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Capítulo [4]

Obanai sintió la atmósfera del salón presionando sobre sus hombros como un sudario de expectativas no dichas. No podía aún levantar la mirada hacia Sanemi; no cuando cada noble presente escudriñaba cada uno de sus gestos con la paciencia de un verdugo esperando su turno.

Se permitió un respiro discreto y giró apenas el rostro hacia su sombra más constante: Giyuu Tomioka. El hombre se mantenía un paso atrás, erguido como una estatua de mármol, su porte tan imperturbable como siempre. Pero Obanai conocía a su asistente demasiado bien para dejarse engañar por su aparente indiferencia.

—Tu silencio pesa más que de costumbre —murmuró Obanai, sin apartar la vista del mar de nobles que lo rodeaba.

Tomioka no respondió de inmediato. Sus ojos azules recorrieron la sala con la misma precisión con la que un espadachín evalúa un campo de batalla.

—Porque cualquier palabra que pronuncie sería inútil —replicó finalmente, con esa calma suya que tantos interpretaban como frialdad.

Obanai permitió que una sombra de sonrisa torcida curvara sus labios.

—¿Ni siquiera un aliento de piedad para un hombre condenado?

Tomioka bajó la mirada hacia él. No hubo burla en sus ojos, ni un atisbo de indulgencia, solo la cruda realidad reflejada en su semblante.

—La piedad se ofrece a los moribundos —dijo—. Y vos, mi príncipe, aún no habéis decidido si queréis vivir o perecer en esta cacería.

Obanai sintió una punzada de amarga satisfacción. Tomioka no le ofrecía consuelo, ni promesas vacías de éxito. Solo la verdad desnuda.

Suspiró, ajustando la caída de sus guantes.

—Entonces, dime, ¿qué ves en este salón?

Tomioka recorrió la habitación con la mirada, evaluando cada rincón antes de responder.

—Veo buitres vestidos de seda, perros de caza disfrazados de príncipes y cortesanos que lamen el filo de sus propias dagas con tal de obtener una migaja de poder. —Se inclinó apenas, con la voz aún más baja—. Y veo un lobo al otro lado de la sala, al que todos creen domesticar, pero que solo está esperando el momento adecuado para destrozarlos.

Obanai no necesitó preguntar a quién se refería. Sanemi Shinazugawa era la única criatura en esa sala que no necesitaba disfrazar su naturaleza.

Se tomó un instante para ajustar el broche de su capa, un gesto nimio, pero que le permitió reunir su compostura.

—Dime, Giyuu, ¿qué crees que me espera al final de esta noche?

Tomioka inclinó apenas la cabeza.

—O seréis el hombre que domó al lobo... —hizo una breve pausa— o solo otro nombre en la lista de los que intentaron y fracasaron.

Obanai soltó un leve resoplido.

—Eres un consuelo, como siempre.

—No he sido vuestro consuelo —replicó Tomioka—. Solo vuestro testigo.

Obanai levantó la barbilla, sintiendo la quietud antes de la tormenta.

—Entonces no apartéis la vista, Giyuu. —Sus ojos recorrieron el salón hasta fijarse, al fin, en la figura de Sanemi. Sus miradas se encontraron en un cruce de acero y expectación.

El juego había comenzado.

Obanai sostuvo la mirada de Sanemi con la determinación de un hombre que ya ha decidido su destino. No había reverencia en sus ojos, ni la adoración sumisa de los demás pretendientes que intentaban ganar su favor. Solo una expectación fría, calculada.

Sanemi, aún reclinado en su asiento, inclinó apenas la cabeza, como un lobo olfateando el aire antes de decidir si la criatura frente a él era presa o rival. Su boca se curvó en una sonrisa que no contenía ni una pizca de cordialidad.

Obanai avanzó con la misma parsimonia con la que un sacerdote se acerca al altar de un dios caprichoso. La multitud se abrió a su paso con el susurro de sedas y murmullos disfrazados de cortesía. Los ojos de los nobles se deslizaban sobre él como dagas embotadas, midiendo su porte, su dignidad, su valor como pieza en el tablero.

Cuando finalmente estuvo ante Sanemi, hizo una inclinación de cabeza, la exacta medida de respeto que la etiqueta exigía, pero sin la servidumbre de un hombre doblegado.

Sanemi giró su copa entre los dedos con un aire de descuido estudiado.

—Príncipe Obanai Iguro de Rengoku —dijo, su voz un filo de navaja envainado en terciopelo.

Obanai alzó las cejas apenas.

—Príncipe Sanemi Shinazugawa —respondió, con un tono tan neutral que bien podría haber estado dirigiéndose a un extraño en un paseo matutino.

El murmullo en la sala aumentó, apenas un leve susurro, pero suficiente para indicar que aquella respuesta no era la que esperaban.

Sanemi entrecerró los ojos, observándolo con un interés más afilado.

—Habéis viajado días enteros para presentaros en mi corte, y esa es toda la cortesía que traéis conmigo. ¿No os enseñaron en Rengoku a endulzar las palabras como se endulza el veneno?

Obanai ladeó la cabeza con una media sonrisa.

—Oh, nos enseñan bien en Rengoku, mas el veneno no es plato que sirva a todos. Hay bocas que prefieren el hierro de la verdad.

Sanemi soltó una breve risa, un sonido bajo y gutural que no contenía alegría, sino diversión teñida de amenaza.

—¿Y cuál es la verdad que traéis conmigo, príncipe de Rengoku?

Obanai inclinó apenas la cabeza, sus ojos bicolores reflejando la luz de los candelabros.

—Que he venido porque era mi deber, pero lo que ocurra a partir de ahora... dependerá enteramente de vos.

Por un instante, el salón entero pareció contener el aliento.

Sanemi dejó su copa sobre la mesa con un golpe seco y se incorporó con la pereza depredadora de un animal que ha encontrado algo digno de su atención.

—Entonces, príncipe Obanai... —Sanemi sonrió, sus ojos plateados brillando como el filo de un cuchillo bajo la luna—. Os invito a mostrarme cuánto vale vuestro deber.

Y así, la trampa quedó tendida.

El aire del salón pareció espesarse, como si el mismo palacio de los Shinazugawa reconociera la importancia de aquel instante. Obanai no se movió, no retrocedió ni un paso cuando Sanemi se alzó ante él. El príncipe de Rengoku estaba acostumbrado a los juegos de la corte, pero nunca había sido la pieza central de uno con presas tan letales.

Sanemi lo estudió un momento más, sus labios aún curvados en aquella sonrisa lobuna. Luego, sin previo aviso, giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia las grandes puertas laterales del salón, esperando, sin pronunciar una orden, que Obanai lo siguiera.

Los nobles intercambiaron miradas de pura especulación. Los pretendientes que aún esperaban su turno de presentarse quedaron petrificados en sus lugares, como estatuas de mármol que habían dejado de ser necesarias.

Tomioka, a un lado de la sala, no se movió, pero sus ojos siguieron a Obanai con atención, como si midiera cada segundo que pasaba antes de intervenir.

Obanai dejó escapar un suspiro apenas audible y, con la dignidad de un hombre que no tiene intención de convertirse en entretenimiento de la corte, caminó tras Sanemi.

Los pasillos del castillo de los Shinazugawa eran largos, oscuros y silenciosos. Solo el eco de sus pasos rompía la quietud. Sanemi no hablaba mientras lo conducía por corredores que parecían no tener fin, cada uno más opulento y más sombrío que el anterior. El mármol negro, las columnas altísimas y las antorchas parpadeantes daban la sensación de un reino atrapado en un crepúsculo eterno.

Finalmente, llegaron a una puerta de madera gruesa, decorada con intrincados relieves de batallas pasadas. Sanemi la empujó con facilidad, revelando una gran sala privada con ventanales que daban a los jardines. El aire estaba impregnado de incienso y algo más... algo metálico.

Sanemi se giró lentamente para encarar a Obanai.

—Os habéis presentado ante mí sin halagos ni promesas vacías. Curioso. Vuestros compatriotas suelen preferir adornar sus palabras como se adorna a un cadáver para su entierro.

Obanai inclinó levemente la cabeza.

—Si desearais palabras dulces, tenéis pretendientes de sobra para eso.

Sanemi dejó escapar una risa baja.

—¿Y qué ofrecéis vos, entonces?

Obanai lo miró directamente, con la serenidad de quien conoce su propio valor.

—Ofrezco lo que vos aún no habéis encontrado.

Sanemi ladeó la cabeza, interesado.

—¿Y qué creéis que me falta, príncipe de Rengoku?

Obanai se acercó apenas un paso, sin desafiarlo, pero sin rendirse tampoco.

—Alguien que no os tema.

Sanemi se quedó en silencio. Era la primera vez en toda la noche que su sonrisa desaparecía.

Un relámpago iluminó los ventanales, arrojando sombras afiladas sobre su rostro.

Obanai no pestañeó.

Sanemi entrecerró los ojos.

—Sois un hombre con un instinto peligroso, príncipe.

Obanai alzó apenas una ceja.

—¿Por reconocer un depredador cuando lo veo?

El silencio entre ambos era una cuerda tensa, a punto de romperse.

Sanemi avanzó un paso más, reduciendo la distancia entre ellos hasta que el aire mismo pareció temblar.

—Si no me teméis —susurró—, ¿qué os detiene de huir?

Obanai sostuvo su mirada.

—Que en este juego, no sois el único lobo.

Sanemi sonrió. Pero esta vez, no había burla en su expresión. Solo interés genuino.

La primera noche en Shinazugawa había comenzado.

Sanemi no apartó la mirada de Obanai, y en ese instante, todo lo demás en la habitación pareció desvanecerse. No quedaban nobles intrigantes ni pretendientes con sonrisas ensayadas. Solo él y el príncipe de Rengoku, dos bestias midiendo el terreno antes de la primera embestida.

Sanemi inclinó la cabeza apenas, como si aún no decidiera si Obanai era un rival digno o un cordero demasiado altivo.

—Si pretendéis desafiarme, príncipe —murmuró, con la pereza de un depredador saciado que aún no decide si volverá a cazar—, será mejor que tengáis más que palabras.

Obanai no retrocedió ni mostró la menor señal de inquietud.

—Las palabras son solo el filo de un arma —respondió con tranquilidad—. Y en este castillo, veo que las dagas sobran.

Sanemi dejó escapar una risa breve, casi imperceptible. Luego, con un movimiento rápido, se giró y caminó hacia la gran mesa que dominaba la habitación. Sirvió dos copas de vino oscuro como la tinta y le ofreció una a Obanai.

—Bebed.

No era una sugerencia.

Obanai tomó la copa sin apartar la vista de Sanemi.

No la bebió de inmediato.

—¿Os gusta poner a prueba a vuestros invitados, alteza?

Sanemi sonrió, ladeando la cabeza.

—Siempre. Aquellos que beben sin dudar son necios. Aquellos que rechazan la copa, cobardes. Me interesa ver a qué tipo pertenecéis vos.

Obanai observó el líquido carmesí, luego elevó la copa con la misma lentitud con la que un sacerdote bendice un cáliz. Bebió un solo trago, sin apurar el gesto, sin apartar la mirada de Sanemi.

El vino ardió en su lengua, más denso de lo que esperaba, con un regusto a hierro que no pasó desapercibido.

Sanemi sonrió.

—Veis, príncipe, la mayoría de los que llegan a este castillo desean mi favor, pero les aterra lo que ello significa. Intentan seducirme con halagos, con sumisión disfrazada de encanto. Vos, en cambio... —ladeó la cabeza con una curiosidad depredadora—. Me intriga saber qué esperáis ganar con vuestra actitud.

Obanai depositó la copa en la mesa con delicadeza.

—Quizás, mi príncipe, porque no espero ganar nada.

Sanemi lo observó en silencio por un largo momento.

—Vuestro reino os ha enviado aquí para cortejarme —susurró—. Y sin embargo, os comportáis como si os importara poco el resultado.

Obanai esbozó una sonrisa leve.

—Porque sé que los lobos no cortejan presas. Solo respetan a aquellos que pueden morderlos de vuelta.

Sanemi no respondió de inmediato. Solo lo observó, en esa quietud tensa que precede a la caza.

Entonces, como si algo en él hubiera tomado una decisión, dejó su copa y avanzó hasta quedar a escasos centímetros de Obanai.

—Decidme, príncipe de Rengoku... —murmuró, con una voz tan baja que apenas era audible—. ¿Cuánto estáis dispuesto a arriesgar para probar vuestra teoría?

Obanai sintió el aliento de Sanemi rozar su piel. Pero no se movió. No pestañeó.

—Depende —respondió con calma—. ¿Cuánto estáis dispuesto a jugar antes de que os aburráis de la presa?

Sanemi sonrió, un filo de dientes tras el lobo.

—Supongo que lo descubriremos esta noche.

La primera ronda del juego había concluido. Pero aún faltaba la verdadera cacería.

Continuará...

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