Capítulo [10]
Sanemi lo notó al instante, como si el aire en la oficina hubiera cambiado. El aroma de Obanai era diferente, más dulce, más envolvente. Aunque el omega parecía completamente ajeno al efecto que estaba causando, los alfas en la sala no lo estaban. Muchos levantaron la mirada de sus escritorios, atraídos instintivamente, aunque ninguno se atrevió a acercarse.
Obanai tenía una reputación amarga en la empresa: un omega inaccesible, demasiado frío y directo como para invitar a cualquier tipo de acercamiento. Pero Sanemi sabía que había algo más debajo de esa fachada, algo que él mismo había empezado a desentrañar poco a poco.
Mientras caminaba hacia su oficina, notó cómo algunos empleados desviaban la mirada al pasar cerca de Obanai, pero no sin antes inhalar disimuladamente. Sanemi apretó los dientes, una ola de irritación recorriéndolo. Esa dulce fragancia no era para ellos.
Cuando Obanai entró en su oficina para entregarle unos documentos, Sanemi no pudo evitar que su mirada se detuviera en él más de lo habitual. A pesar del cambio en su aroma, Obanai seguía actuando como siempre: calmado, eficiente, con ese rostro estoico que parecía imposible de leer.
—¿Todo bien? —preguntó Sanemi, más como un intento de tantear el terreno que por genuina preocupación.
Obanai levantó la vista de los papeles que había colocado sobre el escritorio.
—Sí, todo está en orden. ¿Por qué lo pregunta?
Sanemi resopló, intentando sonar casual.
—No sé. Tienes... un aire distinto hoy.
Obanai frunció ligeramente el ceño, como si no entendiera a qué se refería.
—Estoy bien. Si hay algo más que necesite, avíseme.
Sanemi asintió y lo dejó ir, pero su mente estaba lejos de estar tranquila. Ese aroma no era algo que pudiera ignorar, y el hecho de que otros alfas lo hubieran notado lo irritaba aún más.
A lo largo del día, la cercanía constante de Obanai solo intensificó esa extraña mezcla de emociones en Sanemi. Sabía que el omega no era como los demás, pero esa fragancia dulce y embriagadora estaba rompiendo su control. Era como una invitación silenciosa que solo él parecía tener derecho a responder.
Durante una pausa, lo llamó de nuevo a su oficina.
—Iguro, cierra la puerta —ordenó, su tono más serio de lo habitual.
Obanai obedeció, arqueando una ceja ante la inusual petición.
—¿Pasa algo? —preguntó, cruzándose de brazos.
Sanemi se levantó de su silla y caminó hacia él, deteniéndose lo suficiente cerca como para sentir el calor del omega.
—¿De verdad no te has dado cuenta? —inquirió, su voz baja y grave.
Obanai lo miró con confusión, pero no retrocedió.
—¿Darme cuenta de qué?
Sanemi dejó escapar un suspiro exasperado, luchando por mantener la calma.
—Tu aroma. Ha cambiado. Y está atrayendo demasiadas miradas que no me gustan.
Obanai pareció procesar esas palabras por un momento antes de sacudir la cabeza con incredulidad.
—¿Eso es todo? —respondió, con un ligero deje de sarcasmo—. No puedo controlar cómo reaccionan los demás, señor Shinazugawa.
Sanemi gruñó, frustrado por su indiferencia.
—Quizá no, pero tú no eres como los demás. Y no quiero que esos idiotas piensen que pueden siquiera acercarse.
Obanai lo miró fijamente, sus ojos desafiantes, pero Sanemi pudo notar una pequeña fisura en su fachada.
—Entonces es su problema, no mío —respondió finalmente, antes de darse la vuelta para salir de la oficina.
Sanemi lo dejó ir, pero algo dentro de él se agitaba con fuerza. Ese aroma, ese omega... todo en él le decía que no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Obanai era suyo, y lo demostraría, aunque tuviera que romper las últimas defensas del omega para que lo entendiera.
Sanemi estaba en su oficina cuando lo vio. Uno de los alfas del departamento de finanzas se había acercado a Obanai en el área común, usando una excusa demasiado obvia para iniciar una conversación. Aunque Obanai mantenía su habitual semblante frío, el alfa no parecía disuadido.
Sanemi apretó los dientes y golpeó el escritorio con los nudillos, conteniendo la creciente irritación. No podía permitir que nadie más lo rondara, y mucho menos en un momento tan crítico. Era evidente que Obanai estaba por entrar en su celo: su aroma dulce llenaba la oficina, atrayendo miradas e intenciones que Sanemi no podía tolerar.
Fue la gota que colmó el vaso.
—Kanae, encárgate de los asuntos pendientes por hoy —ordenó a través del intercomunicador—. Yo me llevaré a Iguro a casa.
Kanae, siempre perspicaz, no hizo preguntas.
Sanemi encontró a Obanai en su escritorio, revisando un documento con total concentración, como si no fuera consciente del caos que estaba causando a su alrededor.
—Iguro, recoge tus cosas. Te vas a casa ahora mismo —dijo Sanemi con un tono que no admitía réplica.
Obanai levantó la mirada, claramente confundido.
—¿Qué? Pero aún no termino con esto.
Sanemi chasqueó la lengua, cruzándose de brazos.
—No me importa. No estás en condiciones de trabajar, y no voy a discutirlo contigo aquí.
Obanai entrecerró los ojos, molesto por la orden, pero al notar la seriedad en el rostro de Sanemi, decidió no insistir. Con un suspiro, comenzó a guardar sus cosas.
El viaje en auto hasta el departamento de Obanai fue silencioso. Sanemi mantuvo los ojos fijos en la carretera, tratando de ignorar el dulce aroma que llenaba el interior del vehículo. La cercanía del omega hacía que fuera cada vez más difícil mantener la compostura, pero el alfa se repetía a sí mismo que debía controlarse.
—No era necesario que me llevara personalmente —comentó Obanai de repente, rompiendo el silencio.
Sanemi soltó una carcajada seca.
—¿Y qué? ¿Dejarte solo en la oficina para que esos idiotas te sigan rodeando? Ni pensarlo.
Obanai frunció el ceño, incómodo con la respuesta, pero no dijo nada más.
Al llegar al departamento, Sanemi se aseguró de acompañarlo hasta la puerta. Obanai intentó despedirlo rápidamente, pero Sanemi no se movió hasta que Mitsuri apareció para recibirlos.
—Señor Shinazugawa, ¿todo bien? —preguntó la niñera, sorprendida por la presencia del alfa.
Sanemi asintió, sin apartar la mirada de Obanai.
—Iguro necesita descansar. Que no salga por ningún motivo y mantén a Kaito ocupado.
Mitsuri asintió, aunque no pudo ocultar su curiosidad por la actitud protectora de Sanemi.
Obanai, por su parte, le lanzó una mirada asesina.
—No soy un niño, puedo cuidar de mí mismo.
Sanemi ignoró su protesta y se inclinó un poco hacia él, lo suficiente para que solo el omega lo escuchara.
—Tal vez, pero no voy a correr riesgos. No contigo.
Obanai no respondió, pero sus mejillas se sonrojaron levemente antes de cerrar la puerta en la cara del alfa.
De camino a su auto, Sanemi dejó escapar un largo suspiro. A pesar de su decisión de mantenerse firme, sabía que estaba en una línea peligrosa. El aroma de Obanai lo atraía de una manera que nunca había experimentado antes, y el pensamiento de otro alfa siquiera cerca de él lo enfurecía.
Sabía que proteger a Obanai de los demás también era una manera de protegerse a sí mismo. Porque si cedía al deseo que crecía en su interior, no habría vuelta atrás.
La ausencia de Obanai en la empresa se sintió como un golpe inesperado, pero no tanto por el trabajo atrasado, sino por el palpable mal humor de Sanemi. Durante tres días consecutivos, la atmósfera en la oficina se tornó tensa y hostil. Los empleados habían bautizado aquel período como "los días oscuros". La tasa de despidos se disparó, y ni siquiera los veteranos se atrevían a respirar demasiado fuerte cerca del alfa.
—Definitivamente, necesitamos a Iguro aquí —murmuró Kanae en la sala de descanso, mientras el resto de los empleados asentían en silencio.
No era solo que Obanai fuera un trabajador eficiente; el omega era el único que parecía tener la capacidad de mantener a Sanemi bajo control, aunque fuera de forma indirecta.
Cuando Obanai finalmente regresó a su puesto, todo volvió a la normalidad. Los empleados no pudieron evitar suspirar aliviados al verlo entrar con su semblante habitual y sus pasos decididos. Sanemi, por su parte, estaba en su oficina, pero en cuanto escuchó la noticia, salió inmediatamente para encontrar al omega.
—Iguro, mi oficina, ahora —ordenó, ignorando las miradas curiosas que se posaban sobre ellos.
Obanai suspiró, pero lo siguió sin rechistar.
Una vez dentro, Sanemi cerró la puerta y cruzó los brazos, apoyándose en el escritorio mientras observaba detenidamente al omega.
—¿Cómo estás? —preguntó, sin molestarse en suavizar su tono.
Obanai arqueó una ceja, sorprendido por la pregunta.
—Bien, gracias. No creo que mi estado sea de su incumbencia, pero si eso es todo, tengo trabajo que hacer.
Sanemi lo detuvo antes de que pudiera darse la vuelta.
—No he terminado. Quiero saber si hay algo más que necesites. No voy a permitir que trabajes al cien por ciento si todavía estás recuperándote.
Obanai lo miró con incredulidad, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.
—Estoy perfectamente bien. No necesito que me trate como un niño, señor Shinazugawa.
Sanemi gruñó, frustrado por su actitud, pero no pudo evitar notar que el aroma dulce que tanto lo había alterado seguía ahí. Era más tenue, más sutil, pero aún lo rodeaba como una brisa cálida, y Sanemi sabía que era el único que lo percibía con esa intensidad.
—Bien —dijo finalmente, con un tono más bajo—. Pero si algo cambia, me lo dices. No quiero sorpresas.
Obanai asintió con desinterés y salió de la oficina, dejando a Sanemi solo con sus pensamientos.
Mientras el día avanzaba, Sanemi no podía apartar de su mente el hecho de que ese aroma dulce aún lo envolvía. El deseo de acercarse, de dejar su propia marca en Obanai para que nadie más pudiera acercarse, crecía dentro de él como una llama que no podía apagar.
"Es absurdo", pensó, apretando los puños sobre el escritorio. "No puedo simplemente... impregnarlo como si fuera un objeto mío".
Pero ese impulso primitivo estaba ahí, latiendo en cada mirada que le dirigía al omega. Quería asegurarse de que nadie más pudiera aspirar ese aroma, de que nadie se atreviera a acercarse como lo había hecho aquel alfa días atrás.
Sanemi sabía que tenía que controlarse. No era el momento ni el lugar para dejarse llevar por sus instintos, pero cada vez se hacía más difícil ignorar lo obvio: Obanai le pertenecía, incluso si el omega aún no lo sabía.
Continuará...
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