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Capítulo [6]


El alba trajo consigo un aire de expectación pesada, como si las paredes mismas del castillo de los Shinazugawa contuvieran la respiración ante el evento que estaba por desarrollarse.

En el gran salón, la luz de la mañana se filtraba por los altos ventanales, tiñendo de tonos dorados las largas mesas adornadas con copas de plata y frutas dispuestas con una meticulosidad absurda. Pero la opulencia del lugar no lograba disipar el malestar latente entre los presentes.

Uno a uno, los príncipes seleccionados para ser posibles consortes del gran príncipe Sanemi fueron llamados a ocupar sus lugares. Hombres de renombre, de linajes poderosos y fortunas capaces de sostener ejércitos, cada uno con su propia estrategia para ganarse el favor de la casa Shinazugawa.

Obanai llegó acompañado de Tomioka, su presencia silenciosa como un filo bien afilado. No se permitía duda en su porte; su caminar era medido, su expresión impasible. Si sentía algún tipo de inquietud, la ocultaba con la destreza de alguien que había aprendido desde la infancia que la vulnerabilidad era un lujo que solo los ingenuos podían permitirse.

Genya Shinazugawa, el hermano menor del príncipe heredero, presidía la reunión en ausencia de Sanemi. Desde su asiento elevado en el extremo del salón, su expresión era un equilibrio entre la neutralidad y el desdén.

—El príncipe Sanemi aún no nos honra con su presencia —anunció con voz firme—, pero no por ello retrasaremos el propósito de este encuentro.

Algunos de los príncipes intercambiaron miradas.

Obanai, sin embargo, no apartó los ojos del joven Shinazugawa.

Genya prosiguió:

—Los nombres de los candidatos seleccionados fueron anunciados anoche. Hoy, cada uno tendrá la oportunidad de demostrar su valía en la corte. No buscamos simplemente una unión de linaje, sino alguien que pueda complementar la grandeza de nuestro reino.

Un murmullo recorrió la sala, y aunque las palabras de Genya eran cortesanas, su significado era claro: el príncipe Sanemi no deseaba un simple cordero para sacrificar en su altar de sangre.

Obanai sintió la sombra de una sonrisa en su rostro.

Por supuesto que no.

Un lobo jamás escogería como compañero a un animal dócil.

Tomioka, a su lado, inclinó ligeramente la cabeza.

—Parece que el príncipe aún no ha decidido si quiere un festín o un aliado —murmuró, su tono apenas audible entre el barullo.

Obanai no respondió de inmediato.

Sus dedos acariciaron distraídamente el borde de su copa, mientras su mente se sumía en cálculos silenciosos.

Si Sanemi esperaba que aquellos hombres desfilaran ante él como ofrendas, entonces la clave para ganarle no estaba en la sumisión.

La clave estaba en el juego.

Y Obanai había venido a jugar.

Las presentaciones se desarrollaron como un teatro meticulosamente ensayado.

Uno tras otro, los príncipes y nobles desfilaron con discursos cuidadosamente elaborados, cada uno con la esperanza de captar la atención de la casa Shinazugawa. Algunos hablaban de alianzas estratégicas, otros de riqueza y poder, y unos cuantos osados se atrevían a mencionar la devoción y la lealtad.

Tantas promesas vacías, tanto sacrificio envuelto en palabras doradas.

Obanai los observaba con un aire de indiferencia calculada, sus dedos jugueteando con el tallo de su copa mientras cada candidato exponía su caso.

A su lado, Tomioka permanecía en silencio, un centinela en la penumbra.

Pero entonces, una presencia nueva irrumpió en la escena.

Un joven de cabellos largos y oscuros, apenas alcanzando la adultez, avanzó con un aire de ligereza inquietante. Sus ojos, de un tono celeste profundo, parecían opacos, como si miraran más allá del salón mismo.

—Tokito Muichiro —anunció Genya desde su asiento elevado—, príncipe del reino Tokito.

El murmullo entre los asistentes fue inmediato.

Obanai giró apenas el rostro, sus ojos serpenteando sobre la figura del recién llegado con una mezcla de curiosidad y precaución.

Muichiro inclinó la cabeza en una reverencia tan breve que rozaba lo insolente.

—Es un honor estar aquí —dijo, su voz suave pero lo suficientemente clara como para que todos la escucharan—. Aunque, si me permitís la osadía, me pregunto si este encuentro es verdaderamente una búsqueda de unión o simplemente un juego con reglas que aún desconocemos.

El silencio que siguió fue afilado como una hoja bien forjada.

Obanai alzó una ceja.

Tomioka, a su lado, dejó escapar un susurro apenas audible:

—Interesante.

Muichiro no parecía preocupado por la reacción de los presentes. De hecho, parecía ajeno a cualquier expectativa que pudiera pesar sobre sus palabras.

Genya entrecerró los ojos, pero su tono permaneció medido cuando respondió:

—Todo aquel que pisa el suelo de este castillo debe estar preparado para el juego, aunque no comprenda aún sus reglas.

Muichiro ladeó la cabeza, como si aquello no le inquietara en absoluto.

—Entonces me complace saber que no soy el único que camina a ciegas —replicó, con una sonrisa que no llegaba a tocar sus ojos.

Obanai presionó la copa entre sus dedos.

Un rival, pues.

No era una sorpresa que la corte de los Shinazugawa quisiera variedad en su espectáculo. Sanemi no se contentaría con opciones previsibles. Si deseaban una competencia, la tendrían.

Pero lo que Muichiro no parecía comprender aún era que el lobo no escoge simplemente al más audaz de sus pretendientes.

El lobo se siente atraído por el desafío.

Y Obanai no tenía intención de dejar que alguien más captara la atención del depredador antes que él.

Los murmullos en el salón se apagaron poco a poco, pero la presencia de Muichiro permanecía flotando en el aire como una brisa gélida. Obanai no apartó la vista del joven príncipe, analizando con la frialdad de un cazador que mide la distancia entre su presa y el filo de su daga.

Tomioka, a su lado, no dijo nada, pero Obanai podía sentir su atención clavada en la escena, como si estuviera midiendo el peso de cada palabra que acababa de pronunciarse.

Genya, aún sentado en su trono menor, observó al recién llegado con una expresión que oscilaba entre la evaluación y el desdén.

—Tokito Muichiro —repitió su nombre con lentitud, dejando que su eco se filtrara entre los presentes—. ¿Vuestro reino os ha enviado con la esperanza de que conquistéis el corazón de mi hermano?

Muichiro, con una elegancia desprovista de esfuerzo, inclinó la cabeza apenas unos grados.

—Conquistar es una palabra fuerte, alteza. Yo diría que he venido a... provocar curiosidad.

Hubo una leve carcajada entre los asistentes, pero Obanai no se dejó engañar por la aparente inocencia del tono de Muichiro.

Provocar curiosidad...

Aquello era peligroso. Sanemi no era un hombre de corazón dócil que pudiera doblegarse ante la delicadeza. Si algo lo atraía, era el conflicto. Y Muichiro, con su aire imperturbable y sus palabras veladas, podría convertirse en una distracción molesta.

Genya pareció sopesar la respuesta antes de apoyarse en el respaldo de su asiento.

—Os advierto, príncipe Tokito, que la curiosidad es un lujo peligroso en esta corte.

Muichiro alzó la mirada hacia él, sus ojos azulados carentes de cualquier temor.

—¿No es precisamente el peligro lo que hace que la curiosidad sea más dulce?

Obanai sintió un cosquilleo en la piel ante aquellas palabras.

No pudo evitar la sombra de una sonrisa en sus labios.

Interesante.

Pero la serpiente no se inquieta por la presencia de otra criatura en su camino. Si acaso, encuentra en ello una oportunidad para medir su propio veneno.

Sin apresurarse, Obanai depositó su copa sobre la mesa y enderezó la postura, llamando la atención sin necesidad de elevar la voz.

—Parece que hemos de convivir con un filósofo en este juego —murmuró con tono entretenido—. Cuánto me alivia saber que no soy el único que encuentra fascinante la intriga de esta corte.

Muichiro giró lentamente el rostro hacia él, con la expresión de quien acaba de notar la presencia de otro jugador en el tablero.

—Príncipe Iguro —dijo con la misma suavidad con la que uno menciona un nombre en un poema—. Os he visto antes, mas no hemos cruzado palabras.

Obanai inclinó la cabeza levemente, en un gesto de cortesía medida.

—No soy dado a hablar sin propósito.

Muichiro parpadeó lentamente, como si considerara el significado de aquellas palabras antes de responder:

—Oh, entonces debéis creer que nuestro propósito es el mismo.

Obanai sonrió, pero sus ojos permanecieron fríos.

—Creo que estamos en el mismo campo de caza, príncipe Tokito. Y el lobo no se satisface con presas mediocres.

Muichiro lo observó por un instante más antes de ladear la cabeza en un gesto casi infantil.

—¿Y vos os consideráis digno de ser su única presa?

Obanai sostuvo su mirada sin pestañear.

—No.

Se inclinó apenas hacia él, dejando que su voz descendiera a un murmullo que solo Muichiro pudo escuchar.

—Yo soy la serpiente que lo envolverá antes de que se dé cuenta de que ya no puede escapar.

Muichiro no apartó la mirada, pero algo en sus ojos se afiló levemente.

Un desafío silencioso.

Uno que ninguno de los dos podía ignorar.

El aire en el gran salón se espesó con la expectación de los pretendientes. Un susurro recorrió la estancia como un incendio contenido en cenizas cuando las grandes puertas de ébano se abrieron con un rechinar pausado.

Las sombras de los corredores se quebraron bajo la entrada de una figura imponente.

Sanemi Shinazugawa, primogénito de la dinastía, avanzó con la soberbia de un rey que sabe que la sangre y el temor lo preceden.

Su porte no era el de un príncipe refinado ni el de un monarca que inspirase devoción con su simple presencia. No, él era el filo de una espada envainada, el aroma de la tormenta que presagia un naufragio.

Las velas titilaban con la corriente de aire que traía consigo, como si hasta el fuego dudase en desafiarlo.

Sus ojos, de un púrpura salvaje, barrieron la sala con el desdén de un cazador que evalúa la carne expuesta ante él.

Corderos.

Eso eran, eso siempre eran.

Con un simple vistazo, Sanemi supo que la mayoría no le interesaba. La cobardía y la desesperación no eran atributos que despertaran su apetito. Solo aquellos que no temían sangrar podrían llamar su atención.

Un par de figuras captaron su mirada.

Uno de ellos, con una postura impecable y ojos que parecían ver más allá de las apariencias, lo miraba con la calma de quien sabe que el verdadero peligro no es el lobo, sino la víbora que acecha en la hierba alta.

Obanai Iguro.

Y junto a él, un muchacho de rostro joven, casi etéreo, cuya presencia se sentía como la brisa antes de la tempestad.

Tokito Muichiro.

Sanemi apenas los estudió unos instantes antes de avanzar hasta el estrado donde su hermano Genya lo esperaba con la lista de nombres en mano.

—¿Esto es todo? —su voz rasgó el silencio, sin esfuerzo por disimular su desinterés.

Genya, acostumbrado a su temperamento, inclinó levemente la cabeza antes de responder:

—Los más dignos de las casas reales vecinas.

Sanemi dejó escapar una carcajada seca.

—¿Dignos? —repitió, dejando que la palabra se escurriera con el veneno de una burla bien medida—. Qué generoso sois con vuestra elección de palabras, Genya.

Algunos de los pretendientes bajaron la mirada. Otros se crisparon con una dignidad forzada.

Pero dos pares de ojos no parpadearon.

Obanai e Muichiro se mantuvieron firmes.

Sanemi sonrió con la diversión de un gato que encuentra un par de ratones más interesantes que el resto.

—Que comience la selección.

Genya alzó un pergamino y comenzó a leer en voz alta los nombres de aquellos que continuarían en la contienda.

Uno por uno, los príncipes y nobles fueron descartados o seleccionados con la frialdad de un verdugo que decide quién sube al cadalso y quién vive un día más.

Cuando el último nombre fue pronunciado, solo quedaban seis.

Entre ellos, Obanai Iguro y Tokito Muichiro.

Sanemi bajó la vista hacia ellos, como si midiera su resistencia antes de decidir cómo disfrutaría el juego.

—Mañana, al alba, os demostraréis dignos de vuestra posición —declaró, con la certeza de quien ya prevé la diversión que le espera—. Sed puntuales.

Dicho esto, giró sobre sus talones y desapareció por la misma puerta por la que había entrado, dejando tras de sí un vacío impregnado de incertidumbre.

Obanai, con los labios apenas curvados en una media sonrisa imperceptible, intercambió una breve mirada con Muichiro.

El juego, apenas iniciado, había dado su primer giro. Y Sanemi acababa de poner a prueba su paciencia.

Contiruará...

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