Capítulo [11]
Tomioka Giyuu no creía en el destino.
No en la manera en que los poetas lo describían con sus versos empalagosos, no en la manera en que los profetas lo proclamaban con voces resonantes en los templos.
El destino era solo la excusa de los débiles.
Y sin embargo, allí estaba.
De pie en uno de los pasillos menos transitados del castillo Shinazugawa, observando a un príncipe que, por todos los medios, no debería estar a solas en un lugar como ese.
Kamado Tanjiro.
El cordero más tierno del rebaño.
Apenas iluminado por la luz temblorosa de un candelabro, su silueta parecía la de un hombre fuera de su tiempo. No tenía la arrogancia de los otros pretendientes ni la sumisión servil de quienes temían a Sanemi.
Había algo en sus ojos.
Algo más.
Tomioka avanzó, su sombra proyectándose sobre el mármol pulido del suelo.
—¿Os habéis perdido, alteza? —preguntó con la misma voz impasible con la que habría anunciado la llegada de una tormenta.
Tanjiro giró con una sorpresa apenas disimulada.
No respondió de inmediato.
Lo estudió.
Interesante.
Los príncipes de la nobleza solían tener dos reacciones cuando se veían enfrentados a la presencia de Tomioka Giyuu: miedo o desprecio.
Pero Kamado Tanjiro no mostró ninguna de las dos.
—No. —Su respuesta fue directa, sin titubeos. Un hombre que sabe lo que dice.
Tomioka ladeó ligeramente la cabeza, evaluando.
—Deambular sin compañía en esta corte es un error. —El consejo era apenas un susurro entre las sombras.
—¿Incluso cuando la compañía puede ser más peligrosa que la soledad?
Oh.
No era un cordero tan inocente, después de todo.
La llama de una vela parpadeó entre ellos, lanzando sombras largas sobre las paredes de piedra.
—¿Sois consciente de dónde os halláis, alteza? —La pregunta tenía el filo de una daga oculta en un guante de terciopelo.
Tanjiro mantuvo su postura, aunque Tomioka no se perdió el sutil endurecimiento en su expresión.
—Tan consciente como cualquiera de nosotros.
Mentira.
Los otros pretendientes no eran conscientes de nada.
Ellos aún creían que estaban en una competición política. Que lo único que perderían sería su dignidad si no lograban captar la atención de Sanemi.
Pero este hombre...
Este hombre sabía que su vida misma estaba en juego.
Tomioka sintió un destello de reconocimiento.
No simpatía, nunca simpatía.
Pero sí un vago respeto por alguien que entendía la naturaleza de la caza.
—Si sabéis lo que ocurre en esta corte, entonces sabréis que vuestra supervivencia depende de vuestro silencio. —Sus palabras eran una advertencia, no una amenaza.
—Y aún así habláis conmigo.
Una media sonrisa se formó en los labios de Tanjiro.
Ah, así que había un poco de veneno en él.
No suficiente para ser un peligro real, pero lo suficiente para hacerlo interesante.
Tomioka inclinó apenas la cabeza, como si aceptara el golpe con cierta diversión oculta.
—Tal vez pienso que podríais hacer uso de un consejo.
Tanjiro alzó una ceja.
—¿Y cuál sería ese consejo, caballero?
La voz de Tomioka bajó un tono, volviéndose casi un susurro que se deslizó entre ellos como una corriente fría en la noche.
—Corre.
Los ojos de Tanjiro se abrieron ligeramente, pero no en sorpresa.
No, en comprensión.
Sabía.
Sabía que ninguno de ellos saldría de esta caza indemne.
Pero en la fiera determinación que ardía en su mirada, Tomioka vio algo más.
Kamado Tanjiro no iba a correr.
No aún.
Y tal vez, solo tal vez, eso lo condenaría.
♰
Obanai Iguro no estaba acostumbrado a las flores.
En su mundo, todo estaba hecho de acero, sombras y veneno.
Pero allí estaba ella, como un respiro de primavera en medio del fétido aire de la corte Shinazugawa.
Kanroji Mitsuri.
Era imposible ignorarla, incluso si lo intentaba.
Su vestido, de un rosa delicado con bordados dorados, parecía brillar bajo la luz de los candelabros. Pero no era el color lo que lo irritaba, sino la manera en que se movía.
Ligera. Segura. Confiada.
Como si no tuviera idea de dónde estaba realmente.
Obanai observó cómo tomaba un respiro profundo, cerrando los ojos por un breve instante. ¿Rezaba? ¿Se encomendaba a algún dios?
Cuando los abrió de nuevo, sus pupilas brillaban con una resolución que no esperaba ver en alguien como ella.
—¿A qué se debe esa expresión tan fúnebre, príncipe Iguro? —preguntó con un tono tan ligero que rozaba lo descarado.
Obanai le dirigió una mirada afilada.
—Es el único rostro que tengo, alteza.
Ella sonrió, y eso lo desconcertó más de lo que admitiría.
—Una pena. Creo que os sentaría bien un poco de alivio.
Él entrecerró los ojos.
—El alivio es un lujo.
Kanroji inclinó la cabeza, sus rizos cayendo en cascada sobre su hombro.
—¿Y el deber?
—Una cadena.
—¿El amor?
—Una debilidad.
Ella soltó una risa suave, sin burla, sin malicia. Como si viera algo en él que nadie más veía.
Obanai sintió un extraño malestar en su pecho.
—¿Y vos, princesa? —preguntó con un filo oculto en la voz. —¿Qué buscáis en esta caza?
Kanroji Mitsuri no era una ilusa.
Sabía que esta cacería no era un simple juego de alianzas.
Sabía que, detrás de la sonrisa encantadora del príncipe Sanemi, había colmillos afilados.
Pero aún así estaba allí.
—Busco demostrar que la fuerza no siempre reside en la brutalidad.
Obanai alzó una ceja, escéptico.
—Eso es una creencia peligrosa en esta corte.
—Tal vez. —Ella dio un paso más cerca. Demasiado cerca. —Pero no por ello deja de ser cierta.
Obanai la miró con atención.
Había algo en ella que lo inquietaba. No ingenuidad. No fragilidad. Algo más.
Voluntad.
No de la que grita y exige ser reconocida.
Sino de la que persiste en silencio.
Kanroji Mitsuri era una flor. Pero no una que el viento pudiera quebrar con facilidad.
Obanai exhaló, desviando la mirada.
—Espero que vuestra fe en la bondad no os ciegue cuando el lobo decida probar su primer bocado.
—Tal vez, príncipe Iguro... —Ella sonrió con suavidad. —Tal vez el lobo no sepa aún que es capaz de sentir algo más que hambre.
Y con esa última frase, lo dejó solo en la penumbra del pasillo.
Mitsuri cerró la puerta de su habitación con suavidad, pero la pesada sensación en su pecho no desapareció.
El resplandor de los candelabros dorados no era suficiente para calentar la frialdad de sus pensamientos.
Se acercó al tocador, sus dedos acariciando la madera pulida, y observó su reflejo en el espejo.
El rostro de la devoción. El rostro de la obediencia.
Los colores suaves de sus vestiduras contrastaban con la oscuridad de su situación. Una flor en un jarrón roto.
Soltó un suspiro tembloroso y se sentó sobre la silla acolchonada, dejando caer la cabeza entre sus manos.
Era fácil para alguien como Iguro despreciar este juego. Él no tenía nada que perder.
Ella, en cambio, lo perdería todo si fracasaba.
Su reino estaba al borde del colapso.
Los impuestos eran insostenibles, las cosechas insuficientes. Los plebeyos empezaban a murmurar sobre rebelión, y su padre, el rey, lo había dejado claro:
—Tu deber es casarte con el príncipe Shinazugawa. Si fallas, nuestra casa caerá en la miseria.
Así que allí estaba ella.
No por amor.
No por deseo.
Sino por la desesperación de una hija que cargaba sobre sus hombros el peso de un reino entero.
Cerró los ojos. Un instante de debilidad.
Su madre solía decir que su mayor virtud era su fortaleza.
—Las mujeres fuertes no lloran, Mitsuri. Las mujeres fuertes sonríen.
Así que sonrió.
Aún si su futuro dependía de complacer a un príncipe que devoraba a sus pretendientes con la misma facilidad con la que una bestia engulle carne.
Se puso de pie, retirando con delicadeza los adornos de su cabello, dejando que sus largos rizos rosados cayeran sobre sus hombros.
No importaba el peligro.
No importaba el hambre en los ojos de Sanemi.
Había aprendido que en este mundo solo existían dos opciones: ser devorada... o sobrevivir.
Y si para salvar su reino debía enfrentarse al lobo, entonces no tenía otra opción más que danzar con él.
Mitsuri miró fijamente su reflejo en el espejo. Sus labios estaban ligeramente entreabiertos, como si quisiera decir algo, pero ninguna palabra encontraba su camino fuera de su garganta.
Los rizos rosados enmarcaban su rostro con dulzura, pero ella no se sentía dulce. Se sentía vacía.
Levantó la mano, acariciando el frío cristal, como si esperara que su reflejo pudiera responderle algo que su corazón se negaba a aceptar.
Antes del anuncio del cortejo con los Shinazugawa, había conocido a alguien.
Un joven marqués de risa fácil y palabras amables.
Alguien que no la miraba como una moneda de cambio, sino como una mujer de carne y hueso.
Alguien que la amaba.
Apretó los labios.
No era amor. No podía serlo.
Porque el amor no se abandona.
El amor no se sacrifica en el altar del deber.
Si realmente lo había amado, entonces su resolución jamás habría flaqueado. Pero aquí estaba, sentada en la lujosa habitación de un castillo extraño, preparándose para seducir a un príncipe del que solo se hablaba en susurros temerosos.
El marqués... Su recuerdo se desvanecía con cada segundo que pasaba en este juego. Como una llama débil consumida por el viento.
—Ya no importa... —susurró, cerrando los ojos.
Él estaba en su pasado.
Sanemi Shinazugawa era su futuro.
Y el amor...
El amor no tenía cabida en la vida de una mujer que debía salvar su reino.
Continuará...
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