Capítulo 7: Repetir el error
Obanai se levantó de su asiento con una calma calculada, fingiendo que las conversaciones animadas de sus colegas no lo afectaban.
—Yo me retiro. Tengo cosas que hacer temprano mañana —anunció, sin mirar directamente a nadie.
—¡Oh, tan pronto! —exclamó Mitsuri con una mezcla de decepción y comprensión.
Obanai asintió ligeramente, pero antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta, Uzui señaló a Sanemi, que estaba apoyado pesadamente contra la barra.
—Llévate a Shinazugawa. Si sigue bebiendo a este ritmo, lo veremos en las noticias de mañana —dijo con una risa, provocando que el grupo estallara en carcajadas.
Obanai no protestó. Solo inclinó la cabeza en señal de aceptación y se acercó a Sanemi, quien lo miró con una sonrisa torcida, su rostro ya algo enrojecido por el alcohol.
—Vamos, Shinazugawa. Te llevo a casa —dijo, su tono más una orden que una oferta.
Sanemi gruñó, pero no opuso resistencia. Obanai lo ayudó a levantarse y, tras despedirse de los demás, lo guió fuera del bar hasta su auto.
La noche estaba fría, y el aire fresco parecía ayudar a Sanemi a despejarse un poco, aunque no lo suficiente. Mientras Obanai lo acomodaba en el asiento del copiloto, Sanemi lo miró con una mezcla de burla y algo más oscuro.
—¿Sabes? Eres demasiado correcto para tu propio bien —murmuró, con una sonrisa que tenía un filo peligroso.
Obanai cerró la puerta sin responder y rodeó el auto para subir al asiento del conductor. Una vez dentro, encendió el motor y puso en marcha el auto, concentrándose en la carretera.
—No tengo tiempo para tus tonterías, Sanemi —dijo finalmente, su voz firme pero algo tensa.
Sanemi soltó una risa baja, apoyándose contra la ventana mientras lo miraba de reojo.
—¿Tonterías? No parecía que pensaras eso la última vez que nos vimos en un auto.
Obanai sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no apartó la vista del camino.
—Estás borracho. No sabes lo que dices.
—¿Ah, no? —Sanemi se inclinó un poco hacia él, su voz ronca y provocadora—. Tal vez solo digo lo que tú también estás pensando.
El auto se detuvo en un semáforo, y Obanai finalmente lo miró, su expresión contenida, pero sus ojos revelaban la lucha interna que estaba enfrentando.
—No empieces, Sanemi. No ahora.
Pero Sanemi no retrocedió. Había algo en su mirada, una mezcla de desafío y deseo que hacía imposible ignorarlo.
—Dime que no estás pensando en eso. Dímelo, y lo dejaré.
El semáforo cambió a verde, y Obanai volvió a enfocar su atención en la carretera, pero su silencio fue respuesta suficiente.
Cuando finalmente llegaron al edificio donde vivía Sanemi, Obanai lo ayudó a salir del auto. El trayecto hacia la puerta fue rápido, pero cada paso parecía cargado de electricidad.
—¿Quieres subir? —preguntó Sanemi, su tono casual, pero sus ojos ardían con algo mucho más intenso.
Obanai lo miró por un instante, sopesando la invitación. Su lógica le decía que debía rechazarlo, alejarse antes de que todo se complicara aún más. Pero su cuerpo, su deseo, tenía otros planes.
—Solo para asegurarme de que no hagas una estupidez —respondió, su tono tan seco como siempre, aunque ambos sabían que era una mentira evidente.
El ascensor hasta el departamento de Sanemi fue un espacio reducido cargado de tensión. Ninguno habló, pero el silencio estaba lleno de significados. Cuando finalmente entraron, Sanemi cerró la puerta detrás de ellos y se giró hacia Obanai.
—Sigues tan frío como siempre, pero eso no te detuvo la última vez —dijo Sanemi, su voz baja mientras daba un paso hacia él.
Obanai no retrocedió, pero su mandíbula se tensó.
—Esto es una mala idea.
Sanemi sonrió, esa sonrisa que siempre tenía un aire de desafío.
—Quizá. Pero tal vez si lo hacemos una vez más, podamos olvidarlo.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, y antes de que Obanai pudiera responder, Sanemi acortó la distancia entre ellos, tomando su rostro entre sus manos con una fuerza que no daba lugar a dudas.
El primer beso fue feroz, lleno de toda la tensión acumulada durante días. Y en ese momento, ambos dejaron de luchar. Porque aunque sabían que era un error, también sabían que no podían detenerse.
...
Obanai sintió su espalda chocar contra el colchón, el cuerpo de Sanemi sobre él como una tormenta imparable. Los besos eran intensos, casi desesperados, como si el tiempo que habían pasado ignorándose hubiera encendido aún más el fuego entre ellos.
Sanemi, con manos rápidas y firmes, se deshizo de las barreras entre ambos, tirando la ropa al suelo como si no soportara tenerla ahí un segundo más. Cada movimiento suyo estaba cargado de una necesidad visceral, pero también de algo más profundo que no se atrevía a admitir.
—No pienses demasiado, Iguro —murmuró Sanemi contra su cuello, su voz ronca y llena de deseo—. Esto es lo que ambos queremos, ¿no?
Obanai lo miró directamente, sus ojos oscuros brillando con algo que no era solo deseo.
—Hablas demasiado, Shinazugawa —respondió, su tono suave pero firme, tirando de Sanemi para besarlo con la misma intensidad.
Sanemi se rindió al contacto, dejando que sus pensamientos se apagaran con cada caricia, cada susurro y cada beso. Quería convencerse de que esto era solo físico, que esta noche sería suficiente para arrancar a Obanai de su sistema, para reducirlo a un recuerdo más en su lista. Pero en el fondo sabía que era una mentira.
Por su parte, Obanai intentaba mantener su mente en blanco, enfocándose únicamente en el presente. Pero con cada roce, cada mirada fugaz entre ellos, sentía que algo dentro de él se desmoronaba, algo que no estaba seguro de querer reconstruir.
Cuando Sanemi se movió para dominar completamente la situación, la intensidad subió a otro nivel. Sus cuerpos se movían al unísono, y aunque el ritmo era frenético, había algo casi íntimo en la manera en que sus manos se encontraban, en la forma en que Sanemi murmuraba su nombre como un mantra.
El tiempo pareció detenerse, y por unos momentos, nada existió fuera de esa habitación. Ni la escuela, ni los problemas, ni el pasado que compartían. Solo ellos dos, entregados a algo que ninguno podía controlar.
Finalmente, ambos cayeron juntos, exhaustos, respirando con dificultad mientras el silencio se llenaba con el latido acelerado de sus corazones. Sanemi, todavía sobre Obanai, apoyó su frente contra la de él, cerrando los ojos como si quisiera aferrarse al momento un poco más.
—Esto no cambia nada —murmuró Sanemi, su voz más suave de lo habitual, pero aún con ese filo que lo caracterizaba.
Obanai, con los ojos entrecerrados, no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo, su expresión indescifrable. Finalmente, apartó la mirada y murmuró:
—Claro que no.
Pero ambos sabían que mentían.
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