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Epílogo

El sol de una nueva mañana bañaba la finca con su luz dorada, pintando el paisaje de tonos cálidos y acariciando el rocío que relucía en las hojas como diminutos cristales. Las aves trinaban entre las ramas, componiendo una melodía suave que flotaba en el aire fresco. Obanai estaba de pie en el jardín, sus ojos siguiendo cada movimiento de Kahio, que corría entre las flores con una energía inagotable.

El niño, ahora de tres años, parecía una extensión del paisaje: ágil, luminoso, casi irreal. Sus pasos eran ligeros y precisos, pero no de un niño ordinario. Mientras perseguía una mariposa que danzaba en el aire, su risa se alzaba, clara y despreocupada.

Sanemi apareció detrás de Obanai, llevando dos tazas de té humeante. Su cabello estaba revuelto y una sombra de cansancio asomaba en su rostro, pero la sonrisa que le dedicó a su esposo tenía la calidez de alguien que había encontrado su refugio.

—¿No se cansa nunca? —preguntó Sanemi, entregándole una taza y dejando escapar una carcajada leve al ver al pequeño dar un salto asombroso, alcanzando casi el doble de su propia altura.

—Parece que no conoce límites —respondió Obanai, tomando el té con una sonrisa pequeña. Luego, con un tono más reflexivo, añadió—: Tiene tu resistencia y tu energía... aunque, por suerte, también algo de mi paciencia.

Sanemi soltó una carcajada más fuerte y se sentó en las escaleras del porche, observando cómo Kahio atrapaba finalmente la mariposa entre sus manos diminutas. Pero en lugar de conservarla, el niño la miró con cuidado, como si entendiera su fragilidad, y luego la soltó, asegurándose de no hacerle daño.

Kahio corrió de vuelta hacia ellos, sus ojos brillando con orgullo.

—¡Papá, papá! ¿Viste eso? ¡Salté muy alto! —exclamó, lanzándose a los brazos de Obanai.

Obanai lo recibió con un gesto de ternura, acariciándole el cabello, aunque su mirada revelaba una mezcla de orgullo y preocupación.

—Lo vi, pequeño —dijo, su voz suave pero firme—. Pero recuerda lo que te dije: no debemos mostrar todo lo que podemos hacer, incluso si es muy impresionante.

Kahio inclinó la cabeza, sus ojos grandes y serios tratando de entender las palabras de su padre. Sanemi, notando la tensión en el ambiente, intervino con un tono más ligero:

—Lo que tu papá quiere decir es que, si sigues saltando tan alto, podrías asustar a las mariposas, y entonces no querrán jugar contigo.

El niño pareció considerar esta explicación con toda la solemnidad de un niño pequeño, antes de asentir vigorosamente.

—¡Está bien! Saltaré más bajito.

Y con esa promesa, salió corriendo de nuevo hacia el jardín, aunque ahora sus movimientos eran más contenidos.

Obanai dejó escapar un suspiro, dejándose caer junto a Sanemi en las escaleras.

—Está creciendo demasiado rápido —comentó, sus ojos siguiendo los pasos de Kahio mientras corría bajo el sol. Un destello de preocupación oscureció su mirada—. A veces siento que no puedo seguirle el ritmo.

Sanemi pasó un brazo alrededor de los hombros de Obanai, apretándolo ligeramente.

—Lo estás haciendo bien. Ambos lo estamos haciendo bien, considerando... bueno, todo —respondió con sinceridad, dejando que su tono ocultara sus propias dudas.

Obanai inclinó ligeramente su cabeza hacia Sanemi, permitiéndose un momento de descanso contra su hombro.

—Dos años sin Muzan... —murmuró, su voz apenas audible—. Pero no puedo evitar pensar en si realmente está acabado. A veces siento que está esperando, escondido, observándonos.

Sanemi apretó los labios. Dejó la taza a un lado y miró el horizonte, como si las respuestas estuvieran en el cielo despejado. Luego, con un gesto firme, puso una mano sobre la katana que descansaba a su lado.

—Si regresa, estaremos listos —dijo, su tono lleno de convicción—. No somos los mismos que éramos. Pero hasta entonces... —volvió a mirar a Obanai, su voz suavizándose— esto es lo que importa. Tú, yo, Kahio. Nuestra familia.

El viento sopló suavemente, acariciando el cabello de ambos y llevando consigo la risa de Kahio. Por un momento, la paz pareció envolverlos, como un recordatorio de lo que estaban luchando por proteger.

Kahio, ahora bajo la sombra de un cerezo, levantó una mano hacia otra mariposa que descendía lentamente hacia él, como si reconociera algo especial en el niño. Obanai lo observó, su pecho lleno de orgullo y un toque de inquietud.

—Es como esa mariposa... —murmuró Obanai, más para sí mismo que para Sanemi—. Hermoso y libre, pero tan frágil.

Sanemi se inclinó hacia él, tocándole la mejilla con una ternura que reservaba solo para esos momentos.

—Lo que hemos construido es fuerte, Obanai. No importa lo que venga, nunca estarás solo.

Obanai lo miró, sus ojos encontrando la firmeza en los de Sanemi. Asintió lentamente, dejándose envolver por esas palabras.

Mientras Kahio reía a la distancia, sus padres se permitieron un momento de tranquilidad, sabiendo que cada segundo de esa paz valía más que cualquier victoria.

Bajo el sol de verano, rodeados por la vitalidad inagotable de su hijo, todo parecía posible.

La noche llegó con una calma engañosa. La finca estaba bañada por la luz plateada de la luna, que parecía iluminar cada rincón con un brillo etéreo. Obanai y Sanemi estaban sentados en la sala, Kahio dormía en el regazo de su padre con la cabeza apoyada en su pecho. Obanai acariciaba suavemente los cabellos oscuros del niño, sus ojos llenos de una mezcla de ternura y una preocupación apenas contenida.

—Está durmiendo más profundo que de costumbre —murmuró Obanai, mirando a Sanemi, quien se encontraba limpiando su katana con movimientos metódicos.

—Quizás al fin se cansó —respondió Sanemi, aunque su tono no era del todo relajado. Sus ojos no se apartaban del arma, como si esperara algo, como si cada sombra que bailaba en las paredes pudiera ser una amenaza.

Un crujido leve rompió la quietud. Ambos levantaron la mirada al mismo tiempo, instintivamente tensos.

—¿Lo oíste? —preguntó Obanai en voz baja, apretando ligeramente a Kahio contra su pecho.

Sanemi se puso de pie en un solo movimiento, su katana ya en su mano. Se acercó a la ventana y entreabrió la cortina con cuidado. Fuera, los campos y el bosque que rodeaban la finca parecían tan tranquilos como siempre. Pero el aire estaba distinto, más pesado, cargado con algo que no podían ver.

—No hay nada —dijo, aunque su voz no sonó del todo convencida.

Obanai se levantó lentamente, llevando a Kahio en brazos. El niño hizo un leve sonido, pero no se despertó.

—Sanemi... —murmuró Obanai, sus ojos encontrando los de su esposo—. Hay algo que no hemos hablado.

Sanemi lo miró, dejando la katana apoyada contra la pared.

—Dime.

Obanai vaciló un momento antes de continuar.

—Kahio... No podemos ignorar que es especial. Ni siquiera entendemos por completo qué significa eso. Si su existencia está vinculada a Muzan, si... si todavía hay algo oscuro dentro de mí...

Sanemi se acercó, colocando una mano firme sobre el hombro de Obanai.

—No importa lo que pase, ni quién intente interponerse. Kahio es nuestro hijo. Nosotros decidimos en qué se convertirá, no Muzan.

De repente, un escalofrío recorrió a Obanai. Era apenas perceptible, una sensación punzante en la nuca que lo hizo paralizarse. Sanemi lo notó de inmediato.

—¿Qué pasa? —preguntó, su voz grave y alerta, como un guerrero que nunca deja de estar en guardia.

Obanai tardó un segundo en responder, su mirada fija en el horizonte, donde el cielo nocturno parecía aún más oscuro.

—No lo sé... pero algo se siente... fuera de lugar —respondió en un susurro.

Antes de que Sanemi pudiera decir algo más, Kahio murmuró algo en sueños. Ambos se volvieron hacia el niño, sus rostros cambiando de preocupación a sorpresa cuando vieron algo que no podían explicar. Marcas rojas, finas como hilos, aparecieron por un instante en las muñecas del niño, destellando con un brillo tenue antes de desvanecerse como si nunca hubieran estado allí.

—¿Viste eso? —preguntó Sanemi, acercandose más a ambos, alerta.

—Sí —respondió Obanai, acercándo a Kahio con el corazón acelerado. Tocó suavemente las muñecas de su hijo, como si buscara alguna señal de lo que acababa de ver, pero la piel estaba lisa, sin rastro de las marcas.

Kahio abrió los ojos lentamente, despertado por el contacto.

—Papá... —murmuró con voz somnolienta— ¿Por qué estoy soñando con alguien que tiene ojos rojos?

El aire pareció congelarse. Sanemi se tensó, sus manos apretadas en puños mientras sus pensamientos corrían hacia el mismo lugar que los de Obanai: Muzan.

—¿Qué más viste, Kahio? —preguntó Obanai, manteniendo su voz suave, aunque sentía el corazón martillear en su pecho.

El niño frunció el ceño, como si intentara recordar.

—Era... extraño. No hablaba. Pero creo que estaba... llamándome.

Sanemi y Obanai intercambiaron miradas, una mezcla de miedo y determinación entre ambos. La paz que habían disfrutado los últimos dos años parecía tambalearse bajo el peso de lo desconocido.

Sanemi se separó y llevando una mano a la empuñadura de su katana.

—¿Qué haces? —preguntó Obanai, aunque sabía la respuesta.

—Si es él, no podemos esperar a que venga a nosotros. Necesitamos estar listos, pase lo que pase.

Obanai se quedó en silencio, observando a Sanemi mientras ajustaba su espada a la espalda. Luego miró a Kahio, que había vuelto a dormirse, como si el peso de lo que acababa de decir no hubiera tenido efecto en él.

—No solo debemos estar listos para él, Sanemi —dijo Obanai, su profunda mirada recayendo en su hijo—. También para lo que Kahio podría ser.

Sanemi se detuvo, su postura rígida.

—¿Qué estás diciendo?

Obanai pasó la mirada de su esposo a su hijo, sus ojos bicolor llenos de preocupación.

—No sabemos lo que realmente es, Sanemi. Sabemos que no es como los demonios, pero tampoco como nosotros. Si Muzan está vivo, podría estar esperándolo... o usándolo.

Sanemi cerró los ojos por un momento, como si intentara contener un torrente de emociones. Cuando los abrió, su determinación era inquebrantable.

—Sea lo que sea, lo protegeremos. Kahio es nuestro hijo, y nada ni nadie lo tomará de nosotros.

Obanai sonrió débilmente. Sabía que Sanemi lo decía en serio, y en ese momento, esa certeza era su único consuelo.

Mientras la luna brillaba con intensidad, la finca se sumió en una calma inquietante. La paz que habían disfrutado parecía ahora un espejismo, mientras un nuevo capítulo de su vida se alzaba, lleno de incertidumbre y peligro.

Pero también lleno de algo más fuerte que cualquier amenaza: su amor por Kahio, y el uno por el otro.

En el cielo, una mariposa negra voló en círculos antes de desaparecer en la oscuridad.



Fin

¡Gracias por todo el apoyo recibido a este fanfic! 🖤

De verdad, disfruté muchísimo escribir esta historia, explorando cada detalle de la relación entre Obanai, Sanemi y su hijo Kaiho. Cada voto, comentario y lectura ha sido una motivación inmensa para seguir desarrollando este mundo, y no tengo palabras suficientes para agradecerles el cariño que han mostrado hacia los personajes y sus desafíos.

Por eso, quiero anunciar que ¡podría haber un segundo libro! 🎉✨ En esta próxima entrega, planeo profundizar en las aventuras de la peculiar familia que han formado Obanai y Sanemi, la crianza de Kaiho y su naturaleza única, además de responder muchas de las preguntas que quedaron en el aire. ¿Qué implican las misteriosas marcas de Kaiho? ¿Volverá Muzan a sus vidas? ¿Cómo seguirá evolucionando la relación entre nuestros protagonistas?

Además, estoy ansioso por escuchar sus curiosidades o teorías. ¿Hay algo que les gustaría ver o saber más? ¡Déjenlo en los comentarios! 🙌

Por último, quiero invitarlos a estar atentos a futuros libros. Esta historia apenas comienza, y aún quedan muchas emociones, secretos y desafíos por explorar. ¡Espero contar con ustedes para el siguiente capítulo de esta aventura!

Con mucho cariño,
Tnoel ❤️

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