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Capítulo 3: Fuego bajo control

El día continuó en la secundaria Kimetsu como cualquier otro. Los estudiantes iban y venían entre las aulas, arrastrando mochilas y murmullando sobre tareas, exámenes y el último chisme del momento. Sanemi Shinazugawa agradecía que, por el momento, las clases lo mantuvieran lo suficientemente ocupado como para no pensar en él.

Sin embargo, no importaba cuán distraído intentara estar, algo en el aire lo mantenía inquieto. Cada vez que pasaba cerca del ala de ciencias, sentía ese tirón invisible, como si su cuerpo le recordara la dirección exacta en la que estaba Obanai.

—Concentración, Sanemi, maldita sea —masculló entre dientes mientras escribía ecuaciones en la pizarra para sus alumnos de segundo año.

Pero incluso la lógica matemática, con sus números y fórmulas impecables, no lograba borrar las memorias de esa noche.

Obanai no era como otros. Había algo en él, una intensidad que lo había desarmado de formas que nadie más lo había hecho. Su piel aún recordaba el calor de su tacto, y su mente, por más que lo negara, volvía a esos momentos en los que todo parecía arder.

En el laboratorio, mientras tanto, Obanai Iguro encontraba su refugio en la soledad de los tubos de ensayo y los microscopios. Había encontrado consuelo en el silencio del aula de ciencias, donde podía perderse entre experimentos y esquemas sin preocuparse por cruzarse con Sanemi.

Pero no era fácil. Cada vez que su mente divagaba, la imagen de Sanemi invadía su mente: el brillo feroz de sus ojos, la seguridad con la que lo había tocado, la forma en que su voz ronca había pronunciado su nombre como si fuera un secreto.

Obanai frunció el ceño y apretó con fuerza el borde de la mesa del laboratorio.

—Esto no puede seguir afectándome —se dijo a sí mismo, como si las palabras tuvieran el poder de apagar el fuego que ardía en su interior.

En algún punto del día, Mitsuri Kanroji, con su energía usual, había pasado por el laboratorio para dejar algunos materiales artísticos. Al entrar, notó la postura tensa de Obanai, sus manos firmemente apoyadas en la mesa y su mirada perdida en el vacío.

—¡Iguro-sensei! ¿Todo bien? —preguntó, inclinándose hacia él con curiosidad genuina.

Obanai levantó la cabeza, parpadeando como si recién volviera al presente.

—Sí, todo en orden. Solo estaba... organizando mis ideas —respondió, esforzándose por sonar tranquilo.

Mitsuri sonrió, aunque no se convenció del todo.

—Bueno, si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme —dijo antes de salir, aunque su mente ya especulaba sobre lo que podría estar afectándolo.

Mientras tanto, en el patio trasero de la escuela, Sanemi había escapado por unos minutos a tomar un poco de aire. Se encendió un cigarro, algo que hacía rara vez, solo cuando sentía que el mundo estaba a punto de cerrarse sobre él.

—Maldita sea, Iguro —murmuró, observando el humo ascender en espirales.

La atracción que sentía no era algo que pudiera ignorar. Por más que intentara convencerse de que Obanai era solo otro encuentro que debería haber quedado en el pasado, no podía negar que había algo diferente, algo que lo desafiaba.

El día continuó su curso, pero ambos sabían que este juego de evitarse no podía durar para siempre. El fuego que compartían era como un volcán bajo la superficie: quieto en apariencia, pero con una presión constante que tarde o temprano explotaría.

Continuará...

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