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Capítulo I

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un Rey y una Reina que vivían en un lejano país. Los reyes estaban tristes pues, pese a sus múltiples intentos, la Reina no conseguía quedar encinta. Esto era un problema, pues no sólo los monarcas anhelaban un hijo, sino que el reino necesitaba un heredero para evitar posibles sublevaciones futuras al trono. Desesperados, el Rey y la Reina mandaron buscar a la anciana Bruja del reino y le suplicaron ayuda.

- Oh, mi Reina, puedo hacer lo que me pedís, pero a cambio quiero la flor de lis que guardáis en vuestros aposentos.

- ¿De qué habláis?- preguntó la Reina angustiada, pues ese era su mayor secreto.

Aquella flor había pertenecido a su familia desde generaciones atrás y poseía propiedades mágicas de valor incalculable. No obstante, a la monarca le bastaba con utilizar su polen para mantener su aspecto joven y hermoso para siempre, envejeciendo únicamente por dentro.

- A mí no me engañáis, su majestad, soy vieja y sabia- contestó la Bruja-. Conozco el secreto de vuestra belleza. Si no sois capaz de renunciar a ella a cambio de un heredero para vos y vuestro rey, vuestras ansias por ser madre no son tales. Por tanto, no se requieren mis servicios.

- ¡Esperad!- rogó la Reina.


Tres días pasaron desde aquella conversación. Desde palacio se había enviado una comitiva a todos los rincones del reino. Era la primera Luna llena de la primavera y la plebe se agolpaba en la Gran Plazoleta de los Clarines con sus infantes menores de un año en el regazo, como indicaba la ordenanza real. Nadie parecía muy seguro de saber por qué se encontraba allí ni qué iba a suceder con los niños, pero aquellos que se negaron a acudir sufrieron duras consecuencias por parte de la guardia de palacio.

Una larga cola de gente curtida por el Sol y ropas harapientas aguardaba ante una enorme carpa de color púrpura y dorado. En el interior de la carpa se encontraban los reyes, esposo y esposa, con su pertinente escolta, y la anciana hechicera. La flor de lis reposaba dentro de un cofre de reluciente cristal.

Cada vez que un nuevo pueblerino entraba al interior del recinto a la Reina se le aceleraba el corazón. Aquel podría ser el elegido. En esta ocasión tenía delante a una jovencita de buen parecer, rosadas mejillas y cabello rubio. La moza, con brazos temblorosos y la expresión de quien se ve obligada a separarse de su bien más preciado, colocó a su hijo en una balanza de bronce.

- Bien podría ser...- repitió la Bruja por centésima vez al comprobar el peso del retoño, que no tendría más de una semana de vida.

El Rey se mesó la barba mientras contemplaba cómo la Bruja, con una finísima aguja de oro, daba un pequeño pinchazo en el dedo del niño. Los de la realeza contuvieron el aliento. Una gota de sangre escarlata brotó de la herida. De repente, la Reina tiró su copa de vino de un manotazo, sobresaltando a todos los presentes. No obstante, la Bruja no perdió la calma.

- Gracias, podéis retiraros- indicó el Rey a la plebeya que, perpleja, no tardó en recoger a su hijo y marcharse de allí a toda velocidad.

La Reina parecía haber perdido la cabeza.

- ¡Como me hayáis engañado, Bruja inmunda, os haré cortar la lengua y arrancar los ojos!- aulló.

- La fila es larga, su majestad, y muchos los candidatos- respondió la anciana con calma, y miró la flor de lis de reojo-. No perdáis la esperanza...

Los primeros rayos de Sol comenzaban a asomar perezosamente tras las colinas. Estaba amaneciendo. La larga cola había quedado reducida a un escaso número, y la paciencia de la Reina se había agotado casi por completo, algo que si siquiera su siempre pulcro peinado pudo resistir. El Rey, por su parte, se había desplomado sobre una silla con aire agotado, pero siempre sacaba fuerzas para sonreír a cada candidata cuando abandonaba la tienda sin ser elegida.

- No perdáis la esperanza, mi señora- repitió la Bruja haciendo que la reina se exasperara.

En ese instante entró la última de las plebeyas que aguardaba en la fila. Su aspecto era francamente desdeñable. Su fuerte constitución y su pronunciado mentón le daban un aspecto masculino. Desde luego, no era lo que se consideraría una mujer hermosa. Al verla, la Reina arrugó la nariz en señal de profundo disgusto y se retiró de malas maneras.

- Discúlpenla- dijo el Rey tratando de mantener la compostura, y con un gesto de la mano indicó a las mujeres que procedieran con el ritual.

La campesina llevaba encima dos sanas y regordetas criaturas completamente idénticas, ambas con una mata de pelo rojo sobre la cabeza. Dejó a una de ellas vastamente sobre la balanza haciendo mucho ruido durante el proceso. La balanza se inclinó peligrosamente. La Bruja tuvo que sujetarla bien fuerte para que no se cayese al suelo. Luego sacó la aguja y, ante la indiferente mirada de su madre, la pinchó en el dedo del bebé, que comenzó a llorar a pleno pulmón para desagrado de todos los presentes. Al igual que en las ocasiones anteriores, una gota de sangre roja inundó la yema.

Esta vez el Rey no tuvo ni ánimos de hacer un gesto cortés. Lo cierto es que a él también le desagradaba aquella campesina y, además, jamás había confiado en la palabra de la Bruja. Si había recurrido a sus servicios había sido únicamente por complacer los deseos de su esposa, a la que amaba más que a su propia vida.

La Bruja procedió a repetir el proceso con la otra criatura. Ésta estaba profundamente dormida, y así siguió cuando la anciana introdujo la ayuda en su yerma piel. Una gota de sangre manó de la herida. Era sangre azul. La Bruja sonrió con satisfacción dejando al descubierto sus dientes picados. Por fin obtendría lo que tantos años llevaba buscando.

- ¡Amada, corre, ven, mira! ¡Lo hemos conseguido! –exclamó el Rey, pletórico-. El fruto de nuestro amor ya está aquí.

La Reina apareció de detrás de unas cortinas y se apresuró a acercarse a la balanza. Tras mirar reiteradamente su carita de ensueño y el reguero azul que ya salpicaba lo manta, lo cogió entre sus brazos con la mayor de las dulzuras. La plebeya observaba la situación con incredulidad. La expresión estúpida de su rostro daba a entender que aún no entendía ni siquiera dónde se encontraba.

- Llévate al otro- ordenó la reina a la campesina con desprecio.

Entonces la mujer hizo algo que ninguno de los presentes se esperaba. Se puso a llorar, algo que le confería un aspecto aún más desagradable.

- Señora, por favor... por favor, devuélvame a mi hijo- suplicó la mujer con voz ronca y los brazos estirados.

- Date por complacida, plebeya, de que vayamos a quedarnos con una criatura nacida de tu pobre vientre- respondió la reina escupiendo las palabras-. No hay mayor honor que servir a tu Rey y a tu Reina.

- Dejadme al menos... Dejadme despedirme de él. Os lo imploro. ¡Mi retoño!

La tosca pueblerina no cesaba en tu llanto, y era tan patéticamente penosa la escena que el rey se apiadó de ella.

- Amada mía, esta mujer nos ha bendecido con algo que tan febrilmente ansiabamos- intervino-. Dejadla que se despida y luego no tendremos que volver a verla nunca más.

A regañadientes, la Reina accedió y le concedió unos instantes a solas. La mujer cogió al hijo que a partir de ahora no sería suyo y lo besó en la frente, las manos y la planta de los pies. Luego cogió al otro bebé y se largó de allí.

Los reyes estaban entusiasmados. No tardaron en enviar comitivas a todos los rincones del reino y a los reinos vecinos dando la buena nueva: que la reina había dado a luz a un hijo sano y fuerte. Los rumores de que aquel niño no era fruto del amor entre los monarcas fueron acallados utilizando la fuerza, y pronto la falsa noticia se tornó verdadera. La Bruja fue recompensada con la flor de lis y regresó a su hogar en lo más profundo del bosque. Y en cuanto al pequeño príncipe, nadie volvió a saber nada más de él en mucho, mucho tiempo.

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