Capítulo [5]
La fiesta de Uzui no decepcionó en cuanto a su reputación: música vibrante, mesas rebosantes de comida gourmet y bebidas exclusivas que corrían sin límite. Los invitados, vestidos con sus mejores galas, llenaban el ambiente con risas, conversaciones animadas y una opulencia que resultaba casi abrumadora.
Obanai se mantenía al margen, refugiándose en su comportamiento sobrio y profesional, aunque por dentro sentía una incomodidad creciente. No estaba acostumbrado a este tipo de eventos, mucho menos a las miradas curiosas de los asistentes que parecían estudiarlo con demasiado interés.
Sanemi, por el contrario, encajaba perfectamente en el escenario. Con una copa de whisky en la mano y una actitud relajada, parecía estar en su elemento, socializando con otros empresarios e incluso bromeando con Uzui. Sin embargo, cada pocos minutos, sus ojos volvían hacia Obanai, como asegurándose de que el omega no desapareciera entre la multitud.
Decidido a hacer que su asistente "encajara" mejor, Sanemi se acercó con una copa de vino en la mano y una sonrisa algo maliciosa.
—Iguro, llevas toda la noche con esa cara de funeral. Relájate un poco. Aquí, toma esto. —Le extendió la copa.
Obanai lo miró con desconfianza.
—No creo que sea necesario, señor Shinazugawa.
—Es una fiesta, Iguro. No vas a romperte por un par de tragos.
Antes de que Obanai pudiera replicar, Sanemi prácticamente le empujó la copa. El omega suspiró, resignado, y dio un sorbo pequeño. El alcohol no era algo que consumiera con frecuencia, y pronto quedó claro que no tenía mucha resistencia.
Sanemi observó con curiosidad mientras la actitud del omega comenzaba a cambiar. Con cada copa que el alfa le ofrecía, Obanai parecía menos tenso, aunque aún mantenía cierta reserva. Sin embargo, había algo diferente en su mirada: un leve brillo que no solía estar allí.
—¿Ves? No es tan terrible, ¿verdad? —comentó Sanemi, claramente entretenido al ver esa nueva faceta de su asistente.
Obanai lo miró, los ojos entrecerrados.
—No estoy seguro de que esto sea profesional, señor.
Sanemi rió.
—¿Y quién dijo que tenías que ser profesional todo el tiempo? Te mereces un respiro, Iguro. Incluso tú no puedes ser perfecto las veinticuatro horas del día.
El omega rodó los ojos, pero no replicó. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces había brindado esa noche. Sentía su cuerpo más ligero y la cabeza un poco más pesada, pero también notó algo curioso: Sanemi no dejaba de vigilarlo.
Incluso mientras el alfa socializaba con otros, siempre parecía estar consciente de dónde estaba Obanai, asegurándose de que no estuviera solo por mucho tiempo. Esta atención constante era desconcertante para el omega, pero no podía negar que había algo reconfortante en ello.
Cuando la fiesta alcanzó su punto máximo, con música más alta y los invitados más animados, Sanemi regresó junto a Obanai, encontrándolo sentado en una esquina del salón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sanemi, inclinándose sobre él.
—Tomándome un momento —respondió Obanai, su voz algo más relajada de lo habitual.
Sanemi arqueó una ceja, sentándose a su lado.
—No sabía que eras tan débil con el alcohol.
Obanai lo miró de reojo, sus mejillas levemente sonrojadas, aunque no estaba claro si era por el comentario o por el efecto del vino.
—No suelo beber, señor. Y ahora entiendo por qué.
Sanemi sonrió, apoyándose contra el respaldo del asiento.
—Es curioso. Siempre te ves tan controlado, pero ahora... no sé, es diferente.
Obanai entrecerró los ojos, claramente fastidiado.
—No saque conclusiones precipitadas, señor.
Sanemi rió bajo, pero no dijo nada más. En su lugar, observó al omega en silencio, notando detalles que nunca antes había percibido: cómo sus ojos brillaban con las luces de la fiesta, la forma en que sus labios se fruncían ligeramente al estar molesto, y cómo su usual actitud estoica parecía haberse suavizado bajo el efecto del alcohol.
Era una faceta nueva, y Sanemi no podía negar que le resultaba... intrigante.
Mientras la noche continuaba, Sanemi tomó una decisión que ni él mismo entendía del todo. "Voy a cuidar de él," pensó, sin saber si lo hacía por deber o por algo más profundo que aún no estaba dispuesto a aceptar.
La fiesta había alcanzado su punto más alto de descontrol. Las risas se volvían más estridentes, la música más fuerte y los comportamientos más atrevidos. Sanemi, que inicialmente se había dejado llevar por el ambiente, empezó a sentir una irritación creciente al notar cómo algunos alfas dirigían sus miradas hacia Obanai.
El omega, ajeno o quizás indiferente a la atención que recibía, permanecía sentado en un rincón, sosteniendo una copa medio vacía. Su postura seguía siendo relativamente tranquila, pero Sanemi podía notar los efectos del alcohol en sus gestos más relajados y la forma en que sus ojos divagaban por la habitación sin enfocarse realmente.
Cuando un par de alfas intentaron entablar conversación con él, Sanemi apretó los dientes. No entendía por qué aquello le molestaba tanto, pero lo hacía. Aunque tenía a dos acompañantes potenciales a su lado, el alfa se encontró incapaz de concentrarse en ellos.
—Disculpen, pero tengo algo que atender —dijo, alejándose sin dar más explicaciones.
Caminó directo hacia donde estaba Obanai, sin importarle quién lo viera. Llegó justo cuando otro alfa intentaba acercarse demasiado al omega, inclinándose sobre él con una sonrisa confiada.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó Sanemi, su tono cortante como una hoja.
El otro alfa levantó la vista, claramente sorprendido por la interrupción.
—Oh, Shinazugawa. Solo estaba...
—Lo sé. Y no hace falta que sigas. Iguro ya tiene compañía.
Sin esperar respuesta, Sanemi tomó la copa de las manos de Obanai, quien lo miró con una mezcla de sorpresa y molestia.
—¿Qué está haciendo, señor? —preguntó el omega, arrastrando un poco las palabras.
—Llevarte a casa. Ya bebiste suficiente.
Obanai frunció el ceño, intentando recuperar su copa, pero Sanemi la mantuvo fuera de su alcance.
—Estoy perfectamente bien. Puedo tomar un taxi, no necesito que me lleve.
Sanemi negó con la cabeza, ignorando las protestas del omega.
—No voy a dejar que te vayas solo en este estado. Vamos.
Sin darle opción a replicar, Sanemi lo tomó suavemente del brazo y lo guió hacia la salida. Obanai seguía murmurando objeciones, pero no tenía la energía para resistirse del todo.
Cuando llegaron al auto de Sanemi, el omega se detuvo.
—No es necesario, puedo ir en taxi. No quiero molestar.
—¿Molestar? —Sanemi bufó, abriendo la puerta del copiloto. —Súbete al auto, Iguro. No estoy discutiendo esto contigo.
Obanai lo miró con el ceño fruncido, pero al final obedeció, dejando escapar un suspiro derrotado. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.
El trayecto hasta el departamento de Obanai fue silencioso, aunque cargado de una tensión palpable. Sanemi mantenía los ojos en la carretera, pero no podía evitar lanzar miradas rápidas al omega, que estaba medio recostado contra la ventana, con los ojos cerrados y los brazos cruzados.
Cuando llegaron, Obanai abrió los ojos y se enderezó, mirándolo con una expresión seria.
—Gracias por traerme. Ahora puedo subir solo.
Sanemi apagó el motor y salió del auto antes de que Obanai pudiera detenerlo.
—No voy a dejarte hasta que estés dentro. Con lo torpe que estás, podrías tropezarte y romperte algo.
Obanai rodó los ojos, pero no replicó. Caminó hacia la puerta de su edificio con Sanemi siguiéndolo de cerca, asegurándose de que no tropezara ni se desviara en su camino.
Cuando finalmente llegaron a la puerta del departamento, Obanai sacó las llaves y las giró con un movimiento algo torpe.
—Ya está. Estoy bien. Puede irse, señor.
Al entrar al apartamento, ambos quedaron sorprendidos al escuchar el sonido de pequeñas pisadas apresuradas.
Un niño pequeño, de cabello oscuro y ojos grandes llenos de entusiasmo, corrió hacia Obanai con los brazos extendidos.
—¡Papá!
Obanai, aunque claramente afectado por el alcohol, sonrió con ternura y se agachó para recibir al niño en sus brazos.
—¿Por qué estás despierto, Kaito? —preguntó, su voz más suave que nunca.
Sanemi se quedó paralizado en la puerta, mirando la escena con incredulidad. Antes de que pudiera formular una palabra, una joven de cabello rosado salió apresuradamente de otra habitación.
—¡Kaito! —exclamó Mitsuri, la niñera, con una mezcla de preocupación y disculpa. —Lo siento, Obanai. Estaba dormido, pero se despertó y no pude detenerlo.
Obanai negó con la cabeza, acariciando el cabello del pequeño.
—Está bien, Mitsuri. Ya estoy aquí.
Sanemi, todavía de pie como una estatua, finalmente encontró su voz.
—¿Es... tu hijo?
Obanai levantó la mirada hacia él, sus ojos entrecerrados por el cansancio y el alcohol.
—Sí, Kaito es mi hijo.
Sanemi no sabía qué decir. Había pasado semanas trabajando codo a codo con ese omega, pero ahora se daba cuenta de que no sabía absolutamente nada sobre él.
Mitsuri, aparentemente consciente de la tensión en el aire, se acercó al niño y lo tomó de la mano.
—Vamos, Kaito, es hora de volver a la cama. Dale las buenas noches a tu papá.
El niño obedeció con una sonrisa, abrazando a Obanai antes de dejarse guiar por Mitsuri hacia su habitación.
Cuando quedaron solos, Sanemi cruzó los brazos, mirando fijamente a Obanai.
—¿Por qué nunca dijiste nada?
Obanai se dejó caer en el sofá con un suspiro pesado, cerrando los ojos.
—Porque no era relevante para el trabajo, señor Shinazugawa.
Sanemi apretó los dientes. Por alguna razón, esa respuesta práctica lo irritó aún más.
—¿No era relevante? Esto cambia las cosas, Iguro.
Obanai abrió un ojo, mirándolo con un toque de desafío.
—¿Por qué? ¿Afecta mi desempeño como asistente?
Sanemi no supo qué responder de inmediato. Lo que realmente lo desconcertaba no era la presencia del niño, sino el hecho de que, de repente, Obanai parecía mucho más humano, mucho más complejo de lo que había querido admitir.
—Solo... la próxima vez, avísame antes de lanzarme una sorpresa como esta. —Fue todo lo que logró decir antes de girarse hacia la puerta.
Mientras salía del apartamento, no pudo evitar sentir que el omega, con su vida cuidadosamente oculta, se había convertido en un enigma que ahora deseaba resolver.
Continuará...
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