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Capítulo 23: Despertar Juntos.

A la mañana siguiente, Sanemi abrió los ojos lentamente, acostumbrándose a la luz de la mañana que se filtraba por las cortinas. Lo primero que notó fue el calor de otro cuerpo junto al suyo, pequeño y cubierto apenas por las sábanas desordenadas. Al enfocar su vista, la figura de Obanai descansando pacíficamente se le presentó como una visión extrañamente reconfortante.

Sus ojos viajaron por cada detalle: las marcas rojizas que aún decoraban su piel clara, un testimonio de la noche anterior, y el ligero sonrojo en su rostro incluso mientras dormía. Sanemi no podía evitar sentirse prendido al ver el contraste entre la vulnerabilidad de Obanai en ese momento y la intensidad que había mostrado horas atrás.

"Maldita sea," pensó mientras una sonrisa burlona asomaba en sus labios. "¿Cómo es posible que este idiota me vuelva loco de tantas maneras?"

No pudo resistirse a deslizar una mano suavemente por la espalda de Obanai, siguiendo las marcas que él mismo había dejado. Al llegar a su cintura, el profesor de matemáticas se detuvo, observando cómo el cuerpo de Obanai reaccionaba incluso dormido, estremeciéndose ligeramente ante su toque.

Obanai murmuró algo incomprensible en sueños, girándose apenas hacia Sanemi, quien ahora podía verle el rostro más claramente. Había algo en la forma en que sus cejas se relajaban y sus labios se curvaban ligeramente que le hizo sentir algo nuevo, algo que no era simplemente lujuria o deseo.

"Esto es demasiado jodido," pensó, apartando la mirada por un instante, como si mirarlo demasiado tiempo lo hiciera perder el control.

Sin embargo, no pudo resistir la tentación de acercarse más, inclinándose para besar suavemente el hombro de Obanai, sus labios dejando una caricia apenas perceptible.

—Despierta, Iguro —murmuró Sanemi en un tono bajo, aunque realmente no tenía prisa por interrumpir el momento.

Obanai se removió entre las sábanas, entreabriendo los ojos con pereza mientras lo miraba con una mezcla de confusión y ternura adormilada.

—¿Qué hora es...? —preguntó con voz ronca, claramente todavía atrapado en el sueño.

Sanemi no respondió de inmediato. En lugar de eso, apoyó la barbilla en su mano, mirándolo fijamente como si quisiera memorizar esa imagen de Obanai envuelto en su cama, luciendo tan cómodo como si perteneciera ahí.

—La suficiente como para que agradezcas que te dejé dormir un rato más —respondió finalmente, con una sonrisa de medio lado.

Obanai rodó los ojos, pero su gesto no tenía el filo de siempre. Había algo más suave en él esta vez, algo que Sanemi no pudo evitar notar.

El sonido tranquilo de la mañana llenaba el departamento, interrumpido solo por los murmullos ocasionales entre Sanemi y Obanai. Ambos agradecían no tener que ir a la escuela ese día, lo que les permitió disfrutar de la rara tranquilidad de su tiempo juntos.

Después de varios minutos más en la cama, compartiendo pequeñas caricias y comentarios que iban desde burlas sarcásticas hasta confesiones casuales, decidieron levantarse. Sanemi, con su típica brusquedad disfrazada de cuidado, tomó a Obanai por la cintura y lo arrastró hacia el baño.

—Si vas a quedarte ahí tumbado todo el día, mejor que sea sin olor a sexo —dijo, aunque la sonrisa que acompañaba sus palabras traicionaba cualquier dureza.

La ducha fue tanto relajante como íntima. El agua caliente les ayudaba a despejarse del cansancio acumulado, pero también intensificaba la cercanía entre ambos. Entre risas y pequeños roces intencionados, era evidente que la tensión entre ellos, esta vez, no era sexual, sino emocional. Estaban disfrutando de la presencia del otro de una manera distinta, más genuina.

De regreso a la habitación, Obanai, envuelto solo en una toalla, buscó algo que ponerse. Sanemi, quien ya estaba vistiendo unos pantalones cómodos y una camiseta vieja, lo observó mientras revolvía los cajones.

—Toma lo que quieras, pero si arruinas una de mis camisetas favoritas, lo pagarás.

Obanai, siempre dispuesto a devolverle las bromas, sacó una camisa blanca que claramente le quedaba grande. Se la puso de todos modos, dejándola caer por debajo de los muslos.

—¿Así está bien? —preguntó con una ligera sonrisa traviesa, girándose para que Sanemi lo viera mejor.

Sanemi lo miró fijamente por unos segundos, y aunque no lo admitiría, el calor subió a sus mejillas.

—Te ves como un maldito desastre —respondió, intentando mantener su tono despreocupado, pero sus ojos hablaban de otra cosa.

Ambos pasaron a la cocina, donde comenzaron a preparar el desayuno juntos. Obanai, aún con la camisa que claramente no era su talla, se movía por el espacio pequeño con sorprendente familiaridad, como si lo hubiera hecho mil veces antes. Sanemi se quedó un momento observándolo, apoyado en la encimera mientras removía algo en la sartén.

Desde afuera, cualquiera que los viera pensaría que eran una pareja de años, compartiendo la rutina diaria sin mayor complicación. Pero para ellos, cada pequeño gesto, cada mirada, era un recordatorio de que estaban construyendo algo nuevo, algo que todavía no sabían cómo definir, pero que ambos empezaban a valorar.

Mientras se sentaban a desayunar, Obanai, jugando con su taza de café, levantó la vista y se encontró con los ojos de Sanemi.

—¿Qué pasa? —preguntó, frunciendo el ceño, pero con un tono que no tenía verdadera molestia.

Sanemi simplemente negó con la cabeza, dejando escapar una pequeña risa.

—Nada. Solo... me gusta esto.

Obanai parpadeó, claramente sorprendido por la confesión inesperada, pero no pudo evitar que una leve sonrisa asomara en sus labios.

—Sí, supongo que yo también.

La tarde transcurría con una tranquilidad poco habitual para ambos. Afuera, el cielo estaba cubierto por densas nubes grises, y la lluvia caía en un ritmo constante, como si quisiera envolver al mundo en un manto melancólico. Pero dentro del departamento, esa atmósfera se sentía lejana, casi inexistente.

Sanemi y Obanai estaban acurrucados en el sofá, una manta ligera cubriéndolos mientras una película cualquiera avanzaba en la pantalla. No hablaban mucho; las palabras eran innecesarias en ese momento. Obanai tenía la cabeza apoyada en el hombro de Sanemi, sus ojos fijos en la pantalla, aunque no estaba realmente prestando atención.

Sanemi, por su parte, sostenía un brazo alrededor de Obanai, sus dedos dibujando círculos distraídos en su costado. Había algo profundamente cómodo en la cercanía, un calor que contrastaba con el clima sombrío del exterior.

Ambos comenzaban a apreciar esos pequeños momentos de paz, la oportunidad de compartir un espacio sin la presión de esconderse o explicar lo que tenían. En ese instante, todo lo complicado y caótico de sus vidas quedaba suspendido, como si nada más importara que el calor que compartían bajo esa manta.

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