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Capítulo 29: El Conflicto Interior de Obanai

Las noches se volvieron cada vez más largas para Obanai, y el sueño ya no era un refugio sino una prisión de la que no podía escapar. A pesar de que Sanemi permanecía cerca de él, las pesadillas que lo invadían cuando cerraba los ojos lo hacían sentir más solo que nunca. Estas no eran simples sueños, sino visiones, conexiones directas con la vida que crecía en su interior, un vínculo que lo arrastraba hacia futuros sombríos y caóticos.

En una de esas visiones, Obanai se encontraba en un mundo devastado. El cielo estaba teñido de rojo, como si la sangre hubiera impregnado la atmósfera misma, y los gritos de los humanos resonaban en la distancia. En ese paisaje desolado, vio figuras que no eran completamente humanas ni completamente demonios. Eran híbridos, criaturas nacidas de la unión forzada de ambos mundos, y se alzaban como amos de la Tierra, gobernando a los pocos humanos que aún quedaban.

—Este es el futuro que podría ser,— susurraba una voz dentro de su cabeza, suave pero fría, que resonaba en su mente como el eco de una condena. La voz no era otra que la del bebé que crecía en su vientre, una presencia que parecía estar ganando fuerza día a día. —Yo soy la llave, la pieza final para cumplir el destino de Muzan. Juntos, dominaremos todo.

Obanai despertaba sobresaltado, su respiración entrecortada y su cuerpo empapado en sudor. Cada una de esas visiones lo dejaba temblando de terror, más convencido de que la vida en su interior podría desencadenar el fin del mundo. Y, sin embargo, en medio de ese caos, había una visión diferente, una que se repetía en los rincones más profundos de sus sueños: una imagen efímera de paz.

En esa visión, todo era diferente. No había destrucción, ni caos. Solo un campo verde bajo un cielo azul brillante, el viento acariciando las hojas de los árboles. En ese escenario, se veía a sí mismo junto a Sanemi, ambos riendo mientras un niño pequeño corría entre ellos, jugando sin preocupaciones. 

No había señales de oscuridad, solo paz, una familia unida y feliz. Esa visión era breve, fugaz, y cada vez que despertaba de ella, se sentía con el corazón oprimido, preguntándose si ese futuro podría ser real o si solo era un espejismo de lo que él deseaba con desesperación.

Pero la realidad era distinta. Obanai se encontraba en una encrucijada, dividido entre su amor por Sanemi y el miedo que le causaba la creciente vida dentro de él. Los demonios lo reverenciaban como el elegido de Muzan, y aunque hacía todo lo posible por seguir siendo el cazador que siempre había sido, el peso de su carga lo estaba consumiendo. Día a día, sentía cómo el vínculo con Sanemi se tensaba más y más, como una cuerda a punto de romperse.

Sanemi, por su parte, percibía el distanciamiento de Obanai. En cada gesto, en cada palabra, notaba que algo en él estaba cambiando, que el conflicto interno de Obanai era mucho más profundo de lo que dejaba entrever. Intentaba acercarse, estar ahí para él, pero la barrera invisible que Obanai levantaba era difícil de atravesar.

—Obanai, ¿qué está pasando? —le preguntó Sanemi una noche, su voz llena de frustración. Llevaban días sin hablar abiertamente, y el silencio entre ellos se volvía insoportable—. Siento que te estoy perdiendo.

Obanai, con la mirada baja, no sabía cómo responder. ¿Cómo podía explicar el terror que lo invadía cada vez que cerraba los ojos y veía esos futuros apocalípticos? ¿Cómo podía contarle sobre la voz del bebé que susurraba promesas de destrucción?

—No quiero que me odies —dijo Obanai en un susurro apenas audible, pero cargado de una tristeza que Sanemi nunca antes había visto en él—. Tengo tanto miedo, Sanemi. No sé si puedo protegerte, ni siquiera a ti, de lo que llevo dentro.

Sanemi lo miró con una mezcla de confusión y preocupación. Estaba acostumbrado a la lucha, al peligro constante, pero la vulnerabilidad que Obanai mostraba ahora lo desarmaba por completo.

—No tienes que protegerme, Obanai. Estamos en esto juntos —respondió Sanemi, tomando el rostro de Obanai entre sus manos—. Pase lo que pase, no voy a dejar que te enfrentes a esto solo. Te prometí que estaría contigo, y eso no va a cambiar.

Pero, a pesar de las palabras de Sanemi, el temor de Obanai no desaparecía. Mientras se aferraba a la débil visión de un futuro pacífico, temía que fuera solo una ilusión. Las otras visiones, las de caos y destrucción, eran mucho más nítidas, más insistentes, como si la vida en su interior quisiera convencerlo de que ese era el destino inevitable. El bebé no era solo una vida, era una herramienta del mal, un eslabón en el plan de Muzan para destruir el mundo humano.

Obanai se enfrentaba a una elección imposible: proteger esa vida, fruto de su amor por Sanemi, o destruirla antes de que fuera demasiado tarde. El peso de esa decisión lo aplastaba, y cada día que pasaba, la presión aumentaba.

Sin embargo, a pesar de todo, Obanai seguía aferrado a esa pequeña chispa de esperanza, la visión de una familia feliz y un futuro en paz. Quizás, solo quizás, había una manera de desafiar el destino que Muzan había trazado para él. Pero, mientras tanto, el reloj seguía corriendo, y Obanai sabía que pronto tendría que tomar una decisión que cambiaría el curso de su vida, y posiblemente, el destino del mundo.

Continuará...

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