Capítulo [10]
Genya caminaba con la precisión de un escriba al filo de la medianoche, repasando mentalmente las notas que había tomado sobre cada candidato. Había requisitos. Algunos explícitos, otros apenas susurrados entre líneas, y unos pocos que solo podían entenderse si uno conocía la mente de Sanemi.
Belleza era un criterio arbitrario. Había hombres y mujeres más hermosos que cualquiera de los pretendientes aquí reunidos, pero su hermano no buscaba belleza insulsa ni rostros complacientes.
Templanza. Ese era el verdadero examen.
El pretendiente elegido debía ser alguien capaz de resistir, de mantenerse en pie aún cuando la tormenta amenazara con arrancarlo de su sitio. Alguien con una fortaleza lo suficientemente tentadora como para despertar el hambre de Sanemi, pero no tan quebradiza como para volverse una presa demasiado fácil.
Aquel que se desmoronara sin lucha sería... descartado.
Genya detuvo sus pensamientos al sentir el golpe de un hombro contra el suyo. Un perfume ligero, un roce apenas perceptible de telas finas contra su uniforme.
Levantó la vista.
Tokito Muichiro.
El príncipe de su propia nación, un joven que aún no había perdido del todo la suavidad infantil en sus facciones, pero que cargaba con una mirada más antigua de lo que su edad sugería.
—Mis disculpas —dijo Muichiro con la voz etérea de alguien que no espera disculpas a cambio.
—Nada de lo que disculparse, alteza —respondió Genya, recuperando la compostura con rapidez.
Muichiro inclinó la cabeza levemente, sus ojos recorriendo a Genya como si estuviera valorándolo, midiendo su presencia con la misma calma con la que uno estudia la marea antes de decidir si sumergirse o no.
Era peligroso.
No porque Muichiro representara una amenaza, sino porque Genya había olvidado lo que era sentirse observado sin ser visto como un sirviente.
Se forzó a apartar la mirada.
Aquellos pretendientes pertenecían a Sanemi.
Eran suyos.
Sus presas, su banquete.
Y sin embargo, no pudo evitar notar cuán apetecible se veía el cuello del príncipe Muichiro bajo la tenue luz de los candelabros.
Delicado, pero fuerte. Pálido, pero con la sangre latente, esperando ser derramada con el más mínimo mordisco.
Genya se tragó en seco su propia sed.
Debía contenerse.
O el príncipe Tokito terminaría como el sexto candidato.
♰
Obanai Iguro no era un hombre de pasos erráticos. Cada movimiento suyo era calculado, cada pausa en su andar servía a un propósito. Pero esta noche era distinta.
El aire del castillo Shinazugawa pesaba más de lo que había anticipado. No como una carga, sino como un manto de presencias invisibles, de historias escritas con sangre y destinos sellados con pactos que nadie osaba nombrar.
Sanemi no era un príncipe común.
Tampoco lo era él.
Mientras se alejaba del salón, las sombras de los pasillos se estiraban como si quisieran susurrarle secretos. Pero Obanai no necesitaba advertencias. Sabía que estaba en el centro de una cacería.
Sanemi le había hecho preguntas que ningún otro candidato había recibido.
Había sido escrutado con un interés que oscilaba entre la burla y la curiosidad. Como un depredador tanteando la resistencia de su presa antes de decidir si vale la pena el esfuerzo.
Obanai exhaló con calma. Si Sanemi pensaba que él caería en ese juego, se llevaría una sorpresa.
—No deberíais deambular solos por este castillo —la voz de Tomioka interrumpió sus pensamientos.
Obanai giró apenas el rostro. Su asistente y guardia personal se mantenía unos pasos atrás, su expresión neutra, pero con esa severidad silenciosa que solo él sabía transmitir.
—Si no os conociera tan bien, diría que estáis preocupado —murmuró Obanai con un destello de ironía.
—No es preocupación —respondió Tomioka, sin perder la compostura—. Es prudencia.
Obanai sonrió de lado.
—¿Prudencia para qué? ¿Para evitar que me extravíe y termine siendo el séptimo candidato en desaparecer?
Tomioka no respondió de inmediato. El silencio que le siguió fue suficiente para confirmar que la posibilidad no era una exageración.
Obanai chasqueó la lengua.
—¿Habéis notado algo inusual?
—Más de lo que se admite en voz alta —dijo Tomioka con franqueza—. El sexto candidato no dejó este castillo por voluntad propia, y el quinto es lo bastante insensato como para regocijarse de ello.
—Hashibira... —musitó Obanai con una leve mueca.
—Y el príncipe Kamado... —añadió Tomioka, su tono apenas cambiando—. No sé si ha venido a cazar o a huir.
Obanai entrecerró los ojos.
—¿Y Tokito?
Tomioka hizo una pausa.
—El príncipe Genya parece más interesado en él de lo que debería.
Obanai alzó una ceja.
—Eso sí que es un juego peligroso.
—Todos lo son aquí.
Obanai soltó un leve suspiro.
—Mejor que así sea.
Tomioka frunció el ceño.
—Mi señor...
Obanai se giró del todo para mirarlo.
—Sabéis tan bien como yo que esta cacería no es lo que parece.
—Eso no la hace menos letal —Tomioka sostuvo su mirada—. Y vos, mi príncipe, habéis llamado la atención del lobo más hambriento.
Obanai esbozó una leve sonrisa.
—Si es un lobo lo que espera, entonces lo que encontrará lo sorprenderá.
Y con ese murmullo enigmático, Obanai retomó su andar.
Tomioka se quedó en su sitio por un momento más, observando la silueta de su príncipe perderse en los pasillos oscuros.
Había servido a Obanai toda su vida. Sabía que no era un cordero en el matadero.
Pero esta vez, temía que incluso las serpientes podían ser devoradas si subestimaban a la bestia equivocada.
♰
Sanemi Shinazugawa no era un hombre de sutilezas. Nunca lo había sido, y nunca lo sería.
El aroma seguía ahí.
Fresco. Persistente.
Aún después de que la lluvia hubiera lavado la piedra, después de que los sirvientes hubieran restregado los últimos vestigios, después de que los corderos del baile hubieran fingido que nada había sucedido...
El olor seguía ahí.
Sanemi estaba apoyado contra la barandilla, sus ojos plateados recorriendo el suelo donde, apenas unas noches atrás, el cuerpo de Kanae había yacido sin vida.
Había sido tan dulce.
No en el sentido romántico o poético con el que los idiotas cantaban sobre el amor en los salones. No.
La dulzura de Kanae había sido su condena.
Demasiado blanda.
Demasiado dócil.
No había habido fuerza en su carne, nada que lo hiciera dudar siquiera un instante en tomar lo que era suyo. Había sido un desperdicio.
Relamió sus labios, sintiendo el eco de aquel último aliento en su lengua.
Esperaba que el siguiente fuera más entretenido.
Se apartó de la barandilla con una perezosa indiferencia, dejando que la brisa nocturna se llevara los rastros de su nostalgia efímera.
El juego apenas había comenzado.
Y sus nuevas piezas estaban esperando.
Había visto a los pretendientes, uno a uno. Evaluados como se evalúa el ganado en el mercado, aunque con un poco más de paciencia.
La mayoría no valía el esfuerzo.
Kamado era una criatura irritantemente buena. Su virtud era casi enfermiza, como una flor que se niega a marchitarse incluso en la tierra más podrida. Sanemi aún no decidía si le provocaba asco o simple diversión.
Hashibira tenía la arrogancia de un animal salvaje que aún no sabe que está enjaulado. Caería rápido.
Kanroji... demasiado fácil de romper. Una muñeca de porcelana esperando a ser resquebrajada entre sus dedos.
Tokito tenía algo interesante, un desinterés que no era ignorancia sino cálculo. No era el tipo de cordero que se deja llevar sin más.
Y luego estaba él.
Obanai Iguro.
Sanemi había visto hombres escondiendo dagas entre sonrisas. Había visto príncipes con veneno en la lengua y emperadores con la mirada de serpientes hambrientas.
Pero Iguro no sonreía.
No coqueteaba, no intentaba deslumbrar, no rogaba por la atención de su futuro esposo.
Él esperaba.
Observaba.
Como si este banquete no fuera un sacrificio, sino una oportunidad.
Sanemi sonrió para sí mismo.
Quizás, después de todo, este juego no sería aburrido.
Quizás, esta vez, su presa no sería solo carne.
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro