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Capítulo 2: Almuerzo con espinas

La cafetería para el personal de la secundaria Kimetsu solía ser un lugar tranquilo, al menos hasta que Sanemi Shinazugawa entraba como un torbellino, con su ceño más fruncido que de costumbre y su bandeja golpeando la mesa al sentarse.

Esa mañana no fue la excepción. Tomioka Giyu, el estoico profesor de gimnasia y consejero escolar, ya lo esperaba con su habitual expresión neutra.

—Estás peor de lo normal, Shinazugawa —comentó Tomioka mientras daba un sorbo a su té.

Sanemi lo fulminó con la mirada, pero no respondió de inmediato. Entre los murmullos de los demás profesores, los ojos de Sanemi se desviaron instintivamente hacia la esquina donde estaba sentado el recién llegado, Obanai Iguro. Parecía tranquilo, sumido en sus notas, como si no fuera consciente del huracán que había desatado en su vida al aparecer de nuevo.

—¿Quién es ese? —preguntó Tomioka, siguiendo la mirada de Sanemi.

—Un problema, eso es lo que es —gruñó Sanemi, llevándose un bocado de su almuerzo con más fuerza de la necesaria.

Tomioka arqueó una ceja. No era común que Sanemi se molestara tanto por alguien. Por lo general, su mal humor era distribuido equitativamente entre alumnos, colegas y cualquier objeto inanimado que estuviera en su camino.

—¿Algo que quieras compartir? —insistió Tomioka, su tono imperturbable.

Sanemi suspiró y se pasó una mano por el cabello. No era el tipo de persona que ventilara sus problemas, mucho menos algo tan complicado como lo que había sucedido con Obanai.

—Es solo... No es nada. Olvídalo —murmuró finalmente, apartando la bandeja y cruzándose de brazos.

Mientras tanto, en la esquina de la cafetería, Obanai trataba de enfocarse en sus apuntes. Había decidido que su prioridad era adaptarse al nuevo trabajo y establecer una relación profesional con sus colegas. Pero, por mucho que lo intentara, cada vez que sus dedos tocaban el bolígrafo o sus ojos se posaban en el reloj de la pared, los recuerdos de aquella noche lo invadían.

El calor de las manos de Sanemi en su piel, el sonido ronco de su voz al susurrarle cosas que nadie más había oído... Todo volvía a él como un torrente, despertando un fuego que no se apagaba con la rutina.

—Concéntrate, Obanai. Solo fue una noche, una locura —se dijo en voz baja, apretando el bolígrafo con tanta fuerza que casi lo rompió.

Pero no era tan sencillo. La presencia de Sanemi en la misma sala era como una chispa perpetua, amenazando con encender algo que él no podía permitirse. Había venido aquí para trabajar, no para enfrentar sus errores pasados o, peor aún, sus deseos no resueltos.

De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por Mitsuri Kanroji, la siempre energética profesora de arte, quien se acercó con una sonrisa radiante.

—¡Iguro-sensei! ¿Cómo estás adaptándote? ¿Ya conociste a todos?

Obanai forzó una sonrisa, agradeciendo la distracción.

—Sí, todos han sido... muy hospitalarios —respondió, aunque su mirada, sin querer, se desvió hacia Sanemi por un instante.

Mitsuri, siempre perceptiva, notó el intercambio de miradas, aunque no dijo nada. Su sonrisa se mantuvo, pero su mente ya estaba llenando los huecos.

—Bueno, si necesitas algo, ¡puedes contar conmigo! —dijo antes de marcharse.

Obanai suspiró, volviendo a sus notas. Necesitaba apagar ese fuego antes de que quemara todo a su alrededor. Pero, ¿cómo se enfrentaba a algo que parecía arder incluso cuando trataba de ignorarlo?

Continuará.

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