Capítulo 27
Han pasado ocho años desde el famoso accidente que ocurrió en la ciudad, el cual fue una novedad porque le habían declarado la guerra a Adalsteinn.
A estas alturas, la vida para licántropos y humanos circulaba por el mismo camino de siempre, por su parte, los cazadores seguían siendo imparciales.
A diferencia de que esta vez había una dispuesta por el mando de la manada, específicamente, una guerra entre un padre y su hijo.
No era un secreto para muchos, pero desde esa noche en donde se derramó sangre de hombres lobos nacieron dos bandos; uno en el cual predomina el dominio de un jefe sanguinario y autoritario y, por el otro lado, la existencia de un joven Alfa dispuesto a romper las cadenas de ese hombre.
En cambio, los humanos y cazadores fueron hechos a un lado. Ellos no eran parte de la disputa, Adalsteinn y sobre todo Aren sabían a la perfección que no debían formar parte de la guerra o traerían más problemas.
En el transcurso de esos ocho años la vida pasó rápido para muchas personas. Aunque no se podría decir lo mismo de otras que siguieron arrastrando los pies porque fueron heridas.
No hubo un «adiós», tampoco una «disculpa» o un «perdón».
El remordimiento de saber que habría sido suficiente con confesarse habita en la mente de Aren, pero él también estaba siendo controlado por su lobo. ¿Qué podría haber hecho para cambiar la situación?
Sin embargo, es tarde porque no sirve de nada volver a intentarlo, en más de una ocasión trató de hablar con Elizabeth y en todas las oportunidades fue ignorado.
Y si decidió retroceder para no enterrar a la ciudad que lo trató como una mierda fue por la mujer de ojos azules. Ser rechazado lo aisló, pero también le dio un motivo para seguir de pie.
Sabía que ella no lo odiaba y está claro que tenía la opción de enojarse, reprocharle por qué se había ido. Él la entendía muy bien y no pensaba bajar los brazos para volver hablarle.
Ahora mismo, la ciudad se había poblado con el doble de sus habitantes y los Rogues de la prisión eran presionados por Aren. Ellos no tenían margen de error o pasarían a ser historia por las garras de su lobo. La seguridad de los ciudadanos también era importante para él, ya que su único objetivo era doblegar a las bestias que lo obligaron a arrodillarse en más de una oportunidad.
(...)
—¡Vamos a ser una ronda! —animó la mujer llamando a los niños—. ¡Pato, pato, ganzo!
Los pequeños gritaron emocionados corriendo hacia ella a fin de ser parte de la ronda en el parque.
Es una mañana hermosa para disfrutar del primer día de clases. Además, había notificado a los padres en el ingreso y como recibió el «sí» de todos, no pudo evitar estar tan emocionada.
Los niños aman los pícnics. Así que, se esforzó al máximo para que tuviesen una bienvenida amena.
—¡Maestra! ¡Una flor!
—Aquí, maestra. Mire esta mariposa.
—¡No! Esto es más increíble, ¡una mariquita!
—¡Qué dices!
—Ella es muy roja, ¡mamá tiene un vestido de ese color! —estalló con orgullo una niña poniendo las manos a cada lado de la cadera.
—¡Vaya! —gritaron al unísono viéndola.
Elizabeth esbozó una sonrisa adorando a los pequeños que se distraen con cualquier cosa. De hecho, se muere de amor por los gestos inocentes que suele ver a menudo.
Además, recibir flores bonitas de sus pequeños niños cada vez que la ven, ya sea en la calle, paseando en el parque o en la cafetería, le llena el corazón de alegría.
—Maestra.
Oír un balbuceo tímido la hizo girar y encontrarse con un niño que no había notado hasta el momento.
Por lo que, no pudo evitar abrir los ojos con sorpresa, ver una mirada tan azul como el mar o el cielo, incluso el cabello lacio negro del niño y la piel pálida que hace resaltar el color rosado de sus labios, la obligó a abrir la boca anonadada.
Aren.
—Es igual a usted —susurró, enseñando una flor azul. Aunque, ver la expresión de ella lo hizo retroceder con incomodidad—. Perdón —balbuceó alarmado.
Él salió corriendo dejándola helada y Lizzie sintió su corazón encogerse gracias a los recuerdos que atravesaron su memoria.
Luego bajó la mirada para ver el ramo de hortensias de color azul, por lo que se aferró con cuidado a ellas y las junto con una sonrisa.
¿Será tu hermano? Pensó con la mirada cristalizada.
—Gracias... —murmuró antes de ser arrebatada por los demás niños que querían jugar—. ¿Por qué tanta energía? —preguntó, observado a todos curiosa.
—¡Maestra! ¡Podríamos ir al legado a darle de comer a los patos! —exclamó uno de sus alumnos.
Ella sonrió debido a la ocurrencia.
—No es una mala idea, pero vamos a tener que charlarlo con sus padres —explicó, recibiendo el bufido desalentador de los niños—. Es necesario para que todos estemos seguros, recuerden que es importante informarle a los mayores cualquier juego que hagamos.
—¿Pero vamos a ir?
Elizabeth se encogió haciéndose la distraída.
—Tal vez.
—¡Ah, maestra! No sea así.
(...)
—¡Adiós! —saludó sacudiendo la mano.
—¡Hoy hicimos muchas cosas! No sabes, ¡encontramos una mariquita! ¿Sabías que tienen puntos negros?
Oír la emoción de los niños al despedirse mientras le cuentan a sus padres lo que ocurrió en la tarde alivia su corazón.
—Qué hermoso día —liberó encantada, apoyándose en el umbral de la puerta, viendo en dirección a la calle.
Aunque tuvo que bajar la mirada al suelo porque sintió un movimiento en su saco marrón.
¿Acaso piensas acercarte y alejarte cada vez que estemos a solas?
La comisura de sus labios se curvó en el momento que se topó con la cabellera oscura del niño.
Así que, se acuclilló para quedar a su altura.
—Las flores son hermosas —animó encantada, viendo su nariz colorada arrugarse—. Muchas gracias, Adal —suspiró con calma.
En ese instante, él giró a verla sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo y las mejillas enrojecidas lo delataron.
—Mi madre trae esas flores de Asia —confesó, hablando con lentitud y mostrándose inseguro al desviar la mirada—. Ellas me recuerdan a la maestra cada vez que las miró cuando me siento triste.
Elizabeth se sintió afligida viendo la expresión desolada de Adal. Es así como dirigió la mano hacia su mejilla y se sorprendió cuando él se apartó bruscamente.
—Solo iba a acariciarte —balbuceó helada y no lo pensó mucho más al abrazarlo con fuerza.
Refugiándose en un abrazo que le habría encantado darle a Aren.
Él no correspondió, pero ella dedujo que no lo hizo porque no está acostumbrado a recibir afectado y cuanta verdad tienen sus pensamientos.
—Maestra, me está asfixiado.
Ella se separó de él, riéndose con vergüenza de sus actos mientras siente que las lágrimas desean ser liberadas.
—¡Perdón! —sus manos se movieron frenéticamente enfrente de su rostro para apaciguar la emoción —. Es que sentí... ¡Mi corazón quería abrazarte! —confesó avergonzada.
Él se encogió, mostrándose inquieto, pero al escucharla una sonrisa sincera nació en sus facciones.
—Huele a vainilla —se rio divertido—. La maestra sería una buena madre.
Si antes deseaba llorar, ahora quiere deshacerse enfrente del niño.
—¿Nadie va a venir por ti? —preguntó curiosa.
—No, pero quería quedarme con la maestra —respondió.
—Bueno —Ella suspiró por las ocurrencias de Adal, llevándose una mano hacia el entrecejo—. Iré por mi bolso y te acompañaré a tu casa, ¿Quieres?
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