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Capítulo [8]

El amanecer trajo consigo el sonido de pasos apresurados por los pasillos del castillo.

Los pretendientes seleccionados fueron convocados al gran salón una vez más, esta vez para la siguiente fase de selección.

Las reglas del juego aún no se habían anunciado, pero la tensión flotaba en el aire.

Obanai se sentó en su lugar con la compostura de un hombre que nunca ha permitido que lo vean inquieto. A su lado, Tokito Muichiro, con su semblante indiferente, apenas parecía notar la expectación en la sala.

Más allá, Kanroji Mitsuri irradiaba la misma mezcla de dulzura y astucia que hacía difícil determinar si era aliada o rival.

Y, por supuesto, entre ellos estaba Tanjiro Kamado, con su expresión tranquila y esa mirada que, a ojos de Tomioka, ya no parecía tan ingenua como la noche anterior.

Entonces, las puertas principales se abrieron.

Y Sanemi Shinazugawa entró.

Vestido con la elegancia de la realeza, su porte era el de un hombre que no necesitaba imponerse con palabras.

Los murmullos cesaron.

Los corazones se aceleraron.

Y la caza comenzó.

Genya Shinazugawa avanzó con firmeza hasta el centro del gran salón, donde los pretendientes aguardaban en sus respectivos lugares. Su expresión era inescrutable, pero su anuncio cayó sobre la sala con el peso de una sentencia.

—El sexto pretendiente ha decidido retirarse del cortejo por voluntad propia.

Un murmullo recorrió la estancia, entremezclado con la sorpresa y la suspicacia. Era una mentira evidente.

Tomioka no apartó la mirada de Genya, pero su mente trabajaba con la fría precisión de un estratega. Ningún carruaje había salido del castillo. Ningún movimiento inusual había sido reportado por la servidumbre.

Aquel pretendiente no había huido. Había desaparecido.

Y en aquel reino de lobos, las desapariciones rara vez significaban algo bueno.

Pero antes de que alguien pudiera cuestionar la versión oficial, una carcajada rompió la tensión.

—¡Ja! —Inosuke Hashibira cruzó los brazos sobre su pecho, hinchando el torso con la confianza de un guerrero en la antesala de la batalla—. ¡Los débiles y cobardes no duran en este juego!

Las palabras de Inosuke resonaron con una certeza brutal. No era una suposición, sino una verdad con la que todos debían lidiar.

Los pretendientes se intercambiaron miradas fugaces, algunos con incomodidad, otros con cautela.

Obanai, sin embargo, no reaccionó en lo absoluto. Se limitó a apoyar una mano en el brazo de su silla y fijar su mirada en el centro de la habitación, como si ya hubiese previsto ese desenlace desde el momento en que pisó aquella fortaleza.

—Si os place tanto la supervivencia del más fuerte, príncipe Hashibira —comentó, con la serenidad de quien mide a su oponente con la paciencia de un reptil—, tal vez sería prudente recordar que en una cacería la fuerza bruta es lo menos relevante.

Inosuke entrecerró los ojos, el desafío en su postura evidente.

—¡Y vos, Serpiente, sois un experto en el arte de arrastraros!

—Así como vos sois experto en embestir con la cabeza antes que con el ingenio —replicó Obanai, con una media sonrisa que no alcanzó sus ojos.

El aire en la sala pareció enrarecerse.

Pero antes de que la discusión pudiera escalar, la voz de Genya se impuso de nuevo.

—Es suficiente.

Su tono no admitía réplica.

—Los cinco restantes continuarán en la siguiente fase de selección. La decisión final de Su Alteza será anunciada en el baile real.

Los pretendientes guardaron silencio.

Aquel juego aún tenía muchas piezas por mover, y cada uno de ellos sabía que el menor error podría costarles más que una simple derrota.

Sanemi aún no había hablado.

Pero todos sentían que, desde su posición privilegiada, observaba cada palabra, cada gesto, cada mínima grieta en las fachadas que todos intentaban mantener.

Tomioka, en su posición tras Obanai, cerró los ojos un instante.

Algo estaba a punto de cambiar.

Y tenía la sensación de que, una vez que lo hiciera, no habría vuelta atrás.

La mañana trajo consigo una tensión aún más palpable que la noche anterior. Los cinco pretendientes restantes fueron conducidos al patio interior del castillo, donde los esperaba Genya Shinazugawa junto a un grupo de altos oficiales de la corte.

Sanemi no se había dignado a presenciar la prueba. Porque el cazador no tiene por qué presentarse ante la presa antes de tiempo.

Obanai no necesitaba su presencia para saber que cada una de sus acciones ya estaban siendo vigiladas.

—Las pruebas de selección darán inicio ahora —anunció Genya, con la voz firme y cortante—. Su Majestad no busca a un consorte de porcelana, sino a alguien que pueda sostenerse por sí mismo.

Las palabras estaban dirigidas a todos, pero la mirada de Genya se posó fugazmente sobre Tanjiro Kamado, como si ya hubiese determinado que sería el primero en caer.

—Habrá tres pruebas —continuó—. La primera medirá vuestra astucia, la segunda vuestra fortaleza, y la última...

Hizo una pausa calculada, dejando que la incertidumbre hiciera su trabajo.

—... vuestra resistencia.

Un susurro recorrió el grupo, pero ninguno osó hacer preguntas.

Tomioka, en la distancia, observaba con su característica impasibilidad. No habría intervención posible en esta cacería.

Los pretendientes solo podían valerse de sí mismos.

Los llevaron a un jardín amurallado, donde una mesa de piedra esperaba con un pergamino extendido y una serie de piezas de ajedrez artesanalmente talladas.

—Un escenario de guerra ha sido dispuesto en este tablero —explicó Genya—. Cada uno tendrá cinco minutos para encontrar la mejor estrategia de victoria.

Un juego de mentes.

Obanai sintió la familiaridad del desafío recorrerle la espalda. Este era su terreno.

Tokito Muichiro fue el primero en moverse. Sin una palabra, estudió el tablero, movió una pieza y se apartó. Sereno, impenetrable.

Kanroji Mitsuri se acercó con la misma gracia con la que se desenvolvía en los salones de baile. Sonrió antes de hacer su jugada. No con la confianza de quien cree ganar, sino con la certeza de que todos la subestimaban.

Tanjiro Kamado, a pesar de su usual amabilidad, frunció el ceño con concentración antes de hacer su movimiento. Había inteligencia en su mirada, incluso si no dominaba el arte de la guerra.

Inosuke Hashibira, con su falta de paciencia, apenas miró el tablero antes de empujar varias piezas sin orden aparente. Genya lo observó en silencio, sin inmutarse.

Finalmente, Obanai se adelantó.

Sus ojos bicolor recorrieron el tablero con la frialdad de quien disecciona el cuerpo de un moribundo.

Y en apenas unos segundos, movió su pieza.

—Listo.

Genya observó cada una de las jugadas con detenimiento.

—Interesante —murmuró.

No dijo más. No necesitaba hacerlo.

Al final de la prueba, dos pretendientes destacaron.

Muichiro, con su precisión quirúrgica.

Y Obanai, con su capacidad de prever cada movimiento antes de ejecutarlo.

La primera fase había concluido.

Pero la más despiadada aún estaba por comenzar.

El grupo fue conducido a un campo de entrenamiento, donde las armas de los Shinazugawa descansaban en estantes de hierro.

—Un consorte debe ser capaz de defenderse —dijo Genya, con una sonrisa casi cruel—. Ahora veremos si sois capaces de ello.

Los pretendientes fueron emparejados.

Muichiro contra Mitsuri.

Tanjiro contra Inosuke.

Obanai, por ser el único sin rival, debería esperar.

Se cruzó de brazos, observando las peleas con calma.

Muichiro y Mitsuri fueron los primeros en moverse. Fue un enfrentamiento veloz, pero no desequilibrado. Mitsuri, aunque no poseía la brutalidad de Muichiro, tenía la flexibilidad y la astucia de quien sabe cómo adaptarse a cualquier batalla.

Cuando la pelea terminó, ninguno de los dos quedó particularmente afectado.

Luego, fue el turno de Tanjiro y Inosuke.

El choque entre ellos fue el más ruidoso. Tanjiro poseía fuerza, pero Inosuke tenía la agresividad de una bestia salvaje.

Al final, Inosuke venció.

—Eso os deja solo a vos, Lord Iguro —dijo Genya, volviéndose hacia él.

Obanai arqueó una ceja.

—Si lo que queréis es probar mi fortaleza, podríais darme un rival digno.

El murmullo en la sala fue inmediato.

Genya sonrió con una calma que heló el aire.

—¿Deseáis un rival digno? —repitió, con un tono que no era una pregunta, sino una sentencia.

Hizo una señal con la mano.

Y de entre las sombras del pasillo, Sanemi Shinazugawa apareció.

El corazón de los presentes se detuvo.

Obanai, sin embargo, mantuvo su postura.

—¿Os place tanto la carnicería, Su Alteza? —preguntó, sin apartar la vista de Sanemi.

El príncipe se inclinó apenas hacia adelante, su sonrisa ladeada y peligrosa.

—Solo cuando la presa cree que puede desafiar al cazador.

Obanai exhaló con lentitud.

—Entonces, ¿debo asumir que sois mi oponente?

Sanemi sacó la espada de su funda, con la facilidad de quien lo ha hecho mil veces antes.

—Podéis asumir lo que os plazca —dijo, con una expresión cruelmente divertida—. Mientras podáis manteneros de pie.

Y con aquel aviso, la última fase de la prueba comenzó.

El aire en la sala se volvió denso, como si el propio espacio contuviera la respiración. Nadie osaba moverse. Nadie osaba interrumpir.

Obanai Iguro se encontraba frente a Sanemi Shinazugawa. Dos depredadores que, por circunstancias del destino, se encontraban en el mismo coto de caza.

Sanemi, con la espada ya desenvainada, inclinó la cabeza levemente, observando a su oponente con una mezcla de burla y curiosidad.

—Debo admitirlo, príncipe Iguro —musitó, girando la hoja con un movimiento perezoso—. Esperaba que fuesen más... cordiales.

Obanai no mostró reacción alguna. Sabía lo que Sanemi estaba haciendo. Un lobo no atacaba sin antes probar los límites de su presa.

—Os decepciona encontrar una serpiente entre corderos, ¿acaso teméis mi veneno? —replicó con frialdad.

Sanemi sonrió. Una sonrisa de dientes afilados.

—El veneno solo es peligroso cuando se permite que penetre la piel.

Obanai inclinó la cabeza apenas un poco, con la misma calma con la que un reptil observa a su víctima.

—Entonces, esperemos que vuestra piel sea tan gruesa como vuestra reputación.

El murmullo en el campo fue inmediato. Obanai no se estaba limitando.

Sanemi, lejos de molestarse, dio un paso adelante. Sus ojos brillaban con algo parecido a la diversión.

—Veamos, entonces, cuánto podéis resistir sin romperos.

Y con un movimiento súbito, atacó.

La espada de Sanemi descendió con la rapidez de un relámpago.

Obanai apenas tuvo tiempo de esquivar, inclinándose con precisión quirúrgica para evitar la hoja. No poseía la brutalidad de Sanemi, pero sí la velocidad y el instinto de quien sabe moverse entre depredadores.

—¿Sois un bailarín, Lord Iguro? —preguntó Sanemi, volviendo a lanzar otro corte, esta vez dirigido a la cintura.

Obanai bloqueó con su propia espada, desviando la hoja con un giro ágil.

—Si el baile mantiene mi cabeza sobre mis hombros, ¿por qué no habría de serlo?

Sanemi rió bajo.

—Lástima. Yo prefiero la danza de la sangre.

Atacó de nuevo, esta vez con más fuerza.

Obanai no solo esquivó, sino que se deslizó por el costado de Sanemi y con un giro rápido, colocó la hoja cerca del cuello del príncipe. La punta de la espada apenas rozaba la piel, lo suficiente para que Sanemi la sintiera.

—¿Sangre? —susurró Obanai, con la voz tan fría como la noche—. Os complacerá saber que no temo verla correr.

Sanemi se quedó quieto.

Y entonces... rió.

No de burla.

No de furia.

Sino con una satisfacción oscura.

—Interesante —susurró, con la mirada encendida de un peligro contenido.

Con un movimiento rápido, giró la cabeza lo suficiente para hacer que la hoja de Obanai se deslizara sin herirlo. Dio un paso atrás, bajando la espada.

—Eso es suficiente —anunció.

Los espectadores soltaron el aliento contenido.

Genya, con los brazos cruzados, sonrió de lado.

—Supongo que tenemos una competencia real después de todo.

Sanemi volvió la vista a Obanai una última vez antes de enfundar su espada.

—Espero con ansias ver hasta dónde llega vuestra resistencia, Lord Iguro.

Obanai no respondió.

No tenía que hacerlo.

La cacería apenas comenzaba.



Continuará...

TNoel: Les observo con preocupación por los pretendientes, y con justificada razón. Pues, en el sutil juego de miradas y en las cortesías cuidadosamente tejidas, se ocultan intenciones que no siempre son nobles. Su desconfianza está bien fundada, pues detrás de las sonrisas y promesas, podría esconderse un corazón desleal o una mente calculadora.

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