Capítulo [2]
Límites Reino Rengoku
El camino hacia las tierras de los Shinazugawa se extendía como una herida abierta en la tierra, un sendero polvoriento y áspero que devoraba los días y las noches sin piedad. Tres jornadas completas y una noche en la que ni el descanso ni los sueños serían indulgentes. La escolta del Reino Rengoku, armada y alerta, cabalgaba en formación cerrada alrededor de los carruajes, cada guardia con la mano firme sobre la empuñadura de su espada, como si en cualquier momento un enemigo invisible emergiera de la espesura para reclamar sus vidas.
Dentro del carruaje principal, el aire era un abismo de silencios. Obanai Iguro, envuelto en telas tan opulentas como incómodas, permanecía impasible en su asiento, con un libro entre las manos. No leía. Sus ojos recorrían las líneas, pero las palabras eran sombras sin forma, figuras que se deshacían antes de cobrar significado.
Frente a él, Giyuu Tomioka se mantenía erguido, la espalda recta como el filo de una espada, el semblante impenetrable. No necesitaba preguntar para saber que el ánimo del príncipe estaba enterrado bajo el peso de su destino. Desde la primera luz de la mañana, Obanai había sido un espectro, un hombre arrastrado por la corriente de una vida que ya no le pertenecía.
Giyuu entendía. Más que nadie, comprendía lo que significaba ver los cimientos de la propia existencia resquebrajarse bajo el peso de decisiones ajenas. Intentar ofrecerle palabras de consuelo habría sido un insulto, una falsedad tan grotesca como la sonrisa de un verdugo que promete una muerte indolora.
La rueda del carruaje tropezó con una piedra en el camino, sacudiendo la estructura y arrancando a Obanai de su ensimismamiento. Sus dedos se crisparon sobre las cubiertas de cuero del libro.
—Las montañas están próximas —anunció Giyuu con voz baja, más como un recordatorio de la realidad que como información necesaria.
Obanai alzó la mirada y fijó los ojos en la pequeña abertura del carruaje. Afuera, el mundo había cambiado. Los dorados campos de su hogar habían quedado atrás, reemplazados por una tierra sombría donde los árboles crecían torcidos y los cielos parecían siempre cubiertos por un velo de ceniza. Era como si la naturaleza misma se hubiese replegado en sí misma, como si temiera a la tierra que pisaban.
—No se parece a nada que haya visto antes —murmuró Obanai, más para sí que para su asistente.
—Porque no es un lugar para visitantes —respondió Giyuu con tono neutro—. Es un reino que no acoge, solo devora.
Obanai cerró el libro con un golpe seco.
—Entonces, dime, Tomioka, ¿qué esperanza tiene un hombre que se adentra en la boca del lobo?
Giyuu sostuvo su mirada por un largo instante.
—La misma que tiene el lobo cuando es alimentado con veneno.
Obanai dejó escapar una risa baja, desprovista de humor.
—Interesante perspectiva. Pero temo que, en esta historia, el lobo es más astuto que yo.
—Quizás —admitió Giyuu—. Pero incluso el más astuto de los lobos debe abrir la boca para morder.
Obanai no respondió de inmediato. Se recargó en el asiento y cerró los ojos por un breve instante. No tenía un plan, ni un conocimiento real sobre el hombre al que debía seducir, ni siquiera la seguridad de que sobreviviría a este juego. Pero si algo había aprendido en la corte de Rengoku era que la voluntad, cuando se afilaba correctamente, podía volverse más letal que cualquier arma.
Y si estaba destinado a ser devorado, bien haría en asegurarse de que al menos su carne dejara un regusto amargo en la boca de Sanemi Shinazugawa.
Reino Shinazugawa
Los heraldos anunciaron la llegada de los primeros invitados al Palacio Shinazugawa con el estruendo de trompetas y el crujir de ruedas sobre el empedrado húmedo. La gran explanada frente a la fortaleza se llenó rápidamente de carruajes lujosamente adornados, cada uno más ostentoso que el anterior, en un intento de impresionar a la familia real. Los guardias, armados hasta los dientes, observaban con una mezcla de desdén y profesionalismo, dejando en claro que, en aquellas tierras, la riqueza era un adorno prescindible, mientras que la fuerza lo era todo.
El vestíbulo de la corte era un espectáculo de mármol negro y columnas imponentes que parecían sostener el peso del cielo. Sirvientes se apresuraban con bandejas de plata, ofreciendo vino especiado y frutas confitadas a los recién llegados. El murmullo de nobles y emisarios se alzaba como el canto de una bandada de cuervos, cada uno evaluando a los demás, calculando movimientos en un juego donde la supervivencia dependía del ingenio y la prudencia.
Sanemi Shinazugawa entró en la sala con la parsimonia de un depredador saciado, su presencia bastó para que las conversaciones bajaran de volumen, como si su sola existencia drenara el aire del salón. Su traje, de una sobriedad calculada, estaba confeccionado con telas oscuras, sin adornos innecesarios. No era un hombre que gustara de exhibiciones superfluas; su sola mirada era adorno suficiente.
—Bienvenidos, emisarios del mundo civilizado —saludó con una media sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Espero que el viaje no haya sido demasiado indulgente. Me horrorizaría pensar que el sendero a mis dominios se ha vuelto amable con los extranjeros.
Un noble de rostro regordete y mejillas coloradas, probablemente de algún ducado menor, se aventuró a romper la tensa calma.
—Vuestra hospitalidad es sin duda... única, Alteza.
Sanemi alzó una ceja.
—¿Lo es? Ah, entonces he fallado en mi intento de que se sientan como en casa. ¿Acaso en sus tierras no se recibe a los huéspedes con la misma cordialidad con la que un carnicero saluda a su ganado?
Las risas, nerviosas y discretas, se esparcieron como una onda en el agua. Nadie osaba desafiarlo abiertamente, pero todos conocían la regla no escrita: en la corte de los Shinazugawa, la supervivencia dependía de la agilidad verbal tanto como de la destreza con la espada.
Sanemi descendió los escalones de mármol con una lentitud casi perezosa, observando a los congregados como un cazador evalúa a la manada. Hombres y mujeres de sangre noble, algunos altivos, otros cautelosos, todos con la esperanza oculta bajo capas de orgullo y deber.
—El festín de esta noche —continuó— no es solo un banquete. Es una celebración de la unión entre nuestras casas, de la conveniencia y la necesidad. Todos venimos aquí con un propósito, aunque dudo que sea el mismo para cada uno.
Tomó una copa de vino de la bandeja de un sirviente y la sostuvo entre los dedos, girándola con desinterés antes de dar un sorbo.
—Algunos han venido con la esperanza de presenciar la grandeza de mi reino —dijo, con una sonrisa que no prometía nada bueno—. Otros, quizás, buscan la fortuna de un destino atado al mío. Y luego están aquellos que simplemente han sido enviados...
Dejó la frase suspendida en el aire, permitiendo que cada quien la interpretara como mejor le conviniera.
—Pero la pregunta más importante es —prosiguió, con una calma cortante—: ¿quién de ustedes logrará despertar mi interés?
Los murmullos crecieron, algunos incómodos, otros ansiosos. Las miradas se cruzaron como dagas en la penumbra, cada noble midiendo sus posibilidades, cada pretendiente calibrando sus encantos.
Sanemi dejó la copa en la bandeja de un criado sin siquiera mirar.
—Que comience el juego.
Continuará....
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