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Capítulo [1]

Reino Shinazugawa

El cuerpo de Kanae yacía inerte contra el frío adoquinado, su piel perlada por la lluvia, su sangre deslizándose como hilos escarlata que se diluían en los charcos formados por la tormenta.

Desde lo alto del balcón, bajo la brumosa penumbra de la noche, Sanemi Shinazugawa observaba su obra con una expresión impasible. La caída habría sido suficiente para segar cualquier vida, pero él sabía mejor que nadie que el último suspiro de Kanae no se lo había arrebatado el suelo.

Lentamente, llevó la lengua a sus labios, relamiendo el último vestigio del calor que alguna vez habitó en el cuerpo de la joven. Un susurro apenas audible se deslizó entre sus pensamientos: hambre. No la de un hombre común, sino una voracidad insondable, un apetito que no podía ser saciado con manjares ordinarios. Su búsqueda no había hecho más que comenzar.

En los salones del castillo, los heraldos ya anunciaban la gran noticia: un baile se celebraría en honor al príncipe Sanemi Shinazugawa. La corte entera, los reinos vecinos, incluso aquellos que se consideraban demasiado distantes para involucrarse en los juegos políticos de la nobleza, se agitaban con expectación. Un heredero debía encontrar a su prometido o prometida, y la elección recaería en aquel a quien Sanemi considerase digno.

Reino Rengoku

A varias leguas de distancia, entre los muros bañados en oro del Reino Rengoku, la reina Ruka contemplaba su reflejo en el cristal de la ventana. Más allá, el crepúsculo extendía sus últimos resquicios de luz sobre las torres del castillo. Su mirada, serena como el oleaje antes de la tormenta, no reflejaba el menor indicio de duda.

—No se discute, Obanai. Te presentarás en ese baile.

Obanai permaneció de pie ante ella, con la espalda rígida, los labios presionados en una línea de desagrado. Su túnica bordada en filigranas de marfil, aunque propia de su estatus, le pesaba como si fuese una cadena al cuello.

—Debo suponer que mi opinión carece de valor —respondió con la sequedad de quien ya conoce la respuesta, pero aún así se permite desafiarla.

Ruka giró con la elegancia de una hoja flotando en el agua.

—Tu opinión es un lujo que no puedes permitirte.

Obanai sintió los dedos de la frustración enredarse en su garganta, pero no replicó. Desde el momento en que fue acogido por la familia Rengoku, había comprendido que su destino no sería decidido por sí mismo. No obstante, aquello era demasiado. Presentarse como un pretendiente más en una feria de carne para un hombre como Sanemi Shinazugawa era, cuanto menos, una sentencia de muerte pintada con los colores de la diplomacia.

—Si insistes en arrojarme a un campo de lobos, madre, al menos permíteme llevar un cuchillo entre las costuras de mi atuendo.

Ruka sonrió, aunque no había ternura en el gesto.

—No necesitarás un cuchillo, Obanai. Lo que se requiere de ti es algo mucho más afilado.

Él la miró con el ceño fruncido.

—¿Y qué podría ser más afilado que el acero?

—Tu encanto, por supuesto.

La respuesta era una burla, aunque pronunciada con la suavidad de una caricia.

Obanai no pudo evitar soltar una carcajada seca.

—En tal caso, mejor llévame al verdugo de inmediato. Será un ahorro de tiempo para ambos.

Pero Ruka no se inmutó. Se acercó a él y deslizó los dedos bajo su mentón, obligándolo a mirarla.

—Obanai, mi querido niño, no deseo verte caer. Por eso, harás exactamente lo que te pido. Harás que Sanemi Shinazugawa te elija.

El joven sintió un escalofrío recorrer su espalda. No era miedo lo que lo embargaba, sino la certeza de que su vida estaba a punto de convertirse en un tablero de juego en el que él no tenía más opción que moverse según la voluntad de la reina.

Y en ese juego, las piezas que caían rara vez volvían a levantarse.

...

El reflejo de Obanai en el espejo de plata era una burla cruel, una imagen vacía vestida con el disfraz de un príncipe. Los sirvientes trabajaban en su atuendo con la precisión de quienes visten a un cadáver para su velorio.

La seda oscura, adornada con pedrería resplandeciente, ceñía su figura con tal fuerza que apenas podía respirar, como si el destino mismo intentara sofocar cualquier vestigio de resistencia.

Su cabello, largo como la medianoche, fue recogido con esmero, exponiendo su rostro de rasgos afilados y esos ojos extraños, ámbar y verde, que a muchos les inquietaban.

Estaba listo. Listo para ser conducido como un cordero entre los demás "afortunados", una ofrenda más al altar de los Shinazugawa. La idea lo enfermaba.

Su destino siempre le había parecido claro: algún noble de rango decente, una vida de obligaciones menores y la sombra de su hermano Kyojuro protegiéndolo de las cargas del reino. Nunca habría anhelado más que eso. Pero el anuncio del baile lo había cambiado todo. En un abrir y cerrar de ojos, había dejado de ser un príncipe de segunda línea para convertirse en una pieza clave en el tablero de Ruka Rengoku.

Una pieza sacrificable.

La voz amortiguada de los sirvientes lo rodeaba, zumbando en sus oídos como un eco lejano. Eran manos ajenas las que lo vestían, las que ataban, ajustaban, perfumaban. Como si prepararan un muñeco de porcelana, un adorno perfecto para atraer la mirada de un monstruo.

Sanemi Shinazugawa.

Obanai había escuchado lo suficiente. No eran rumores susurrados en los pasillos ni cuentos de las amas de llaves para asustar a los niños. No, lo que se decía del príncipe heredero de los Shinazugawa era real. Un hombre envuelto en sombras, con una sonrisa que prometía muerte y unos ojos que jamás reflejaban piedad.

El solo pensamiento de que su vida estaba en manos de aquel ser lo hacía sentir náuseas.

Pero si había algo que lo reconfortaba—y solo un poco—era que su hermano menor, Senjuro, jamás tendría que enfrentarse a este destino. Obanai lo había visto aquella mañana, aún vestido con su túnica de algodón, los rizos dorados cayendo sobre su frente mientras leía en el jardín sin una sola preocupación en su rostro. Una vida tranquila. Una vida segura.

Una vida que él no tendría.

Un sirviente ajustó por última vez el broche de su cuello y se apartó con una reverencia.

—Está listo, su alteza.

Listo. Qué cruel ironía.

Obanai no respondió. Se limitó a observar su reflejo una vez más y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que ese espejo lo devolviera con la misma mirada vacía, pero con la vida completamente arrancada de sus ojos.

Los golpes suaves en la puerta resonaron como un presagio, un recordatorio ineludible de que la hora había llegado. El viaje hacia las tierras de los Shinazugawa se extendería por días, pero antes de partir, Obanai debía compartir una última cena con la familia real. Un banquete donde no habría festejo, sino palabras envueltas en seda, ocultando la afilada verdad de su sacrificio.

Fue Giyuu Tomioka, su asistente y hombre de confianza, quien lo condujo a través de los pasillos hasta el comedor principal. La presencia de Giyuu siempre había sido un bálsamo en su existencia, un remanso de calma en medio del mar embravecido que era la corte.

Obanai estaba acostumbrado a sus silencios; jamás requería de palabras para entenderse con él. Pero aquella noche, en el tenue resplandor de las antorchas, los ojos azul profundo de su protector parecían hablar más de lo habitual. No con órdenes, ni con súplicas, sino con algo más sutil y valioso: consuelo.

Un consuelo que su propia familia le había negado en favor de un bien mayor.

El comedor estaba iluminado con la calidez de los candelabros, la mesa rebosante de manjares cuidadosamente preparados. La apariencia de opulencia no era más que una farsa, un decorado para encubrir el verdadero propósito de la reunión.

—Nuestro reino prosperará gracias a este vínculo —declaró Ruka, su voz tan serena como la superficie de un lago en calma—. Es un honor que hayas sido elegido para tan noble cometido.

Obanai no respondió de inmediato. Clavó la mirada en su copa de vino, observando cómo el reflejo de las llamas danzaba en el líquido carmesí. Un honor, decían. Ser entregado como una ficha en el juego de alianzas, como un cordero engalanado para la ofrenda, ¿eso era honor?

—El deber de un Rengoku es servir con firmeza y pasión —agregó Kyojuro, con la convicción de un hombre que jamás dudaría en lanzarse al fuego si con ello aseguraba la gloria de su casa.

Obanai no dudaba de su hermano. No podía despreciar la fe inquebrantable que tenía en su linaje. Pero él no era Kyojuro, y esa convicción no era suya.

—Es un sacrificio necesario —continuó la reina, observándolo con la paciencia de quien espera que un niño acepte una verdad inalterable—. Debes recordar que fallar no es una opción.

El peso de esas palabras se abatió sobre Obanai como un manto de plomo. No había espacio para el error. Debía cautivar a un hombre que jamás había visto, cuyo nombre evocaba más temor que respeto. Debía asegurar un futuro brillante para el Reino Rengoku a costa de su propia vida, de su propia alma.

—Entiendo —susurró finalmente, sin levantar la mirada.

El rey, sentado en la cabecera, permanecía en un silencio pétreo. No se había opuesto, pero tampoco ofrecía palabras de consuelo. Su aceptación era tácita, resignada, la de un soberano que sabe que, en el juego del poder, siempre hay piezas que deben sacrificarse.

A un lado de Kyojuro, el pequeño Senjuro observaba la escena con una confusión que solo la infancia podía permitirse. Su mente aún no comprendía el peso real de aquella decisión, la condena disfrazada de deber que recaía sobre Obanai.

El sonido de los cubiertos rozando la porcelana llenó el aire por unos instantes, y en ese murmullo de vajilla y bocados, Obanai se permitió un respiro. Un último momento de tranquilidad antes de abandonar el único hogar que conocía.

Pero ni siquiera el vino más dulce podía borrar el amargor que se instalaba en su lengua.


Continuará...

TNoel: Publicaciones lentas, en la medida que mi ansiedad lo permita, deseaba publicar éste libro cuando terminara "No soy su Mamá". A la vista está que no me aguanté.

Dialecto de la época, España en el siglo XVII, se notará más en los capítulos siguientes, espero sea de su interés.

Deseo que la lectura sea digna de su agrado.

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