Capítulo [3]
Los lunes en Shinazugawa Enterprises eran una mezcla de ansiedad y caos. Los empleados sabían que Sanemi Shinazugawa llegaba con un humor aún más ácido que de costumbre después de un fin de semana de excesos. Cualquier desliz, por pequeño que fuera, podía convertirse en motivo de despido inmediato. Aquella mañana no fue diferente.
Sanemi entró a la oficina con el ceño fruncido y los hombros tensos, su resaca pulsando detrás de sus sienes como un martillo. Apenas había cruzado el umbral cuando el sonido seco de los zapatos de Obanai resonó en el mármol, anunciando su llegada con una carpeta gruesa en las manos.
—Señor Shinazugawa, estos son los reportes que pidió el viernes. Encontré varias inconsistencias que necesitan su revisión inmediata —dijo sin rodeos, colocándole la carpeta en el escritorio.
Sanemi lo miró con una mezcla de incredulidad y fastidio. A esas alturas, lo único que deseaba era un poco de silencio y café fuerte, pero ahí estaba su asistente, con su actitud tranquila y esa voz precisa que parecía taladrar su cráneo.
—¿Inconsistencias? —gruñó, frotándose las sienes.
—Inconsistencias graves, sí. Dos departamentos reportaron cifras contradictorias sobre los gastos operativos, y el equipo de marketing olvidó incluir los análisis demográficos en la propuesta de campaña para el cliente Uzui. Le sugerí que los corrigieran, pero parece que necesitan un empujón más... autoritario.
Sanemi apretó los dientes. No era nuevo para él lidiar con la incompetencia, pero lo último que quería en ese momento era escuchar un sermón de su asistente.
—¿Y por qué demonios vienes a decírmelo a mí? ¿Acaso no puedes manejar algo tan básico por tu cuenta? —espetó, levantándose de su silla con brusquedad.
Obanai, imperturbable, lo miró fijamente.
—Porque no es mi trabajo hacer el suyo, señor Shinazugawa. Soy su asistente, no su niñera.
El silencio que siguió fue tan espeso que parecía llenar la oficina. Los ojos de Sanemi brillaban con furia, y los empleados que estaban lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación contuvieron la respiración. Nadie, absolutamente nadie, hablaba así a Sanemi y salía indemne.
—¿Qué dijiste? —preguntó Sanemi con un tono bajo y peligroso.
Obanai no retrocedió ni un centímetro.
—Dije que no pienso cubrir las fallas de los departamentos que usted debería supervisar. Si quiere que las cosas se hagan bien, quizá debería plantearse dar mejores directrices o contratar personal competente.
Sanemi sintió que su paciencia, ya de por sí escasa, se agotaba por completo. Dio un paso hacia el omega, imponente y con el ceño fruncido, pero Obanai no mostró ni un rastro de miedo.
—Escucha, Iguro. Puede que seas bueno en lo que haces, pero no eres indispensable. Así que más te vale recordar quién manda aquí.
Obanai inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera considerando sus palabras.
—Por supuesto, señor Shinazugawa. Usted manda. Pero si despide a la única persona que puede mantener esta oficina a flote, me temo que tendrá que enfrentarse a un lunes aún peor.
Sanemi se quedó en silencio, sus puños apretados a los costados. Por primera vez en mucho tiempo, no sabía cómo responder. Una parte de él quería despedirlo en ese mismo instante, pero otra parte, más racional, sabía que Obanai tenía razón. La eficiencia del omega había evitado que la empresa se descarrilara en más de una ocasión.
—Tsk. Sal de mi vista antes de que cambie de opinión —gruñó finalmente, girándose hacia su escritorio.
Obanai asintió sin decir nada más y salió de la oficina, dejando a Sanemi solo con su furia contenida y su resaca punzante.
Mientras el omega regresaba a su lugar de trabajo, los murmullos de los empleados llenaron los pasillos. Obanai no solo había sobrevivido al ataque verbal de Sanemi, sino que lo había enfrentado de frente. Nadie entendía cómo lo hacía ni por qué seguía allí.
Sanemi, por su parte, se dejó caer en su silla, mirando la carpeta que Obanai había dejado sobre el escritorio. A pesar de su irritación, no pudo evitar pensar que el omega tenía algo que ningún otro asistente había tenido antes: valor.
"Maldito Iguro," pensó, apretando el puente de su nariz. "Ese tipo va a volverme loco."
El sonido de la máquina de café llenó la oficina de Sanemi mientras se frotaba las sienes con fuerza. La aspirina empezaba a hacer efecto, y el amargo sabor del café negro parecía despejar un poco la niebla en su mente. A pesar del caos matutino, había logrado recuperar un mínimo de compostura.
Con un gruñido, tomó los reportes que Obanai había dejado sobre su escritorio y comenzó a revisarlos. El omega no solo había señalado las inconsistencias, sino que había incluido posibles soluciones para corregirlas. Sanemi no pudo evitar arquear una ceja al notar el nivel de detalle y la precisión en los análisis.
"Maldito perfeccionista," pensó, dejando los papeles a un lado mientras marcaba el número de Kanae.
—¿Sí, Sanemi? —contestó la voz calmada de su directora de Recursos Humanos.
—Necesito que despidas a los responsables de los reportes del departamento de finanzas y a los idiotas de marketing que enviaron la campaña sin los análisis demográficos. Ya sabes cómo me gusta manejar este tipo de cosas —dijo, su tono dejando claro que no esperaba objeciones.
—Entendido —respondió Kanae, como siempre eficiente. Antes de colgar, añadió: —Por cierto, escuché que tu asistente sigue siendo tema de conversación en los pasillos. Parece que su actitud ha dejado una impresión... interesante en los demás.
Sanemi apretó los dientes.
—¿Y qué esperabas? Ese omega tiene un talento especial para meterse donde no lo llaman.
Kanae soltó una leve risa.
—Tal vez, pero hasta ahora parece estar manejándote mejor de lo que cualquiera esperaba. Cuida de no perderlo, Sanemi. Gente como él no aparece todos los días.
Sanemi colgó sin responder, irritado por el comentario. Sin embargo, no podía negar que había algo de verdad en sus palabras.
Se reclinó en su asiento, cruzando los brazos mientras sus pensamientos volvían a Obanai. El omega era un recurso invaluable para la empresa; eso era un hecho. Pero también era un problema en potencia. Si permitía que siguiera desafiándolo abiertamente, podría perder la autoridad que tanto le costaba mantener.
La jerarquía en Shinazugawa Enterprises era clara, y Sanemi había trabajado duro para establecerla. Era el alfa, el líder indiscutible, y cualquier indicio de debilidad podía desencadenar el caos. Sin embargo, había algo en Obanai que lo hacía dudar.
No era solo su eficiencia, ni siquiera su capacidad para manejar la presión. Era su actitud: esa mezcla de desafío y profesionalismo que lo hacía destacar de los demás. Obanai no buscaba ganarse su favor ni impresionarlo, y eso lo hacía... diferente.
Sanemi sacudió la cabeza, como si pudiera despejar sus pensamientos con ese simple gesto. "No puedes dejar que un simple omega te saque de balance, Sanemi," se dijo a sí mismo.
Finalmente, tomó una decisión. Si Obanai quería demostrar su valía, tendría que hacerlo bajo las reglas de Sanemi. No podía permitir que el omega pensara que tenía el control, por muy útil que fuera.
Marcó el número del interno de Obanai y esperó.
—Iguro, ven a mi oficina. Ahora.
El tono autoritario en su voz no dejaba espacio para preguntas. Sanemi sabía que este sería un momento clave. O el omega entendía su lugar en la jerarquía, o tendría que buscar a alguien más para ocupar su puesto... aunque, en el fondo, dudaba que pudiera encontrar a alguien igual.
Obanai llegó pocos minutos después, con su típica expresión neutral.
—¿Qué necesita, señor Shinazugawa?
Sanemi lo miró fijamente, evaluándolo.
—Tu trabajo es excelente, pero te estás excediendo. No olvides que yo tomo las decisiones aquí. Eres mi asistente, no mi asesor ni mi igual. ¿Entendido?
Obanai mantuvo su mirada fija, sin inmutarse ante el tono del alfa.
—Perfectamente. Mi trabajo es optimizar el suyo, y lo seguiré haciendo dentro de los límites de mi puesto. Pero si quiere que las cosas funcionen, será mejor que acepte los hechos: no siempre tendrá la razón.
Sanemi apretó los puños bajo el escritorio, luchando contra el impulso de gritarle. "Este maldito omega," pensó. Sin embargo, en lugar de explotar, exhaló profundamente y se inclinó hacia adelante.
—Lo que espero de ti, Iguro, es que sigas cumpliendo con tus responsabilidades sin olvidarte de quién manda aquí. Porque créeme, si alguna vez cruzas la línea, no dudaré en reemplazarte.
Obanai asintió, su expresión inalterada.
—Entonces no tiene nada de qué preocuparse, señor. ¿Algo más?
Sanemi lo miró con una mezcla de irritación y respeto antes de sacudir la cabeza.
—No. Puedes irte.
Cuando Obanai salió de la oficina, Sanemi se dejó caer contra el respaldo de su silla, soltando un gruñido frustrado. A pesar de sus palabras, sabía que reemplazar a Obanai no era una opción realista. Ese omega estaba jugando un juego peligroso, pero, por ahora, Sanemi no podía negar que lo estaba haciendo mejor que nadie.
"Maldito Iguro," pensó una vez más, encendiendo otro cigarrillo. "No sé si me haces querer despedirte o darte un ascenso."
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro