Capítulo [14]
Los corredores del ala prohibida se extendían como las entrañas de una bestia dormida, respirando un silencio denso y expectante. La luz de los candelabros apenas alcanzaba a iluminar los muros de piedra ennegrecida, y el aire estaba cargado con un frío que no pertenecía a la noche, sino a algo mucho más antiguo, mucho más oscuro.
Muichiro avanzaba con paso ligero, su mirada perdida en la penumbra que devoraba cada rincón de aquel laberinto prohibido. No temía perderse. Desde el momento en que había sido enviado a estas tierras para convertirse en un sacrificio más en la cacería de Sanemi Shinazugawa, su vida había dejado de pertenecerle. Si estaba condenado, entonces prefería que su condena fuese dictada por sus propias manos.
El secreto que se ocultaba tras la sangre de los Shinazugawa era un enigma que pocos osaban desentrañar. Muichiro no era como los demás pretendientes. No ansiaba riquezas, poder ni el favor de un príncipe cuya reputación era poco menos que la de un monstruo devorador de almas. Él deseaba respuestas.
No obstante, su búsqueda se vio abruptamente interrumpida.
—Un paso más, príncipe Tokito, y habré de preguntarme si vuestra vida es de tan poca estima para vos.
La voz surgió desde la oscuridad, baja y afilada, como el filo de un cuchillo deslizándose contra la garganta. Muichiro se detuvo sin sobresaltarse, girando con serenidad hacia la silueta que emergía de entre las sombras.
Genya Shinazugawa.
El segundo príncipe de aquella casa envuelta en rumores oscuros lo miraba con ojos penetrantes, su postura rígida como la de un centinela que custodia algo más valioso que un simple pasillo prohibido. Había en su semblante una severidad que no dejaba espacio para juegos, y, sin embargo, en la forma en que sus dedos se crispaban sobre el pomo de su daga, se intuía la duda de un cazador que aún no decidía si su presa valía la pena.
Muichiro ladeó levemente el rostro, su expresión inmutable, su voz tan etérea como su andar.
—¿Acaso es crimen de vida o muerte errar en la inmensidad de esta fortaleza? Me ha sido dicho que las bestias acechan en los bosques, no en los pasillos de su ilustrísima casa.
Los ojos de Genya brillaron con una chispa peligrosa.
—Os prevengo, príncipe Tokito, que la ignorancia en este suelo no será jamás un refugio.
Muichiro sostuvo su mirada sin titubeos, con una calma exasperante.
—Si no es refugio la ignorancia, ¿qué lo es, príncipe Genya? ¿La sumisión? ¿La ceguera voluntaria? He de suponer que no se me concederá el derecho de conocer la respuesta.
Un silencio gélido se extendió entre ambos, cargado de significado. Genya lo evaluaba, pesando cada una de sus palabras, cada minúsculo gesto, buscando en él una intención oculta. Muichiro, en cambio, solo esperaba.
Finalmente, el menor de los Shinazugawa soltó un suspiro, dejando caer su diestra de la empuñadura de su daga.
—Hacéis demasiadas preguntas para alguien que bien podría desaparecer sin dejar rastro.
Muichiro permitió una pequeña sonrisa, vacía como la luna en una noche sin estrellas.
—Y vos demasiadas advertencias para alguien que no teme a los cadáveres.
Genya lo escrutó una última vez antes de dar media vuelta.
—Retiraos, príncipe Tokito. No os repetiré la advertencia.
Muichiro no se movió hasta que la silueta de Genya se fundió nuevamente con la penumbra. Solo entonces susurró, para nadie en particular:
—Todos temen a los cadáveres. Especialmente aquellos que caminan.
Y con la misma ligereza con la que había llegado, se desvaneció en la noche.
♰
El vapor danzaba en el aire, ondulando sobre la superficie cristalina de las aguas termales como un velo etéreo. Obanai Iguro, con los ojos entrecerrados y el cuerpo sumergido hasta los hombros, permitió que el calor del agua aliviara la tensión que se había acumulado en sus músculos desde su llegada.
Por un efímero instante, permitió que su mente divagara hacia las termas naturales de su propio reino, donde el aire no estaba impregnado del aroma ajeno y donde el silencio no era una rareza. No obstante, ese pensamiento fue tan fugaz como la paz que lo acompañó, pues el escandaloso chapoteo de Inosuke Hashibira desgarró la tranquilidad con la sutilidad de un toro irrumpiendo en una tienda de porcelana.
—¡Esto es vida! —rugió el príncipe del Reino de las Bestias al zambullirse con un estruendo, salpicando agua en todas direcciones sin un atisbo de decoro.
Obanai exhaló con fastidio, deslizando su mirada al alborotador justo cuando Tanjiro Kamado hacía su entrada tras él, con el ceño fruncido en un gesto de desaprobación.
—¿Acaso sois incapaz de comportaros como un ser civilizado, príncipe Hashibira? —reprendió Kamado, cruzándose de brazos.
—¿Y qué tiene de divertido ser civilizado? —se mofó Inosuke, restregándose el rostro con ambas manos antes de hundirse de nuevo en el agua como un niño revoltoso.
Obanai, con una paciencia que pendía de un hilo, deslizó la mirada hacia Muichiro Tokito, quien había ingresado sin anunciarse y, sin decir una sola palabra, se sumergió hasta la barbilla, con la apatía de quien consideraba que aquello era un tedioso trámite más en su existencia.
Obanai reprimió un suspiro.
Kanroji Mitsuri, al menos, tenía el privilegio de disfrutar de privacidad, lejos de la vulgaridad de Hashibira, las amonestaciones de Kamado y el mutismo impenetrable de Tokito.
—Y vos, príncipe Iguro, parecéis más enojado de lo usual. —La voz de Kamado lo sacó de sus pensamientos.
Obanai alzó levemente la vista, notando que el heredero del Reino de la Montaña lo observaba con una expresión entre curiosa y preocupada.
—No es enojo, sino resignación. —Su voz fue suave, pero la ironía en ella era inconfundible. —Veréis, príncipe Kamado, existe una distinción entre el hombre que tolera su entorno y aquel que lo sufre en silencio. Me debato entre ambas posiciones.
—¡Bah! ¡Tanta palabrería por un simple baño! —bufó Inosuke, resoplando como una fiera impaciente. —Si os molesta mi presencia, luchad conmigo y el perdedor se larga.
Obanai lo miró sin cambiar su expresión.
—Qué grata idea, príncipe Hashibira. Aunque supongo que con vuestra lógica bestial, si os lanzo una roca y os revienta el cráneo, ¿querrá decir que habré ganado el derecho de bañaros como se hace con los caballos?
Muichiro Tokito emitió un leve sonido, lo más cercano a una risa que alguien podía esperar de él.
Kamado suspiró, hundiendo la cabeza entre sus manos.
—Señores, ruego que nos comportemos como futuros monarcas y no como bárbaros.
—¡Pero si pelear es lo mejor de ser un príncipe! —increpó Inosuke, indignado. —¿Qué sentido tiene gobernar si no puedes destrozar a los débiles?
Obanai lo fulminó con la mirada.
—Si gobernáis como combatís, príncipe Hashibira, vuestro pueblo os abandonará antes de que tengáis oportunidad de empuñar una corona.
El príncipe de las Bestias le devolvió la mirada con el mismo desafío, pero antes de que el intercambio se tornara físico, Muichiro Tokito, aún con su expresión imperturbable, habló por primera vez.
—Debéis saber que hay más formas de sobrevivir que solo la fuerza bruta.
—¿Ah, sí? ¿Como qué? —se burló Inosuke.
Muichiro ladeó la cabeza, con la tranquilidad de quien guarda secretos inconfesables.
—Como la astucia.
El silencio que siguió fue denso, cargado con un significado que ninguno de ellos se atrevió a desentrañar en voz alta.
Obanai, con su paciencia al borde de la evaporación, decidió que su baño había terminado. Si debía compartir las aguas con bestias y filósofos, entonces prefería la soledad de su habitación.
El cepillo de madera recorría con precisión las hebras de obsidiana, deslizándose sin resistencia por la cascada oscura que caía como seda entre los dedos de Tomioka Giyuu. En su otra mano, sostenía con delicadeza la fina trenza que comenzaba a formarse, tejiéndola con la misma devoción con la que había servido a su príncipe desde la cuna.
Los ojos bicolores de Obanai Iguro se reflejaban en el espejo con una calma impenetrable. Sin embargo, Tomioka, quien había crecido a su lado, sabía que detrás de esa quietud existía un remolino de pensamientos tan afilados como los filos de una daga.
—¿Estáis agotado, mi príncipe? —su voz, baja y mesurada, se perdió en la habitación.
—Más de lo que debería permitirme estar. —Obanai mantuvo la mirada en su reflejo, sin volverse hacia su asistente. —Aunque no por razones que os competan.
Tomioka esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—Si algo os concierne, mi señor, me compete por derecho. Vuestro bienestar es mi deber, y más aún... mi devoción.
Obanai desvió la mirada. No porque la declaración lo sorprendiera, sino porque la certeza en la voz de Tomioka era un peso que siempre había preferido ignorar. Desde que eran niños, su asistente había sido una sombra leal, un escudo y un confidente, pero Obanai nunca le había permitido ser algo más.
Porque nunca había sido una opción.
Porque su destino estaba atado al gran príncipe Sanemi Shinazugawa, y no había espacio para sentimentalismos.
—No debéis permitir que vuestra lealtad os ciegue. —Obanai cerró los ojos por un instante, sintiendo el suave tirón del cabello al ser trenzado. —Cuando esta farsa llegue a su conclusión, no podréis seguir a mi lado con la misma devoción de antaño.
—¿Y qué otra cosa me quedaría, si no es serviros? —la voz de Tomioka apenas fue un murmullo, como si temiera su propia pregunta.
El aire entre ellos se volvió más pesado. No había respuestas para eso.
Porque Obanai sabía que Tomioka Giyuu le pertenecía tanto como él pertenecía a su propia condena.
Y, sin embargo, en el mar de pensamientos de Tomioka, otra imagen se filtró sin permiso: ojos carmesíes, una sonrisa gentil y una calidez que nunca había sentido antes.
El príncipe Kamado Tanjiro.
Por un instante, la culpa lo atravesó como una aguja invisible. Su devoción hacia Obanai jamás había flaqueado, pero la inesperada aparición de Kamado en su vida había abierto una grieta en su fortaleza. Algo en aquel príncipe lo perturbaba y, al mismo tiempo, lo atraía con una intensidad que no deseaba comprender.
Porque comprenderlo sería admitirlo.
Y admitirlo... sería traicionar lo que siempre había creído inmutable.
—Giyuu. —La voz de Obanai lo devolvió a la realidad.
—Mi señor.
—Si la fortuna os sonríe, encontraréis un propósito más allá de mí.
Tomioka sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Porque, en ese instante, comprendió que su príncipe ya había decidido su destino.
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro