Capítulo [13]
La sangre aún estaba caliente en sus labios.
Sanemi observó el cuerpo inerte con la cabeza ladeada, casi con la misma curiosidad que un cazador que acaba de abatir a una presa menos digna de lo esperado. El último aliento del desafortunado pretendiente aún flotaba en el aire, disipándose en la fría penumbra de la cámara.
—Ah... qué efímero resulta el fervor cuando el miedo toma el primer bocado —murmuró, limpiándose la comisura de los labios con el dorso de la mano.
El cadáver, privado de su escasa voluntad y su patética esperanza, yacía a sus pies como una tela maltratada. Había luchado, por supuesto. Todos lo hacían. Pero ¿qué significaba la lucha cuando el resultado era el mismo?
Sanemi soltó un suspiro entrecortado, como si la insatisfacción le pesara más que el crimen mismo.
—Demasiado frágil. Apenas un aperitivo.
Flexionó los dedos, todavía manchados con el último vestigio de vida que se había llevado consigo. No era un mal sabor, pero tampoco uno que quedaría grabado en su memoria. Decepcionante. Necesitaba algo más.
Algo más fuerte.
Algo más digno.
Caminó hacia la ventana, observando los jardines donde, a la luz de la luna, se podían distinguir los movimientos de los pretendientes que aún quedaban. Algunos conversaban en la brisa nocturna, otros simplemente vagaban, creyendo que aún tenían algún control sobre su destino.
Sanemi sonrió con un retorcido deleite.
—Que sigan creyendo que esto es un juego de cortejo. Pronto sabrán que no están aquí para conquistarme... sino para sobrevivirme.
El cuerpo inerte sería pronto eliminado, su nombre olvidado, su existencia borrada como si nunca hubiese puesto un pie en aquel castillo. Otro cordero que se creía león.
Sanemi alzó la vista hacia el cielo nocturno y relamió sus colmillos con una anticipación silenciosa.
Aún quedaban cinco.
Y esta vez, no pensaba conformarse con un simple aperitivo.
Desde lo alto de su balcón, Sanemi dejó que la brisa enfriara la fiebre latente en su piel. Sus colmillos aún hormigueaban con la memoria del último aliento que había tomado, pero su insatisfacción seguía allí, ardiente y hambrienta.
Abajo, entre los senderos apenas iluminados de los jardines, una silueta atrapó su atención.
Obanai Iguro.
Sanemi apoyó los antebrazos en la baranda, inclinándose ligeramente hacia adelante, como un cazador que evalúa a su presa desde la maleza. Había algo diferente en él, algo que lo separaba de los demás corderos enviados a esta farsa de cortejo. Mientras los otros pretendientes erraban como aves en una jaula de oro, Obanai se movía con la calma de quien sabe que la jaula es solo otra herramienta más en su juego.
Interesante.
Sanemi observó con detenimiento cada uno de sus movimientos. Sus pasos eran deliberados, no torpes ni dubitativos como los de los otros. Incluso bajo la luz de las antorchas, su expresión permanecía inescrutable, como si su mente estuviera tejida en sombras más profundas que las de la noche misma.
—No eres un cordero, ¿verdad? —murmuró para sí mismo, con una sonrisa ladeada.
Pero eso no significaba que no pudiera desollarlo.
Lo que más le divertía era la absurda paradoja de todo esto: pretendientes enviados a domarlo, a encantarlo, como si él fuera alguna bestia que pudiera atarse con promesas de amor y alianzas. Qué burla tan deliciosa.
Obanai no miraba hacia arriba, no parecía consciente de que estaba siendo observado. O quizás sí, y simplemente no le importaba.
La idea de que este hombre no temiera su sombra encendió una chispa de genuina curiosidad en Sanemi.
Tal vez, solo tal vez... esta vez sí podría disfrutar el juego.
Retrocedió de la baranda, con la lengua paseando sobre sus colmillos en un gesto pensativo.
—Veamos cuánto puedes resistir antes de quebrarte, Iguro.
Se giró y caminó de regreso a la penumbra de su habitación.
La verdadera caza apenas estaba por comenzar.
♰
Obanai deslizó la pluma sobre el papel con una precisión que delataba su temple. La luz de los candelabros oscilaba con la brisa que se filtraba por las altas ventanas de su habitación, proyectando sombras alargadas sobre la mesa. La tinta aún fresca brillaba a la tenue luz, trazando las palabras que, si bien parecían ser un simple reporte, estaban cargadas de un veneno sutil.
A Kyojuro,
Espero que estas palabras te encuentren en buen estado. Como bien sabrás, el festín ha comenzado, y los comensales son tan diversos como previsibles. Algunos juegan a ser ovejas cuando ni siquiera son perros pastores; otros, en su intento de hacerse notar, pierden la gracia que la diplomacia exige. Tú comprenderás mejor que nadie el teatro en el que me encuentro, pero debo admitir que no carece de su peculiar entretenimiento.
Obanai hizo una pausa, mojando la pluma en el tintero con la misma paciencia con la que un estratega mueve su próxima pieza. Sus ojos se posaron en la ventana, su reflejo atrapado en el cristal como si fuera otro hombre al otro lado de la jaula.
El príncipe Sanemi se ha mantenido ausente en más de una ocasión. No es un hombre que aprecie los convencionalismos ni la necesidad de este evento, pero su sombra es más presente que su propia figura. Un depredador no necesita mostrarse cuando todos a su alrededor ya tiemblan ante la idea de su presencia. En lo personal, no temo a los colmillos; lo que me preocupa es el hambre detrás de ellos.
Escribió con pulso firme, sin titubeos, pues no se permitía la duda ni en el lenguaje.
Nos veremos en el baile real dentro de tres días, si la fortuna me concede el privilegio de permanecer hasta entonces. Conociéndote, estarás radiante y con ese ímpetu que siempre arrastra a todos a su alrededor como una llama insaciable. No te preocupes por mí, hermano, pues no soy leña fácil de consumir.
Con respeto y sin esperanza,
Obanai Iguro.
Releyó la carta una última vez, asegurándose de que cada palabra transmitiera lo necesario sin levantar sospechas. No era el tipo de hombre que se permitía anhelar, pero si había alguien en este mundo que merecía conocer la verdad oculta entre líneas, era Kyojuro.
Dobló la carta con cuidado y la selló con el emblema de la Casa Rengoku. Luego, se levantó de su asiento y entregó el pergamino a su asistente personal, Tomioka, quien aguardaba en la penumbra sin pronunciar palabra.
—Que llegue a sus manos sin retraso.
Tomioka asintió con la misma discreción de siempre, tomando la carta sin hacer preguntas.
Obanai se quedó un instante más en silencio, contemplando la llama titilante de una vela.
Tres días.
Ese era el tiempo que tenía para decidir si saldría de aquí con el favor de los Shinazugawa... o si su destino sería más oscuro que la tinta con la que había escrito su última carta.
♰
Muichiro se encontraba en su habitación, con la espalda recargada contra la gran ventana que ofrecía una vista desoladora del horizonte gris. Desde allí, la fortaleza de los Shinazugawa se alzaba como una bestia dormida, devorando la luz de la luna con sus torres y muros de piedra. Era extraño cómo un lugar podía parecer al mismo tiempo imponente y marchito, como si su existencia misma estuviera marcada por el peso de una maldición.
El joven príncipe suspiró, observando su propio reflejo en el vidrio. La semejanza con su hermano era innegable; el mismo cabello azabache y los ojos que reflejaban la niebla de su tierra natal. Pero más allá de la apariencia, eran dos entidades completamente opuestas.
Yuichiro había nacido para el trono. La postura, la determinación, la habilidad con la política y el filo de una espada... todo lo que se esperaba de un heredero lo tenía él. Muichiro, en cambio, había sido un simple eco, una réplica sin propósito que sus padres no supieron dónde colocar. Y cuando la convocatoria de los Shinazugawa llegó, vieron su oportunidad.
"No necesitamos dos príncipes. No necesitamos dos sombras."
Así que allí estaba, vestido con ropajes finos que no le pertenecían, rodeado de rivales que peleaban por algo que a él le resultaba intrascendente. ¿Qué importaba a quién tomara Sanemi como consorte? ¿Qué importaba quién resultara ser el cordero más encantador o el más astuto? Al final, todos estaban allí por la misma razón: sus reinos los habían ofrecido en sacrificio.
Levantó una mano y la apoyó sobre el vidrio frío, su aliento empañando un pequeño círculo en la superficie.
—Si acaso esta existencia debe tener un propósito... —murmuró para sí mismo, con voz lánguida—, bien podría ser encontrar lo que acecha en la oscuridad.
Porque Muichiro no era tan ingenuo como para creer que este cortejo era un simple juego de alianzas. Había algo más. Algo que se escondía en las sombras de este castillo, en los ojos crueles de Sanemi y en los murmullos de los pasillos.
Si debía ser un sacrificio, entonces al menos se aseguraría de morir con respuestas.
♰
Tomioka caminaba con pasos firmes por los pasillos de piedra, su misión cumplida con la eficacia y discreción que se esperaba de él. La carta del príncipe Iguro ya estaba en manos de los emisarios del castillo, y su contenido, destinado a la única persona en el Reino Rengoku que merecía la confianza de su señor. Todo parecía en orden, hasta que un impacto repentino lo detuvo.
Un cuerpo más liviano había chocado contra su espalda, y el sonido de papeles deslizándose por el suelo le indicó que algo había caído en la colisión.
—Mil disculpas... —dijo una voz joven, impregnada de una sinceridad poco común entre los muros de este castillo.
Tomioka giró levemente la cabeza y vio al príncipe Kamado inclinado, recogiendo la carta que se le había escapado de las manos. La reconoció de inmediato como correspondencia privada, probablemente enviada desde su reino natal, un territorio donde la minería y la forja eran la sangre que alimentaba su economía.
—No ha sido más que un accidente, príncipe Kamado —respondió Tomioka, su voz tan imperturbable como siempre.
Sin embargo, su mirada se demoró un instante en los movimientos del joven príncipe. Sus dedos se cerraron con cierta desesperación alrededor del pergamino, como si en aquel pedazo de papel se hallara una respuesta que no deseaba compartir con nadie.
—Os notáis turbado —comentó Tomioka con la misma calma con la que analizaría el filo de una espada—. ¿Son malas nuevas?
Tanjiro alzó la vista, y sus ojos rojizos, tan cálidos como el cobre fundido, reflejaron una sombra de inquietud.
—No sabría decirlo aún... —respondió el príncipe con una sonrisa forzada—. Mi familia confía en que logre un propósito en estas tierras, mas no sé si el propósito es mío... o simplemente suyo.
Tomioka meditó esas palabras. Enviar a un príncipe heredero al corazón de un reino cuyas intenciones eran inciertas era una jugada osada, casi temeraria. En la lógica de las alianzas políticas, sacrificar a un hijo menor era comprensible, pero el Reino Kamado había enviado a su primogénito.
—¿Fuisteis vos quien pidió venir?
Tanjiro guardó la carta en el interior de su jubón con un suspiro contenido.
—¿Y si os dijese que sí? ¿Lo creeríais?
Tomioka lo observó en silencio por un momento antes de volver la vista al pasillo.
—No.
El príncipe soltó una risa breve, sin alegría, y se alzó de hombros.
—Entonces, no hay nada más que discutir.
Tomioka no insistió. Cualquier palabra de consuelo sería vana. En este castillo, la verdad se disfrazaba de conveniencia, y la esperanza era una moneda de poco valor. Sin embargo, mientras veía al príncipe Kamado alejarse, una sospecha se alojó en su mente:
Aquel muchacho no era un cordero cualquiera.
Tomioka observó la espalda del príncipe Kamado mientras este se alejaba por el pasillo tenuemente iluminado. Su andar tenía la firmeza de un heredero que conocía su deber, pero en su postura se dibujaba una tensión apenas perceptible, una carga invisible que, a ojos inexpertos, bien podría confundirse con mera preocupación. Mas Tomioka no era inexperto.
Durante años había aprendido a leer los gestos más sutiles, las palabras nunca dichas, los silencios que pesaban más que un pergamino repleto de promesas. El príncipe Kamado escondía algo, y en ese secreto quizás se hallaba la clave que su señor necesitaba para enfrentar este juego macabro en el que había sido arrojado.
Sin embargo, había algo más.
No era simple estrategia lo que lo empujaba a fijarse en aquel joven príncipe. No era solo el deseo de encontrar una grieta que pudiera ser explotada en favor de Iguro. Había algo en la sinceridad de su mirada, en la forma en que su voz no titubeaba a pesar de la duda, en la dignidad con la que soportaba el peso de su destino, que despertaba en Tomioka un interés distinto.
Peligroso.
No porque fuese inoportuno, sino porque era inesperado.
Tomioka no solía desviarse de su propósito. Su existencia giraba en torno a servir a su príncipe, asegurarse de que Iguro no terminara devorado por las fauces de Sanemi Shinazugawa o, peor aún, por las exigencias de su propia familia. Cada acción suya estaba calculada para ese fin. No había cabida para distracciones.
Pero el príncipe Kamado...
¿Qué era exactamente lo que lo hacía tan difícil de ignorar?
Por ahora, Tomioka decidió que la mejor forma de obtener respuestas era acercándose más a él. No como espía, no como adversario, sino como una sombra paciente, aguardando el momento adecuado para comprender qué era lo que aquel muchacho escondía tras su sonrisa incorruptible.
Si aquel interés resultaba ser solo una estrategia, entonces que así fuera.
Si no lo era... bueno, eso era un problema para otro día.
Continuará...
TNoel: Espero que esten disfrutando éste cuento engorroso, poco a poco, los hilos de cada pretendiente se van tejiendo. 🐍🍃
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