Capítulo [3]
Las puertas del gran salón se abrieron de par en par, y la marea de invitados se deslizó dentro como un río que ha encontrado su cauce. Candelabros de hierro forjado ardían con llamas altas, proyectando sombras que bailaban en las paredes de piedra oscura. Los músicos en la galería superior afinaban sus instrumentos, preparando melodías que pronto serían la banda sonora de la cacería social que estaba a punto de comenzar.
El murmullo de conversaciones se mezclaba con el tintineo de copas y el roce de sedas sobre los suelos pulidos. Damas y caballeros se deslizaban en una danza de sonrisas medidas y miradas calculadas. La competencia silenciosa había dado inicio: cada uno buscaba destacar sin parecer desesperado, exhibir su linaje sin caer en la vulgaridad de la ostentación. Era un arte fino, donde el exceso y la timidez eran igualmente letales.
Desde su posición elevada, Sanemi observaba la escena con una mezcla de diversión y hastío. Sabía que cada palabra que se pronunciaba en esa sala tenía un filo oculto, que cada inclinación de cabeza podía ser tanto una reverencia como una amenaza disfrazada. Pero lo que más le entretenía era el miedo disfrazado de cortesía, el nerviosismo de aquellos que no sabían si debían temerle o adularle.
Una joven, alta y esbelta, se acercó con una copa de vino en la mano. Su vestido era de un azul profundo, bordado con hilos de oro que representaban aves en vuelo. Su sonrisa era impecable, calculada con la precisión de un joyero.
-Alteza -dijo, con una leve inclinación de cabeza-. Qué privilegio estar en vuestra ilustre presencia esta noche.
Sanemi arqueó una ceja, tomando la copa que ella le ofrecía.
-¿Privilegio? -repitió, llevando el cristal a sus labios sin apartar la vista de ella-. Qué concepto tan interesante. Dicen que el privilegio es una moneda con dos caras: en un lado, la fortuna de recibirlo; en el otro, la desgracia de pagar su precio.
La joven mantuvo su sonrisa, aunque la rigidez en sus manos la delataba.
-No todos los precios son un sacrificio, Alteza. Algunos son una inversión.
Sanemi dejó escapar una breve carcajada.
-Ah, entonces sois una mercader del destino. Decidme, ¿cuál es la tasa de cambio de un corazón esta temporada?
Ella inclinó la cabeza, fingiendo considerar la pregunta.
-Depende del comprador y del vendedor. Pero un corazón en vuestras manos, mi señor, valdría más que en ninguna otra.
-¿Más? -Sanemi inclinó la copa en su mano, observando el vino teñir el cristal con un tono carmesí oscuro-. No os equivoquéis, milady. No soy un coleccionista de corazones. Solo me interesa aquello que late lo suficientemente fuerte como para no romperse con facilidad.
El aire entre ellos se tensó por un instante. Luego, la joven sonrió, hizo una reverencia perfectamente ejecutada y se alejó con la gracia de quien sabe retirarse antes de que la partida se vuelva desfavorable.
Sanemi suspiró y paseó la mirada por la sala. Tantos rostros ansiosos, tantas ambiciones encorsetadas en brocados y sedas. No tenía prisa. El festín apenas comenzaba.
Cruzó la habitación con paso indolente, observando cómo los nobles se apartaban sutilmente para dejarle paso, algunos inclinando la cabeza en señal de respeto, otros limitándose a evitar su mirada. Se detuvo junto a una de las enormes columnas que sostenían el techo abovedado del salón y apoyó la espalda contra la fría piedra.
Desde allí, podía ver el gran umbral por donde continuaban entrando los recién llegados. Los heraldos anunciaban cada nuevo nombre con voces resonantes, marcando la entrada de cada pretendiente como si se tratara de un cordero presentado en el altar de un sacrificio.
Sanemi bebió otro sorbo de vino y sonrió.
El espectáculo prometía ser interesante.
Los escalones de mármol negro reflejaban la luz de las antorchas cuando Obanai puso el primer pie en la entrada del palacio. La mano de Tomioka, firme en su brazo, era el último vestigio de certeza antes de sumergirse en un mundo donde cada sombra ocultaba una intención y cada sonrisa escondía un filo.
El aire estaba impregnado de vino especiado y un dejo metálico, apenas perceptible, que hablaba de antiguas batallas libradas en aquellas tierras. A su alrededor, los sirvientes se movían con la precisión de peones en un tablero de ajedrez, mientras los nobles, envueltos en sedas y vanidad, se lanzaban miradas como dagas envainadas.
Obanai respiró hondo, sintiendo el peso del mandato que lo había traído hasta allí. No era un desconocido en el arte de la persuasión cortesana, pero la idea de jugar a la presa cuando siempre había preferido el papel de espectador le resultaba tan amarga como el ajenjo.
-Príncipe Obanai Iguro del reino Rengoku -anunció un heraldo desde lo alto de la escalinata.
Las conversaciones descendieron de tono, los ojos se giraron hacia él con un interés calculado. No era el primero ni el último en presentarse esa noche, pero algo en la manera en que los murmullos se extendieron le dejó claro que su llegada no era una simple formalidad.
No había duda: la Reina Ruka no solo lo había enviado a negociar un matrimonio; lo había enviado a ganar una guerra silenciosa.
Tomando las faldas de su capa con la destreza de quien ha sido educado en la perfección de los modales, avanzó por el vestíbulo, con Tomioka siguiéndole un paso atrás, tan callado como siempre, pero con la mirada atenta a cada movimiento en la sala.
Una noble con un vestido carmesí y perlas entrelazadas en su cabello lo observó con interés antes de girarse hacia su acompañante con una risita ahogada. Obanai ignoró la impertinencia. No tenía tiempo para los pequeños escarceos de la corte cuando su destino final se encontraba más adelante, en el salón donde aguardaba el anfitrión de la velada.
El sonido de su propio corazón martillaba en su pecho, no por miedo a Sanemi, sino porque comprendía con aterradora claridad que, a partir de ese momento, cada palabra que pronunciara, cada gesto que hiciera, podría significar su victoria o su caída.
Avanzó por el pasillo principal y cruzó el umbral.
La cacería había comenzado.
El salón del banquete se extendía ante él como la boca de una bestia que se abre para devorar a sus invitados. Unos candelabros colgaban del techo abovedado, proyectando sombras alargadas que se retorcían sobre los muros de piedra oscura. Aquel lugar estaba diseñado para impresionar y, más aún, para recordar a cada noble presente que estaban en territorio de los Shinazugawa, un reino construido sobre sangre y acero.
Obanai avanzó con la gracia medida de quien comprende que cada paso es un mensaje. Su capa se deslizaba tras él como un río de sombras, y sus ojos -uno dorado, el otro verde- permanecían fijos en la figura al otro extremo de la sala.
Sanemi Shinazugawa estaba allí.
No en un trono, como podría esperarse de un príncipe cuyo nombre provocaba tanto miedo como reverencia, sino reclinado contra el respaldo de una gran silla tallada en madera oscura. Sus dedos descansaban con indolencia sobre el brazo del asiento, mientras su otra mano sostenía una copa de vino, girándola entre sus dedos como si estuviera más interesado en el reflejo del líquido carmesí que en el desfile de pretendientes que se habían congregado para conquistarlo.
Sanemi no necesitaba imponerse con palabras. Su mera presencia era suficiente para cortar la conversación en el aire. Los nobles podían sonreír y jugar a la diplomacia, pero nadie en esa sala ignoraba lo que significaba compartir el mismo espacio que él: estar en la cercanía de una criatura cuya naturaleza seguía siendo un misterio, incluso para aquellos que osaban llamarse sus aliados.
Obanai sintió el peso de la mirada de Sanemi sobre él. No un escrutinio abierto y descarado, sino una observación lenta, como la de un cazador que evalúa el valor de su presa antes de decidir si vale la pena el esfuerzo de desgarrarla.
Los murmullos se intensificaron. No era un secreto que el príncipe de Rengoku había sido enviado con un propósito claro. Pero, ¿sería un cordero más en la mesa del lobo, o traía consigo los colmillos de un depredador disfrazado?
Obanai mantuvo la cabeza en alto. No era su orgullo lo que estaba en juego, sino algo mucho más grande.
Y si aquella era una cacería, él no sería el primero en sangrar.
Continuará...
TNoel: Tengo un puñado de capítulos avanzados, ésta forma de escritura me tiene hipnotizado y procuro tener ojo en el detalle para que no se vuelva una lectura compleja y pesada para ustedes. Sabrán entender que el contexto de esta trama lo amerita. 🤓 Gracias por el apoyo.
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