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Capítulo 9: Bajo la piel

Los días que siguieron a aquella noche fueron un verdadero infierno para ambos. La tensión entre Sanemi y Obanai era tan densa que parecía llenar cada rincón de la secundaria Kimetsu.

Sanemi, más irritable de lo habitual, reprendía a los estudiantes por cualquier nimiedad, mientras su mandíbula se tensaba cada vez que veía pasar a Obanai, quien, por su parte, evitaba cualquier contacto visual y se refugiaba en su laboratorio durante los descansos.

—¿Qué pasa con ellos? —susurró Mitsuri un día durante el almuerzo, mirando cómo Obanai se sentaba al extremo opuesto del salón, ignorando por completo a Sanemi, quien apenas tocaba su comida.

—Probablemente se pelearon por algo estúpido —aventuró Uzui, encogiéndose de hombros. Aunque una sonrisa maliciosa asomaba en sus labios; había notado ciertas miradas furtivas entre ambos que sugerían que el problema iba más allá de una simple diferencia de opiniones.

Tomioka, siempre observador, se limitó a masticar en silencio, pero incluso él percibía que la atmósfera era inusual.

La indiferencia entre los dos no hacía más que alimentar las sospechas de quienes los rodeaban. Cada interacción, aunque breve y forzada, parecía estar cargada de emociones reprimidas. Cuando Sanemi se encontraba con Obanai en el pasillo, el aire se electrificaba, y ninguno podía evitar que sus miradas chocaran por un instante antes de apartarse con brusquedad.

Sin embargo, ambos sabían la verdad: no se habían olvidado. Por más que intentaran convencerse de lo contrario, sus cuerpos y mentes seguían anhelándose, y esa necesidad los estaba consumiendo.

Una tarde, Sanemi finalmente estalló. Había pasado todo el día intentando concentrarse en sus clases, pero los recuerdos de Obanai no lo dejaban en paz. Cuando lo vio cruzar el patio en dirección al laboratorio, algo dentro de él se rompió.

Dejó a medias su conversación con Tomioka y caminó a paso firme hacia Obanai, ignorando las miradas curiosas de algunos estudiantes.

—Iguro —lo llamó, su tono cortante, deteniéndolo justo antes de que entrara al laboratorio.

Obanai se giró lentamente, su rostro impasible, pero sus ojos brillaban con una mezcla de molestia y algo más que no podía ocultar.

—¿Qué quieres, Shinazugawa? Estoy ocupado.

Sanemi dio un paso más cerca, acortando la distancia entre ellos.

—Necesitamos hablar. Ahora.

Obanai lo miró con desconfianza, pero finalmente asintió con un leve movimiento de cabeza. Sin decir una palabra, entraron al laboratorio, cerrando la puerta detrás de ellos.

El silencio que siguió fue abrumador. Sanemi cruzó los brazos, intentando encontrar las palabras, mientras Obanai lo observaba con una expresión fría, como si estuviera construyendo un muro entre ellos.

—¿Vas a quedarte ahí callado? —espetó Obanai finalmente, rompiendo la tensión.

Sanemi lo fulminó con la mirada.

—¿Qué demonios estamos haciendo, Iguro?

Obanai arqueó una ceja, fingiendo indiferencia.

—No sé de qué hablas.

Sanemi dio un paso hacia él, su voz bajando hasta convertirse en un gruñido.

—No me vengas con eso. Sabes perfectamente de qué hablo.

Obanai apretó los labios, desviando la mirada por un momento antes de responder.

—No tiene sentido hablar de esto. Lo que pasó fue un error, y deberíamos dejarlo atrás.

—¿Un error? —Sanemi soltó una risa amarga, acercándose aún más. Ahora apenas había un paso entre ellos—. Si fuera solo un error, no estaríamos así. No estarías huyendo como si te quemaras cada vez que estoy cerca.

Obanai lo miró fijamente, su máscara de indiferencia empezando a resquebrajarse.

—¿Qué quieres que diga, Sanemi? ¿Que no puedo sacarte de mi cabeza? ¿Que cada vez que te veo, todo en mí grita por volver a esa maldita noche?

Sanemi se quedó en silencio, sorprendido por la confesión. Pero antes de que pudiera responder, Obanai continuó:

—Esto no puede seguir así. Nos estamos volviendo locos, y si no hacemos algo, va a destruirnos.

Sanemi lo observó por un largo momento, su respiración pesada. Finalmente, dio un paso más, hasta que sus cuerpos casi se tocaron.

—Entonces, dime qué hacer para apagar esto.

El silencio que siguió fue ensordecedor, y ambos sabían que estaban al borde de un precipicio. 

El sonido de la cerradura girando resonó en el laboratorio, sellando el espacio del mundo exterior. Obanai lo miró fijamente, su respiración ya acelerada por la cercanía de Sanemi, mientras guardaba la llave en el bolsillo de su bata. Sanemi, sin perder tiempo, entendió perfectamente lo que aquello significaba.

Con una fuerza controlada, tomó a Obanai por los muslos, alzándolo con facilidad y llevándolo hacia una de las mesas del laboratorio. En el camino, empujó sin cuidado algunos objetos al suelo: tubos de ensayo, frascos y papeles, que cayeron en un estrépito amortiguado mientras Obanai se recostaba contra la fría superficie metálica.

—Eres un maldito problema, Iguro —gruñó Sanemi, inclinándose sobre él, sus labios a centímetros de los de Obanai, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y frustración.

—Entonces resuélveme rápido —respondió Obanai, su tono un desafío, mientras lo agarraba por el cuello de la camisa y tiraba de él para besarlo.

El beso fue todo menos contenido, una explosión de lujuria acumulada que no podía esperar más. Sus labios chocaron con fuerza, y las manos de Sanemi se movieron con rapidez, explorando cada rincón del cuerpo de Obanai como si tratara de memorizarlo nuevamente. Obanai no se quedó atrás, sus dedos aferrándose a los hombros de Sanemi, atrayéndolo más cerca mientras sus respiraciones se mezclaban en un ritmo frenético.

El tiempo parecía haberse detenido dentro de ese laboratorio. La moralidad, el riesgo, las consecuencias... todo quedó fuera de esa puerta cerrada. Solo existía el calor de sus cuerpos y el sonido entrecortado de sus jadeos.

Sanemi deslizó una mano bajo la bata de Obanai, deshaciéndose con rapidez de las prendas que le estorbaban. El metal frío de la mesa contrastó con el calor que irradiaban sus cuerpos, arrancando un leve jadeo de Obanai, que cubrió su boca con la mano, recordando la necesidad de silencio.

—Callado, Iguro —susurró Sanemi con una sonrisa torcida, bajando su voz hasta convertirla en un ronroneo—. A menos que quieras que alguien venga a ver qué está pasando.

Obanai lo fulminó con la mirada, pero la furia de sus ojos no coincidía con el temblor de su cuerpo al sentir las caricias de Sanemi. Mordió su labio para contener un gemido, pero el temblor de sus manos traicionaba su intento de autocontrol.

Cada movimiento era rápido, preciso, como si ambos supieran que no podían permitirse alargar el momento. Sus cuerpos encajaban como si estuvieran diseñados para encontrarse de esa manera, y con cada roce, con cada susurro ahogado, la tensión reprimida finalmente encontró su liberación.

Cuando todo terminó, ambos se quedaron en silencio, respirando con dificultad mientras el eco de su encuentro aún resonaba en el aire del laboratorio. Sanemi, todavía inclinado sobre Obanai, lo miró a los ojos, buscando algo que no podía nombrar.

—Esto no arregla nada —dijo finalmente Obanai, su voz apenas un murmullo mientras trataba de recomponerse, sus dedos ajustando torpemente su ropa.

Sanemi asintió, apartándose para darle espacio, aunque no podía negar que algo dentro de él se sentía extrañamente aliviado.

—No, pero ayuda a soportarlo —respondió con un tono que no dejaba claro si hablaba en serio o no.

Obanai bajó de la mesa, recogiendo algunos de los objetos caídos en el proceso. Cuando finalmente volvió a mirarlo, sus ojos estaban más serenos, aunque aún quedaban rastros de la tormenta que acababa de desatarse entre ellos.

—Si alguien nos descubre...

—Nadie lo hará —interrumpió Sanemi, dándole una mirada firme antes de abrir la puerta del laboratorio con cuidado—. Solo mantén esa boca cerrada.

Obanai no respondió, pero la forma en que apretó los labios dejó claro que estaba considerando las palabras de Sanemi.

Cuando ambos salieron del laboratorio, se aseguraron de tomar caminos opuestos, sus expresiones serias y calculadoras. Sin embargo, la electricidad que aún vibraba en el aire entre ellos era algo que ni siquiera la distancia podía disipar.

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