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Capítulo [9]

El enfrentamiento había concluido, pero la verdadera competencia apenas comenzaba. Sanemi tenía derecho a una audiencia privada con cada candidato. Una cortesía que, en la práctica, servía más como un juego de caza que como una selección diplomática.

Los pretendientes serían llamados uno a uno a un salón apartado, donde Sanemi podría hablar con ellos lejos de las miradas ajenas. Un vistazo más íntimo a sus posibles futuros consortes... o a quienes descartaría con un chasquido de dedos.

Genya, con la calma de quien estaba acostumbrado a lidiar con su hermano, organizó la selección. El orden fue decidido al azar, o al menos eso se hizo creer.

Y así, comenzaron los encuentros.

El primero en ser llamado fue Tokito Muichiro.

Al ingresar a la sala, su expresión no cambió en lo más mínimo. Su rostro era un enigma, su mirada un océano sin fondo. Se movió con la ligereza de quien no tiene nada que perder ni ganar.

Sanemi lo observó en silencio un largo instante antes de hablar.

—Sois más joven que el resto —murmuró.

Muichiro inclinó apenas la cabeza.

—¿Es eso un problema?

Sanemi sonrió, una curva afilada en sus labios.

—¿Para mí? No. Para vos, quizás.

Muichiro parpadeó lentamente.

—Sois alguien que se alimenta de la debilidad ajena —dijo, sin un atisbo de duda—. ¿Es eso lo que estáis intentando hacer ahora?

El silencio en la habitación se volvió tenso.

Sanemi dejó escapar una risa baja.

—Astuto —musitó—. Me pregunto, ¿es simple inteligencia o arrogancia?

Muichiro sostuvo su mirada sin parpadear.

—Ambas cosas pueden ser útiles cuando se juega con bestias.

Sanemi lo observó un momento más antes de inclinarse sobre la mesa que los separaba.

—Dime, príncipe Tokito, ¿acaso vos os consideráis digno de un trono junto a mí?

Muichiro ladeó la cabeza, sus palabras cayendo como plomo en el aire.

—No se trata de dignidad. Se trata de quién sobrevive al final.

Sanemi sonrió. No había esperado encontrar algo de entretenimiento tan pronto.

—Sois interesante —murmuró—. Al menos, por ahora.

Muichiro no respondió. Solo inclinó la cabeza en una leve reverencia y se retiró.

Sanemi lo observó partir con la certeza de que no sería la última vez que cruzaran palabras peligrosas.

El siguiente en ingresar fue Kamado Tanjirō.

Su postura era recta, su expresión serena... pero Sanemi no se dejó engañar. Podía ver el peso en sus hombros, el esfuerzo de alguien que intentaba mantener el equilibrio en un campo minado.

—Príncipe Kamado —lo recibió, apoyando un codo en el reposabrazos de su asiento—. Habéis llamado mi atención de formas... inesperadas.

Tanjirō inclinó la cabeza en un gesto de respeto.

—Es un honor, alteza.

Sanemi dejó escapar un suspiro casi exasperado.

—¿De verdad seréis así todo el tiempo?

Tanjirō levantó la mirada, confuso.

—¿Así cómo?

Sanemi sonrió con una burla apenas contenida.

—Cortesano. Afable. Insoportablemente virtuoso.

Tanjirō no apartó la mirada. No se dejó intimidar.

—Si buscáis a alguien que finja ser quien no es, entonces habéis convocado al candidato equivocado.

Sanemi alzó una ceja.

—¿Es una advertencia?

Tanjirō negó con calma.

—Es una simple verdad.

Sanemi lo estudió. Había una terquedad en su mirada, una firmeza que no se veía quebrada por el sarcasmo o el desdén.

Finalmente, bufó.

—Veremos cuánto dura vuestra honestidad cuando el juego avance.

Tanjirō inclinó la cabeza una vez más antes de retirarse. Sanemi lo observó irse con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

El siguiente en la lista era Hashibira Inosuke.

Y la entrada fue... menos que ortodoxa.

Las puertas se abrieron con un golpe que resonó en todo el salón. Inosuke entró como si estuviera inspeccionando el terreno de una batalla, la mirada salvaje y una sonrisa tan amplia como amenazante.

Sanemi soltó una carcajada.

—Bueno, al menos alguien tiene la decencia de no ocultar su naturaleza.

Inosuke se cruzó de brazos.

—No veo por qué habría de hacerlo. Si algo he de conseguir, será por mi fuerza, no por palabras bonitas.

Sanemi apoyó el mentón en su mano.

—Decís eso como si las palabras no fueran tan afiladas como una hoja bien usada.

Inosuke bufó.

—Las palabras no os salvarán de un cuchillo en la garganta.

Sanemi sonrió con los dientes.

—Oh, príncipe Hashibira, a veces lo único que se necesita es la palabra correcta para hacer que otros sean los que sostengan el cuchillo en vuestro nombre.

El silencio cayó como una losa.

Inosuke lo miró por un largo momento. Algo se encendió en su expresión. No era burla, ni ira. Era algo más primario.

Respeto.

Sanemi vio la chispa y la alimentó con una última frase.

—Pero supongo que preferís ensuciar vuestras propias manos.

Inosuke sonrió de nuevo.

—¿Hay alguna otra forma de hacerlo?

Sanemi se rió. Había disfrutado más de ese encuentro de lo que pensó.

Cuando Mitsuri entró, el aire en la sala cambió.

Sanemi la observó de arriba abajo. A diferencia de los demás, su presencia no era una amenaza velada ni un desafío enmascarado.

No.

Ella era un enigma por completo distinto.

—Príncipe Sanemi —dijo, con una voz dulce pero firme.

Sanemi se recostó en su asiento, exhalando con resignación.

—Decidme, ¿sois realmente un cordero o solo pretendéis serlo?

Mitsuri ladeó la cabeza, como si la pregunta la divirtiera.

—¿Y si os dijera que a veces, la dulzura es el disfraz más peligroso?

Sanemi la observó con renovado interés.

—¿Insinuáis que vuestra amabilidad es una estrategia?

Mitsuri sonrió.

—Insinuo que todo en este mundo es un juego de apariencias. Vos mismo lo sabéis, ¿no es así?

Sanemi rió bajo.

—Tenéis razón, princesa Kanroji. El problema es que yo disfruto rompiendo las máscaras.

Mitsuri sostuvo su mirada.

—Entonces, tal vez deberíais tener cuidado con lo que reveláis al romperlas. A veces, lo que está detrás es aún más peligroso.

Sanemi entrecerró los ojos. No esperaba que una rosa tuviera espinas tan afiladas.

—Os subestimé.

Mitsuri inclinó la cabeza con una sonrisa.

—Un error que muchos cometen.

Sanemi sonrió con satisfacción. Quizás este juego sería más entretenido de lo que pensaba.

Solo quedaba un último candidato.

Sanemi se recostó en su asiento, cerrando los ojos un momento antes de hablar.

—Que pase el príncipe Iguro.

El silencio entre cada encuentro se había convertido en una especie de interludio. Un momento breve en el que Sanemi tenía tiempo para digerir cada interacción antes de recibir a su siguiente candidato.

Pero esta vez, el aire se sentía distinto.

Sanemi lo supo antes incluso de alzar la mirada.

Las puertas se abrieron con la misma solemnidad que antes, y Obanai Iguro entró.

No con la altanería de Hashibira, ni la serenidad de Kamado. No con la fría indiferencia de Tokito ni la enigmática dulzura de Kanroji.

No.

Obanai Iguro entró como si el suelo no mereciera tocar sus botas, como si cada paso fuera un cálculo preciso en un tablero que solo él podía ver.

Sanemi sonrió, apoyando el codo en el reposabrazos de su asiento.

—Príncipe Iguro —saludó con una nota de burla—. Os habéis tomado vuestro tiempo.

Obanai se detuvo a una distancia prudente, inclinando la cabeza en un gesto apenas cortés.

—Os ruego que me disculpéis, alteza. No estaba seguro de si este encuentro tenía la intención de ser una conversación... o una sentencia.

Sanemi soltó una carcajada baja.

—Oh, qué suposición tan audaz. ¿Me creéis un juez tan implacable?

Obanai alzó apenas el mentón.

—Creo que los reyes no necesitan ser jueces cuando son, al mismo tiempo, verdugos.

El aire entre ellos se tensó.

Sanemi se reclinó en su asiento, entrecerrando los ojos.

—Habéis elegido bien vuestras palabras.

—Sería un error hacer lo contrario —respondió Obanai, con una calma impecable.

Sanemi lo estudió. Había visto hombres intentar aplacarlo con sumisión y otros que habían querido imponerse con fuerza. Pero Obanai Iguro...

Él se movía en una delgada línea entre el respeto y el desafío.

Y Sanemi no estaba seguro de si le molestaba o le divertía.

—Decidme, ¿qué os trae a este cortejo? —preguntó finalmente.

Obanai inclinó apenas la cabeza.

—No sois un hombre que necesite de respuestas obvias.

Sanemi chasqueó la lengua.

—No me interesa la obligación impuesta. Quiero saber... si vos mismo tenéis deseos de estar aquí.

Por primera vez, el silencio entre ellos no fue táctico, sino genuino.

Obanai exhaló con calma.

—Sería deshonesto decir que fue mi elección. Pero también sería necio negar que hay oportunidades que solo surgen cuando uno se adentra en la boca del lobo.

Sanemi sonrió con algo más que burla. Por primera vez en la noche, sintió un verdadero interés.

—Así que sois un hombre que apuesta alto.

Obanai sostuvo su mirada.

—Siempre y cuando sepa leer las cartas que han sido repartidas.

Sanemi apoyó el mentón en su mano, su expresión ya no burlona, sino... expectante.

—¿Y qué veis en este juego?

Obanai no parpadeó.

—Un rey que ha puesto la mesa, pero que aún no ha decidido a quién servirá el banquete.

Sanemi rió.

—Y vos, ¿sois un invitado... o un comensal con cuchillo en mano?

Obanai inclinó apenas la cabeza, y su respuesta fue una simple y enigmática sonrisa.

Sanemi sintió un escalofrío recorrerle la columna.

Por primera vez en mucho tiempo, no estaba seguro de si era el cazador o la presa.

Continuará... (Mañana, basta de mal acostumbrados)

Se los aprecia 💕

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