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(いち)

(1)

La luna era un espejo de sangre sobre el río Kamo. Más allá del puente, las luces del templo parecían un sueño entre la bruma de finales del invierno, tan cerca y a la vez demasiado lejos: Un lugar seguro donde podría guarecerme si esa maldita criatura chupasangre no estuviera en el camino.

—Vamos, tú puedes: controla la sed.

La bestia me miró. En su tiempo debió ser una joven delicada, de cuerpo alto, de complexión esbelta, quizá incluso habría sido hermosa, pero ahora recordaba a una aparición, retorcida y quebrada, temblando con repentinos espasmos como los que vienen con la muerte, pálida como la muerte misma, y el largo cabello negro se agitaba como cortinas a los costados de su cara para impedirme reconocer su cara. Jadeaba, y en la boca entreabierta por los jadeos que vienen con la sed, colmillos largos como los de un tigre reflejaban la luz de la luna.

Sus ojos rojos brillaban en la oscuridad como carbones ardiendo. Me miraba fijamente. 

En el centro del pecho, mi daga le nacía, atorada entre las costillas y el esternón, como un estandarte agitando la bandera negra de su sangre que chorreaba.

«Muy abajo. No le di al corazón» pensé.

Mi primer ataque no solo no resultó, sino que me dejó sin la daga Kaiken, así que tuve que desenvainar la espada que llevaba colgando a las caderas. Yo no era un guerrero, un bushi, y no me habría atrevido jamás a empuñar el arma de uno si mi vida no hubiera acabado dependiendo de ello. Tan solo de pensarlo me parecía insultante.

Inspiré hondo para prepararme y me lancé hacia ella con el arma en ristre cuando la criatura volvió a echar el pecho hacia adelante. Noté que todavía llevaba puesto el kimono funerario, blanco, cerrado hacia el lado izquierdo, justo un momento antes de alcanzarla y golpear con una rudeza que me repercutió en los brazos la articulación del hombro que partí en dos para llevarme conmigo su brazo derecho. Lo oí golpear la arena y escuché el gorgoteo de la sangre negra al chorrear. Entonces vino el chillido y un revés del otro brazo que pude esquivar a duras penas porque me agaché en el último momento para quedar delante de su pecho abierto: no me detuve a calcular que le quedaba una mano disponible y le hundí la espada en el pecho hasta la empuñadura. Se agitó con violencia y me tomó la garganta tan fuerte que dejé de respirar en el acto. Ella estaba tosiendo sangre, y el aroma acre de su cuerpo en estado de putrefacción dejó de quemarme los pulmones el tiempo suficiente como para permitirme espabilar.

Moví la espada dentro de su cuerpo y pude ver la punta agitándose a sus espaldas como una siniestra ala negra, pero como me temía, su corazón ya no estaba en su lugar y no logré causarle el daño suficiente. Matarla sería imposible ahora, más aún sin apoyo, así que haciendo un movimiento poco digno tomé con una mano el mango de mi espada y con la otra el de la daga, y le metí una patada en el abdomen para desatascarlas ambas en el mismo movimiento, con el buen tino de llevarme su columna vertebral en el camino. Perdió la fuerza en la mano por su médula destrozada y cayó de espaldas entre estertores.

Era mi oportunidad. Tendría un momento mientras lograba sanar del todo, así que envainé tan rápido como me fue posible y salté por encima de su cuerpo para echar a correr en dirección al puente, más allá del cual todavía podía distinguir el templo. Llegaría pronto si seguía el río, y estaría a salvo en cuanto pisara su suelo sagrado. En mi bolsillo había una carta, y en ella, un mensaje de mi Señor. Debía entregarla costara lo que costara: ¡no me podía arriesgar a que esa criatura acabara conmigo!

Corrí todo lo que me daban las piernas, que nunca me parecieron tan cortas como aquella noche cuando escuché a mis espaldas cómo la criatura comenzaba a ponerse en pie en medio de chasquidos y gruñidos siniestros. Crucé el puente en un parpadeo, con sus pisadas torpes haciendo ecos sobre la madera, salté por encima de una roca y seguí corriendo por la arena de la ribera. Me siguió, pero yo confiaba en que esa cosa no podría nadar si me arrojaba al afluente, y continué tan rápido como me fue posible en medio de la oscuridad y con el agua hasta las rodillas. Mientras corría, de pronto me pareció distinguir una sombra humana en la negrura de la noche, medio contorneada por la luz de la luna, pero fue apenas un momento. Como estaba más ocupada por salvar mi vida, le perdí de vista al caer hasta la cintura en el agua, y cuando salí otra vez de la hondura, la persona ya no estaba ahí. Menos mal. Seguí corriendo.

Sin embargo, conforme más me acercaba a la sombra del templo, más lejano me parecía. Algo no andaba bien.  En mi pecho, el corazón enloquecido corría como un caballo salvaje, pero dentro de mi cabeza había comenzado a palpitar un extraño limbo, que amenazaba con arrancarme de la realidad. A lo lejos distinguía el templo. Ya casi estaba. Solo un poco más... ¡Ya casi!

Y entonces me detuve. El templo también dejó de alejarse.

—Ahí no hay nada... ¿No es cierto?

La sombra del templo se retorció en medio de la oscuridad, revelando que se trataba de una ilusión desde el principio, y cuando caí en cuenta de ello la vi convertirse en una casa, una muy conocida, y se  me detuvo el corazón. Ya no escuchaba los pasos de la criatura a mis espaldas. Quise darme la vuelta, pero no fui capaz de apartar la mirada de aquella mansión que repentinamente se me venía encima como un talud hasta que la tuve tan cerca que el olor a putrefacción que venía de dentro me golpeó el estómago con su espantosa estela. Sentí las arcadas avecinarse, pero las contuve a tiempo y volví a desenvainar la espada con las manos temblorosas.

—Esto no es real —me dije en voz alta, con la esperanza de que escucharlo me ayudara a espabilar—. Es una ilusión. ¿Cómo es que caí tan fácil? ¡Despierta! ¡Despierta ahora!

Pero mis gritos se perdieron en la noche cuando las puertas de la mansión sombría se abrieron ante mi y pude ver a sus ocupantes saliendo lentamente. 

—¡No es real! ¡Despierta, Ume! ¡Despierta de una maldita vez! —me grité, incapaz de quitarle los ojos de encima a las personas que se me acercaban, presa de un terror tan primitivo como salvaje.

Yo los conocía. A los cadáveres que caminaban hacia mi. Eran mi familia. Mi padre, mi madre, mis dos hermanas, y solo faltaban dos hermanos para completar el cuadro. Se acercaban despacio, dando tumbos. Mi padre con su cabeza cortada entre las manos, el cuerpo destrozado de madre, sin piernas y sin brazos andando sobre los muñones descompuestos de los muslos que emitían un ruido carnoso y desagradable ante cada movimiento, las entrañas abiertas de par en par y gruesos cuajos de sangre negra escurriendo entre las piernas por debajo del kimono desgarrado que dejaba ver la carne putrefacta de su cuerpo medio desnudo, y escuché una voz conocida naciendo del hueco negro que era la boca horriblemente quemada de mi hermana menor, sin ojos, sin piel, pero llamándome débilmente, diciendo mi nombre.

...U-me... nee... chan... 

Agité salvajemente la cabeza, y solté la espada, que quedó clavada en la arena, para cubrirme los oídos con las manos.

—¡No es real! —me grité—. Ella está jugando conmigo. Tengo que despertar, tengo que abrir los ojos... No están aquí. Ninguno de ellos. ¡Despierta ya! ¡Haz que desaparezcan!

Y entonces escuché el grito. Era el llanto desesperado de un bebé que no se detenía, ¡ni con las orejas cubiertas podía evitar escuchar sus gritos! Abrí los ojos por la desesperación, y ante mí encontré el cuerpo decapitado de mi hermana mayor con el feto sangrante de su hijo nonato rugiendo desesperado, justo delante de mis narices. Retrocedí de un salto, muerta de miedo, y al tropezar caí de culo en el río que me golpeó como un látigo de hielo. Los fantasmas se desdibujaron por un breve instante al reaccionar mi cuerpo al agua helada,  pero casi de inmediato volvieron a tornarse corpóreos.

—Es una ilusión —insistí, pero tuve que volver a cerrar los ojos.

¿Y mi espada? Ya no estaba en mi mano.

—Nada de esto está sucediendo. Debo despertar.

Metí los dedos en la arena. Eso era real. Fina y densa, era arena de verdad, tan cierta como mi cuerpo tembloroso. Solo eso y el agua fría, nada de lo demás estaba ahí conmigo. Pero cuando volví a abrir los párpados los fantasmas seguían delante, me estaban rodeando, ya no tenía escapatoria... Y entonces volví a mirar la sombra de la mansión, reflejo arrancado de las memorias que conservaba de la casa en que me crié. En medio del terror y la ansiedad que amenazaba con cegarme, una parte de mi mente evocó los recuerdos de mis años maravillosos en aquel hogar, y entonces, como besada por la luz cálida de un sol de verano, la casa negra fue tomando color: desde los amplios salones, hasta los árboles de ciruelo que crecían en sus jardines, todo tal como lo recordaba. Entonces oí risas. Era la voz desafinada de dos muchachos, y con las risas vi aparecer la silueta de ambos.

Baiu, mi hermano mayor, corría con una espada de madera en la mano, bajo y ancho de espaldas como nuestro padre,  era seguido de cerca por Sanosuke-kun, su mejor amigo, mi primer amor, mucho más alto y esbelto, a punto de darle alcance con una sonrisa de triunfo en los labios.

Eso sí había ocurrido. Eso era real. 

Cerré los ojos y me concentré en sus risas mientras buscaba la empuñadura de mi espada con la mano. La encontré junto a mi pierna, y cuando aferré los dedos entorno a su sólido agarre, abrí los párpados, a tiempo para ver que los fantasmas habían desaparecido y que la criatura del puente me acercaba los colmillos a la garganta.

Me aparté y le atravesé de nuevo el cuerpo con la espalda, esta vez el abdomen, pero tampoco di con su corazón esta vez, aunque me gané el tiempo necesario para apartarme. Rodé por la arena y traté de empujarla al río mientras desatascaba mi espada de sus entrañas, pero en cuanto se vio libre de mi acero volvió a saltar sobre mí con tanta potencia que apenas logré esquivar las garras que iban dirigidas a mi garganta para sentir cómo me rasgaban la carne del hombro izquierdo y parte de la axila. Inmediatamente se me adormecieron los dedos y sentí el roce caliente y húmedo de la sangre que comenzaba a escurrir en medio de relámpagos de dolor, que me arrancaron la fuerza para sujetar la espada. Esquivé otro ataque, pero el frío del agua y el invierno estaba afectando la velocidad de mis movimientos, y apenas pude bloquear un tercer embate antes de volver a caer a la arena húmeda. La pérdida de sangre: ese era mi problema. Restaba precisión a mis movimientos y adicionaba desesperación a la criatura hambrienta que luchaba por alimentarse de mi, que no me estaba permitiendo ni respirar en medio de cada uno de sus embates. Para colmo, ya estaba muy mareada. Probablemente dañó una arteria.

Al final, de un cabezazo en mi frente consiguió echarme de espaldas a la arena, se me montó encima a horcajadas y la espada me fue arrancada de las manos. Me sentía débil, apenas podía ver con claridad, en medio de la penumbra de la noche y la bruma de mi aturdimiento, el rostro desencajado de la bestia cuyo aliento helado ya me quemaba la carne del cuello: ¡me ahogaba por el peso de todo su cuerpo aplastando el mío!, pero a lo lejos me pareció escuchar de nuevo aquellas risas, y con el recuerdo maravilloso calentándome el alma,  conseguí realizar un esfuerzo tremendo para alcanzar la daga kaiken que le metí donde me daba la impresión que debía estar su sien. Fue  como atravesar una sandía especialmente dura, y un ojo baboso, frío y palpitante  se escurrió de su cuenca en medio de un cuajo de sangre negra mientras ella pegaba un grito desgarrador y saltaba hacia atrás, fuera de mi pecho.

No tendría otra oportunidad. 

Hice acopio de toda la fuerza que me quedaba y, aún tendida de espaldas, levanté las piernas y la pateé tan fuerte como me fue posible mientras seguía gritando y pegaba de gritos sujetándose la cuenca vacía, de manera que perdió el equilibrio y cayó al afluente del río. La corriente la arrastró de inmediato. 

Por mi parte, tenía otros asuntos de los que preocuparme. Me senté con las pocas fuerzas que me quedaban y, al intentar recoger la espada que quedó medio hundida en la arena, me di cuenta de que mi visión comenzaba a tornarse incluso más borrosa, y que no tenía fuerza en el brazo izquierdo para cerrar los dedos. La sangre que escurría desde el hombro, cerca de la axila, era abundante, tanto que ya tenía toda la mano pintada de rojo y seguía chorreando.

—No puede ser —busqué presionar la herida, pero la sangre no se detuvo a pesar de mi esfuerzo. El piso en que estaba sentada se volvió inestable, y el mundo comenzó a dar vueltas como un desquiciado—. No, ahora no. Tengo que llegar a Kioto.

Algo se movió además del paisaje por el rabillo de mi ojo. Cuando me di vuelta para saber el qué, perdí la fuerza fruto de un mareo todavía peor, y caí de vuelta sobre mi espalda. En medio del mundo cada vez más borroso, vi de nuevo la silueta humana de antes acercándose a mi entre la penumbra. Si era otra bestia como la anterior, estaba perdida. Busqué mi kaiken para tomar mi propia vida antes de que me alcanzara, pero recordé que seguía clavada en la cabeza de la Kyūketsuki que la corriente se llevó.

Me quedé sin fuerzas, como si mi debilidad emocional hubiera arrastrado también la poca energía que le quedaba a mi cuerpo cuando vi los ojos rojo intenso en medio de la oscuridad y los colmillos blancos. 

Finalmente, se apagó la luz.

A lo lejos, entre las gruesas nubes de la inconciencia, volví a escuchar las risas, y luego, la voz de Sanosuke-kun como cada vez que me visitaba en sueños.

«Todo va a estar bien, niña»  

Y, como siempre, no le creí. 

Glosario

Kaiken:

Una kaiken (懐剣) es una daga japonesa de 20-25cm de largo, de uno o dos filos, sin accesorios ornamentales alojada en una montura simple.
Una vez fue llevado por hombres y mujeres de la clase samurái en Japón. Era útil para la autodefensa en espacios interiores donde la katana de hoja larga y la espada intermedia wakizashi eran inconvenientes. Las mujeres los llevaban en su kimono ya sea en un espacio parecido a un bolsillo (futokoro) o en la bolsa de la manga (tamoto), para defensa propia y para el suicidio ritual, cortándose las venas del lado izquierdo del cuello. Cuando una mujer samurái se casaba, se esperaba que ella llevara un kaiken cuando se mudara con su esposo.

Bushi:

La palabra samurái procede del verbo japonés saburau que significa «servir como ayudante». La palabra bushi es una palabra japonesa que significa «caballero armado». La palabra «samurái» fue utilizada por otras clases sociales, mientras que los guerreros se llamaban a sí mismos mediante un término más digno, bushi.

Rio Kamo:

El río de Kamo ('鴨 川 Kamo-gawa, río del pato) es un río situado en la prefectura de Kyoto, Japón.

Cuando el palacio en la nueva capital de Heian (ahora Kioto) fue construido en el final del siglo VIII, el curso del río fue alterado para fluir al este del palacio. Las inundaciones a menudo amenazaban la antigua capital. El Emperador Shirakawa recitó sus tres cosas inmanejables: Sōhei (monjes armados de Enryaku-ji), dados y el agua del río Kamo. En estos días, sin embargo, las riberas están reforzadas con hormigón y han mejorado los sistemas de drenaje. 

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