, quien también conocía a Lena, además del plan que idearon con Eliana para rescatarlo. Hasta llegó a mencionarle lo sucedido con los Ronsoj. Pero Aläis se había vuelto de hielo. Ya ni siquiera lo miraba y cuando se percató de que no tenía sentido seguir hablando, su amigo, su hermano por elección, le había dicho:

No me interesa el tal Niko ni los que lo acompañan —su voz estaba cargada de desprecio—. No me incumbe en lo absoluto que sea importante para ti o Lena. Los has puesto por encima de tu kiodäi y pretendes que el heredero del trono de Vexia se rebaje y exponga, solo para beneficio de los terrícolas. Después de una vida de sacrificios, pretendes que traicione la sangre de mis ancestros y abandone mi lucha por sobrevivir para salvar a unos... humanos.

Umäin quedó conmocionado y con los ojos aguados. De todas las reacciones que imaginó en su camino hasta allí, que podía esperar de su kiodäi, ésa había superado con creces cualquiera de sus más oscuras elucubraciones. Desde que se conocieron siendo un par de niños, jamás le reprochó nada pero esta vez, había llegado demasiado lejos. Un fuego le recorrió las entrañas como la descarga de una centella y no pudo refrenar las palabras se le escaparon de los labios.

—¿Qué sabes tú de sacrificios...? —espetó y sus pecas destellaron de furia, pero sobre todo, por el dolor que le estrujaba la boca del estómago.

—¿Qué? —preguntó Aläis con cautela.

El de la cabellera azabache apretó los puños. No quería completar la frase, no deseaba alimentar esa hoguera con palabras combustibles. Pero era demasiado tarde para evadirse. Con sus ojos entornados, inspiró hondo y exhaló.

—¿Qué sabes tú de sacrificios... si los que se han sacrificado siempre hemos sido los demás?

La orden de que se marchara, de que desapareciera de su vista, no tardó en llegar y aún resonaba en sus oídos.

Se había alejado sin mirar atrás en dirección a la entrada de la capital, donde lo esperaba su vehículo. Mientras descendía por el terreno irregular del bosque serrano, una sensación de desamparo lo embargó. Sintió como si una garra invisible le destrozara la carne, abriendo un hueco en su pecho y le arrancara una parte vital de su cuerpo: el vínculo kiodäi acababa de romperse.

***

Aläis permaneció inmóvil en medio de la completa oscuridad hasta mucho después de que Umäin se hubiera marchado. Le zumbaban los oídos. Un frío le subió desde el estómago hasta alojarse en su pecho. Aunque nunca antes la hubiese experimentado, sabía muy bien lo que significaba esa horrible sensación de vacío. Su cabeza giraba en una espiral vertiginosa, manteniéndolo paralizado, hasta que el chirriar de una lechuza que pasó volando, lo trajo de vuelta a la realidad. ¿Qué acababa de pasar? ¿Acaso se había vuelto loco? Necesitaba moverse rápido. Recogió su mochila y emprendió el descenso hacia la iluminada ciudad.

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Venae, tanëo, ¿qué es todo esto?

—Es la nueva adquisición de la Regencia para protección de La Colonia —dijo la añosa vexiana, palmeando uno de los artefactos distribuidos al inicio del largo corredor que conectaba con el salón ceremonial.

—¿Protección de qué? —interrogó confundido el Representante de cabello gris muy claro, casi blanco y ojos turquesa.

—De la mayor amenaza que hayamos enfrentado nunca: el traidor de Vexia. Como les advertí en la reunión del Concejo, recibí informes de que estaba preparando un atentado contra la autoridad vexiana. Tal parece que acabar con el monarca no sació su sed de sangre: quiere eliminar todo lo que hace grande a nuestra raza. Y tal parece que el momento ha llegado: el ataque es inminente.

—¿Y cómo van a ayudarnos todos estos androides? —dijo, señalando el pequeño ejército de autómatas que tenía enfrente, de aspecto tan humano que le provocaban desconfianza.

—Están armados con la más avanzada inteligencia artificial y han sido programados para identificar y reducir al traidor en cuanto sea detectado. Serán apostados alrededor del recinto de reuniones por lo que, tanto usted como al resto de Representantes, deberán permanecer congregados allí hasta que pase el peligro.

El vexiano meditó lo que la Regente acababa de decirle.

—Un momento, tanëo —objetó—. Esto es un total atropello a la autoridad de los Representantes, en especial la mía, puesto que encarno al clan más populoso. Algo así, indefectiblemente, debería haber sido aprobado por el Concejo. Se ha atribuido la autoridad de decidir sobre nosotros, de recluirlos, cual prisioneros, sin consultarnos... Para enmendar semejante falta involuntaria al protocolo, sugiero que convoquemos a una asamblea extraordinaria de emergencia y la medida sea aprobada con el consentimiento de la mayoría, como es la manera correcta de proceder...

Marakamäe le dio la espalda al diplomático, resoplando de rabia. Tenía la piel de su rostro encendida con luces multicolores que gritaban peligro. El Representante más importante del Concejo la había puesto en jaque y eso no le gustaba en absoluto.

—... ¿no está de acuerdo, tanëo, en que ese sería el correcto proceder?

La Regente se debatía entre ceder al pedido y arrancarle la cabeza allí mismo. Cerró sus ojos celestes y respiró profundo varias veces para controlar el acceso de ira que amenazaba con dominarla y arruinarlo todo. Necesitaba que los dignatarios se mantuvieran en el lado opuesto de La Colonia. Por nada del mundo, debían acercarse al salón ceremonial donde mantenía a sus "invitados".

—Muy bien —dijo, cuando logró moderarse—. Convóquelo lo más pronto posible.

El Representante hizo una respetuosa reverencia y se marchó diligentemente a cumplir con el recado, para exasperación de la Regente de Vexia. Ésta se contentó pensando en que, cuando recuperara el poder absoluto, su primera acción como gobernante suprema, sería deshacerse de ese idiota.

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"Ojala que llueva, que crezca el cucumelo..., ojala que llueva, que tiene que llover..." —canturreaba Sebas mientras, con la yema del dedo índice, tanteaba una de las plantas que tapizaban las paredes del recinto en el que se encontraban y que semejaban pálidos hongos de sombrero esférico.

—¿Vos decís que son alucinógenos? —Agus estaba entre emocionado y preocupado—. Podría ser, ¿no?, hay un altar en el centro... a lo mejor se dan con esto en los rituales.

—Averigüemos... —respondió, levantando ambas cejas y la picardía en sus ojitos al acercar peligrosamente la punta de la lengua a una de aquellos curiosos vegetales extraterrestres, le sacó una risita a su amigo.

—A lo mejor son venenosos y los usan para los sacrificios. Probalo y después nos contás —acotó Maia.

Agustín desistió en el acto y se volvió para contestarle.

—Ahora te hacés la graciosa, pero bien que cuando nos trajeron, no eras tan valiente.

—¡Ya te dije que no tenía miedo! La verdad es que no sé de dónde sacaste eso. Lo único que quería, era agarrar a la vieja esa del cogote y dejarla pelada.

—¡Está bien, lo que vos digas! La próxima vez que te escuche gimotear, ni pelota que te voy a dar.

—Yo no gimoteo, tarado.

Sebas no dijo más y se alejó bordeando el recinto hacia donde se ubicaba la puerta. Mientras caminaba, una sonrisa se le dibujó en los labios, pero al llegar junto a Niko, la guardó. El tatuador lucía agotado y, sentado en el suelo, reposaba la espalda en una de las placas del único acceso del salón.

—¿Estás bien, che? —preguntó, dándole una patadita en la pierna— ¿Te cansaste de hacerle cosquillas a la puerta?

El día que llegaron, no se movieron del centro de la inmensa habitación más que para usar el sanitario que se encontraba al fondo y hablaron todo el tiempo mediante susurros, por miedo a las posibles represalias si desobedecían la orden de mantenerse quietos y callados. Uno de los guardias, ingresó tres veces durante el día a dejarles abundantes raciones de alimento y agua, y no pareció interesado en hacerles ningún daño. Sin embargo, no se querían arriesgar por si estaban siendo monitoreados, así que se mantuvieron quietos e incluso, durmieron uno junto al otro, apoyados en la piedra rectangular.

Al día siguiente, comenzaron a aburrirse y empezaron a hacer pequeñas incursiones a fin de poner a prueba la teoría de que los estaban vigilando. Con el paso de las horas, y tras numerosos experimentos en los que se alejaban del centro durante períodos de tiempo cada vez mayores o gritaban y cantaban de manera desafinada, concluyeron que no había nadie allí (Sebas acotó que nadie hubiera sido capaz de aguatar los estridentes alaridos de Maia cantando sin reaccionar y recibió un sopapo por eso). Y así fue que empezaron a recorrer el recinto, a investigarlo en detalle y a inventar teorías sobre sus posibles usos. Hicieron lo que fuera, con tal de evitar el tedio. Todos, excepto Niko. Él se ensañó con la puerta. La tironeó, pateó y golpeó con el puño tantas veces, que perdió la noción del tiempo. Lo único que sabía era que ésta no cedió ni un milímetro.

—Dejó solo dos guardias afuera. Y nosotros somos cuatro. Si lográramos abrirla, estoy seguro que podríamos reducirlos y...

—Quizá... —lo interrumpió Sebastián, mientras se acomodaba en el suelo, frente a él—, pero acordate que tienen poderes. Además, solo somos tres y medio...

—¡Te escuché! —gritó Maia, que ahora estaba recostada en el altar, mirando el techo.

Los dos muchachos largaron una carcajada.

—Sabés que te la voy a hacer pagar por todas las que me hicieron vos y aquel otro con Lena, ¿no?

—¿Que yo qué? —el muchacho casi rubio, se había acercado mientras hablaban y se les unió en el piso.

—Está bien, me lo re-merezco. Además, si salimos de esta, no me importa que me cargués por el resto de mi vida.

Niko volvió a ponerse serio.

—Todo esto es culpa mía, si yo no hubiera... Pero ¡qué pelotudo! —Descargó un golpe con la parte posterior de la cabeza contra la puerta en la que estaba respaldado—. ¿Cómo no me voy a dar cuenta de que me plantaron en la mente lo de los pigmentos? Si yo nunca fui de grandes ideas, tendría que haber sospechado. Me creía re-innovador y no era más que un títere.

—Boludo, si hay algo que nunca has sido, es de los que se la creen. En serio: si de la nada te hubieses vuelto un creído, no nos hubiéramos quedado con vos. En eso, quedate tranquilo.

—Cierto —acordó Sebas—. Además, todavía no sabemos por qué o para qué la elfa te hizo hacer todo eso.

El del pelo teñido de aguamarina, suspiró acongojado.

—Yo digo que no nos va a matar.

Maia había abandonado su lugar de reposo y se acercaba por el pasillo que dividía el área de asientos, dispuestos a modo de auditorio. Al llegar, se sentó junto a Sebas y lo picó en las costillas con el dedo, lo que lo hizo dar una sacudida.

—Si solo nos quería para atraer al tal Aleas, se hubiera deshecho de nosotros. Sólo necesita que él crea que estamos acá, no hay motivo de mantenernos con vida y mucho menos, alimentarnos tan bien como lo ha hecho desde que llegamos.

—Es Aläis —corrigió, Niko—. Y es verdad lo que decís. Sin embargo, tengo un muy mal presentimiento. No confío en que cuando todo acabe, nos vaya a liberar. Aunque, pensándolo bien... solo tiene que revolvernos los sesos como ya hizo conmigo una vez y no nos vamos a acordar de nada... —concluyó, con amargura.

En eso, escucharon algo. Se miraron unos a otros y guardaron silencio, expectantes. Al momento, un alarido los sobresaltó. La puerta retumbó al recibir un golpe de algo grande, lo que hizo que todos se incorporaran de un salto y corrieran hacia el altar. Siguieron los gritos y los impactos. Sonaba como si una gran pelea estuviera desarrollándose del otro lado. Se oía una multitud de voces, aunque no lograban distinguir lo que decían, al ser amortiguadas por las gruesas placas de la entrada que temblaban con cada descomunal embate. Un grupo numeroso estaba queriendo ingresar, solo que no había forma de saber si se trataba de un intento de rescate o de linchamiento.

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