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Capítulo 35: El Despertar del Núcleo


La atmósfera en la finca de Ubuyashiki estaba cargada de una tensión insoportable. Afuera, los demonios se comportaban de manera errática, como si algo en el aire los estuviera llamando con una fuerza irresistible. Los cazadores de demonios, liderados por los Pilares Uzui y Tokito, mantenían una vigilancia constante, listos para lo peor.

Mientras tanto, en el interior de la casa principal, un grupo de cazadores y sanadores estaba reunido alrededor de Obanai, quien luchaba entre la vida y la muerte, aferrado a la última esperanza de un futuro incierto.

El nacimiento se aproximaba. Los gritos desgarradores de Obanai resonaban en las paredes de la finca, mezclándose con el rugido lejano de los demonios que intentaban penetrar las defensas del Cuerpo de Cazadores.

Sanemi permanecía junto a él, sosteniéndole la mano con fuerza, su rostro endurecido por la impotencia y la desesperación. Su corazón latía con furia, pero no había nada que pudiera hacer para aliviar el dolor de Obanai.

—Resiste, Obanai —murmuró Sanemi, su voz temblando por la emoción contenida—. Ya casi lo logramos.

Obanai, con el rostro empapado en sudor y lágrimas, apretaba los dientes, soportando el insoportable dolor que atravesaba su cuerpo. Sentía cómo cada fibra de su ser era desgarrada por el esfuerzo del parto, pero también por la oscura influencia que latía dentro de él. El núcleo demoníaco que había estado dormido durante tanto tiempo comenzaba a moverse, respondiendo a un llamado siniestro que provenía de las profundidades de su ser.

—No... voy... a ceder —murmuró Obanai entre jadeos, luchando por mantener el control sobre su cuerpo.

Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, el bebé nació. Un silencio momentáneo cayó sobre la sala cuando los gritos de Obanai cesaron y se escuchó el llanto del recién nacido. El aire estaba cargado de incertidumbre mientras Shinobu, que había estado asistiendo el parto, levantaba al bebé en sus brazos. Todos contuvieron el aliento.

El bebé, pequeño y frágil, no mostraba signos de oscuridad o maldad. Su piel era suave y pálida, y sus ojos, que apenas se abrieron, no mostraban ninguna amenaza. Era, aparentemente, un bebé humano. Pero había algo en su aura, una presencia intangible, que hacía que todos sintieran un leve escalofrío.

—Es... solo un bebé —susurró Shinobu, con alivio y asombro en su voz.

Sanemi, que había estado en un estado de tensión constante, dejó escapar un suspiro profundo. Se inclinó hacia el recién nacido, sus ojos brillando con una mezcla de amor y protección. Acarició suavemente la frente del niño.

—Nuestro hijo —murmuró, apenas conteniendo la emoción—. Lo logramos, Obanai.

Obanai, exhausto y debilitado, apenas podía mantenerse consciente. Pero cuando miró a su hijo, una pequeña sonrisa asomó en sus labios. Sintió una mezcla de alivio y amor que llenaba su corazón, como si todo lo que había soportado valiera la pena.

Sin embargo, esa paz duró solo un breve momento. Justo cuando todo parecía haberse calmado, algo oscuro se agitó en lo más profundo del cuerpo de Obanai. Un dolor insoportable lo atravesó de nuevo, pero esta vez no era el parto. Era el núcleo demoníaco, despertando con una fuerza abrumadora.

Obanai se llevó las manos al vientre, jadeando de dolor. Sanemi, alarmado, se inclinó hacia él, tratando de entender qué estaba ocurriendo.

—¡Obanai! ¿Qué te pasa? —preguntó Sanemi, con el pánico en su voz.

Pero antes de que Obanai pudiera responder, sus ojos cambiaron. El iris se volvió rojo, su pupila se alargó como la de un demonio, y su cuerpo comenzó a convulsionar violentamente. Shinobu retrocedió, incapaz de hacer nada ante la transformación que estaba ocurriendo frente a ellos.

—¡No! —gritó Obanai, con una voz que no parecía la suya—. ¡No voy a dejar que lo hagas, Muzan!

El poder de Muzan estaba activando el núcleo demoníaco en su interior, controlando su cuerpo desde la distancia. Si ningún demonio podía llevarle al recién nacido, entonces Muzan lo haría a través de Obanai. El horror en los rostros de los cazadores era palpable mientras veían cómo Obanai se transformaba lentamente en un ser más cercano a un demonio que a un humano.

Sanemi se colocó entre Obanai y el bebé, decidido a protegerlos a ambos, aunque su corazón se rompía al ver a la persona que amaba sufrir de esa manera.

—¡No te llevaré a nuestro hijo! —gritó Obanai, con lágrimas corriendo por sus mejillas mientras luchaba por recuperar el control de su cuerpo—. ¡No te dejaré ganar!

En su interior, Obanai estaba librando una batalla feroz contra el control de Muzan. La oscuridad lo envolvía, tratando de consumir su humanidad, pero se aferraba a su amor por Sanemi y a la visión de una familia juntos. Sabía que si perdía esta batalla, no solo perdería su humanidad, sino también a su hijo y a todo lo que había luchado por proteger.

—¡Sanemi! —gritó, su voz entrecortada—. ¡No... dejes... que me controle!

Sanemi, con el corazón roto, asintió. Sabía que si las cosas empeoraban, tendría que tomar una decisión difícil, pero no podía permitir que Muzan ganara. Los demás cazadores, que habían estado observando, se pusieron en alerta. Sabían que el tiempo se agotaba, y que la batalla final estaba cada vez más cerca.

Afuera, los demonios continuaban atacando las defensas del Cuerpo de Cazadores con una intensidad nunca antes vista. Parecía que el mismo mundo estaba colapsando a su alrededor. Los cazadores enfrentandose a la lucha definitiva, mientras adentro, Obanai luchaba por su vida y su humanidad.

La batalla no solo era contra Muzan y sus demonios, sino contra el destino mismo que había sido forjado para ellos.

Obanai, con el último aliento que le quedaba, gritó con todas sus fuerzas mientras se resistía al control de Muzan. No permitiría que su hijo se convirtiera en la herramienta de su peor enemigo.

La lucha por su humanidad y su futuro apenas comenzaba.

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