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Capítulo 34: El Trato Oscuro

El aire en la finca de Ubuyashiki estaba tenso. Mientras los Pilares se preparaban para el inminente ataque de Muzan, Obanai sentía que el tiempo se le escurría de entre los dedos. Cada día, la vida dentro de él crecía y, con ella, su conflicto interno. Sanemi estaba a su lado, pero había momentos en los que ni su presencia lograba calmar la tormenta que se cernía sobre Obanai.

Aquella noche, el sueño de Obanai fue diferente. Al principio, las sombras lo envolvieron como en tantas otras pesadillas, pero esta vez, algo era distinto. Cuando las sombras se disiparon, Muzan apareció frente a él. Su presencia era opresiva, una figura alta y elegante, con un porte que parecía inquebrantable. Los ojos de Muzan, rojos como la sangre, lo observaban con una mezcla de curiosidad y malicia.

—Obanai Iguro —dijo Muzan con una sonrisa helada—, el tiempo se acaba. El momento de tu decisión está cerca.

Obanai intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. Estaba atrapado en esa pesadilla, y lo único que podía hacer era enfrentarse a las palabras de Muzan. El miedo lo embargaba, pero también había una furia interna que no podía controlar.

—¿Qué quieres de mí, Muzan? —preguntó Obanai, su voz temblorosa pero decidida.

Muzan dio un paso hacia él, con su mirada fija en el vientre de Obanai.

—Lo que siempre he querido —respondió con suavidad, como si estuviera conversando con un viejo amigo—. La creación de una nueva raza, el equilibrio perfecto entre los demonios y los humanos. Y tú, Obanai, eres el portador de ese futuro.

—No lo seré —replicó Obanai con determinación—. No dejaré que tu plan se cumpla. Protegeré a mi hijo de ti.

Muzan rio con suavidad, pero su risa resonaba como un eco siniestro en la mente de Obanai.

—¿Protegerlo? ¿De qué? —preguntó Muzan, inclinándose hacia él, su rostro peligrosamente cerca—. Sabes tan bien como yo que no podrás escapar de este destino. Pero te ofrezco una salida.

Obanai sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras.

—¿Qué salida? —preguntó, aunque ya temía la respuesta.

—Un trato —dijo Muzan, entrelazando sus dedos como si estuviera proponiendo un simple negocio—. Entrégame a tu hijo después de que nazca. Permíteme convertirlo en lo que está destinado a ser, y a cambio, te garantizo la salvación de todos tus seres queridos. Sanemi, tus compañeros cazadores... vivirán. No sufrirán las consecuencias de tus decisiones. Nadie más morirá.

Obanai sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. ¿Cómo podía Muzan esperar que hiciera semejante trato? Dar a su hijo, entregar la vida que crecía dentro de él, solo para salvar a quienes amaba. El conflicto en su interior se desató con más fuerza que nunca. ¿Era capaz de sacrificar el fruto de su amor por Sanemi para salvarlos? ¿O debía resistir, sabiendo que las consecuencias podrían ser devastadoras?

—No lo haré —murmuró Obanai, con la voz quebrada pero firme—. No sacrificaré a mi hijo por nadie.

Muzan entrecerró los ojos, su rostro aún sereno, pero con una amenaza latente en su mirada.

—Te equivocas si crees que tienes una opción, Obanai —dijo con voz suave—. El destino ya está escrito. Pero te doy la oportunidad de hacer que todo sea menos doloroso. Piensa en ello. Tus seres queridos, vivos y a salvo, o muertos por tu obstinación.

Obanai no pudo responder. El mundo en su sueño se desmoronaba, y el terror de lo que vendría lo ahogaba. La risa de Muzan resonaba en su mente mientras se desvanecía en la oscuridad.

Despertó de golpe, con la respiración agitada y el corazón latiendo desbocado. Su cuerpo estaba cubierto de sudor frío, y el peso en su vientre lo hacía sentir como si estuviera siendo aplastado. Sanemi, que había estado durmiendo a su lado, despertó al escuchar su agitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sanemi, preocupado, acercándose rápidamente a él.

Obanai lo miró, con el corazón roto por la decisión que sabía que tendría que tomar.

—Fue Muzan —murmuró—. Me ofreció un trato. Si entrego a nuestro hijo, todos estarán a salvo... pero si no lo hago, nadie sobrevivirá.

Sanemi apretó los puños, la ira evidente en sus ojos.

—No vamos a entregarle a nuestro hijo —dijo Sanemi, su voz cargada de furia—. Lucharemos. Lo protegeremos. Nadie más va a morir por culpa de ese bastardo.

Obanai quería creer en las palabras de Sanemi, pero el miedo no lo abandonaba. Sabía que la hora estaba cerca.

Y así, llegó el día. La sensación de que algo estaba mal lo invadió por completo. El dolor lo despertó temprano en la mañana, pero esta vez era diferente. No era solo el peso de la vida que crecía dentro de él; era un dolor profundo, agudo, como si su cuerpo estuviera siendo desgarrado desde dentro. Obanai gritó, y Sanemi corrió hacia él, sus manos temblando mientras intentaba ayudarlo.

—¡Shinobu! —gritó Sanemi, pidiendo ayuda.

Shinobu y los demás cazadores llegaron corriendo, pero lo que vieron los dejó paralizados. Obanai estaba pálido, sudando y con el cuerpo convulsionando por el esfuerzo del parto inminente.

—Esto no es normal —dijo Shinobu con una mezcla de horror y preocupación—. ¡Debemos actuar rápido!

El dolor era insoportable. Obanai sentía como si estuviera perdiendo el control de su cuerpo, como si el núcleo demoníaco en su interior estuviera despertando junto con el bebé. Las palabras de Muzan resonaban en su mente. El destino estaba escrito. Pero, aún en medio del sufrimiento, Obanai se aferró a una única certeza: no iba a entregarse a Muzan. No iba a dejar que ese monstruo ganara.

Mientras los cazadores trabajaban para ayudar a Obanai, él sentía cómo su cuerpo se rompía bajo el peso de la vida y del poder que no podía controlar. Sanemi estaba a su lado, su rostro marcado por la desesperación. Pero Obanai, a pesar del dolor, se aferró a una única imagen: la visión de una familia feliz, de él, Sanemi y su hijo, juntos. Lucharía por ese futuro, sin importar el costo.

El momento del parto había llegado, y con él, el desenlace de su destino.

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