Capítulo 7: En las Sombras de Infinity
La noche envolvía Tokio en un manto de luces y sombras cuando Sanemi y Obanai llegaron a Infinity, el exclusivo bar nocturno de Douma. La fachada del lugar brillaba con neones vibrantes, reflejando un lujo que solo servía de pantalla para lo que realmente ocurría dentro. Negocios sucios, placeres comprados y secretos enterrados entre copas caras.
Kaigaku los había llevado sin demasiado entusiasmo, cediendo solo después de que Sanemi insistiera en que necesitaban "despejarse" como pareja. Era una excusa creíble. En ese mundo, el poder y el deseo se entrelazaban con demasiada facilidad.
Al cruzar las puertas del local, fueron recibidos por una mezcla de música vibrante, luces bajas y el aroma a alcohol caro mezclado con perfume embriagador. Las mesas estaban ocupadas por mafiosos de alto rango, con hombres y mujeres tan hermosos como peligrosos enredados a su alrededor. En el escenario, una bailarina envuelta en seda se movía con una sensualidad hipnótica, cada movimiento diseñado para devorar la atención de los clientes.
Desde la parte más alta del club, Douma los observaba. En su área privada con vista panorámica, vestido con un traje blanco impecable, alzó una copa en su dirección con una sonrisa cargada de malicia pura.
—Parece que somos bienvenidos —murmuró Obanai, ajustando su chaqueta con una calma estudiada.
Sanemi bufó, apoyándose contra la barra mientras pedía un trago.
—Este cabrón nos está observando como si fuéramos su nuevo entretenimiento.
Kaigaku, ya instalado en un sillón cercano, bebió sin mostrar demasiada preocupación.
—Dejen de preocuparse. Si Douma los invitó, es porque quiere ver qué tan divertidos pueden ser. Si lo decepcionan, bueno... será un problema.
Sanemi y Obanai intercambiaron una mirada. Sabían jugar el papel. Lo que no sabían era cuánto esperaría Douma de su actuación.
Un par de mujeres se acercaron con sonrisas coquetas, deslizándose en su espacio con la confianza de quienes estaban acostumbradas a conseguir lo que querían. Manos ligeras, labios rojos, miradas que prometían algo más que conversación.
Sanemi sonrió con arrogancia antes de deslizar un brazo por los hombros de Obanai, atrayéndolo con la naturalidad de quien ya lo ha hecho demasiadas veces. El calor de sus cuerpos quedó reducido a centímetros. Lo suficiente para que el contacto pareciera íntimo, pero con el filo de algo más peligroso latiendo debajo.
—Lo siento, señoritas. Estoy completamente ocupado con él.
Las mujeres rieron, jugando con la idea antes de retirarse con una invitación velada para más tarde. Sanemi no les prestó atención. Obanai, en cambio, sintió cómo la presión en su espalda se volvía más firme.
—Eres convincente —murmuró, inclinando apenas la cabeza hasta que sus labios rozaron el cuello de Sanemi. Un gesto calculado. Un roce que podía interpretarse como una caricia casual o una promesa más profunda.
Sanemi chasqueó la lengua, pero no lo apartó.
—Es parte del trabajo.
Obanai dejó escapar un sonido bajo, casi divertido, y pasó una mano por la cintura de Sanemi, los dedos apenas rozando la piel expuesta bajo la tela de su camisa mal abrochada.
La música subió de volumen, el bajo vibrando en el suelo, en los vasos, en la piel. La pista de baile se llenó de cuerpos enredados en movimientos lentos y eléctricos.
Sanemi apuró su trago, observando a los mafiosos desde su posición.
—Douma nos sigue mirando.
Obanai sonrió, pero no había dulzura en su expresión. Solo complicidad peligrosa.
—Entonces, démonos un buen espectáculo.
Y con una parsimonia letal, deslizó su mano hasta el cuello de Sanemi, dejando que su pulgar se arrastrara por la línea de su mandíbula antes de jalarlo un poco más cerca. Lo justo para que, en medio del ambiente intoxicante de Infinity, nadie dudara de que realmente se pertenecían.
Al menos, por esta noche.
Después de un rato, Douma se levantó de su asiento y bajó hasta su nivel, deslizándose entre las sombras con su usual expresión despreocupada, como si ya supiera el desenlace de un juego en el que solo ellos no habían leído las reglas.
—¡Qué adorable pareja! —dijo con dulzura venenosa, posando una mano en el hombro de Obanai con descaro—. Kaigaku me ha hablado de ustedes. No pensé que serían tan... atractivos juntos.
Sanemi sintió una punzada de irritación recorrerle la columna, pero la ocultó bajo un trago lento de su vaso.
—¿Algo que necesites, Douma?
El hombre rió, retirando la mano con la misma ligereza con la que la había puesto y hundiéndose en el sofá junto a ellos. Lo suficientemente cerca para ser invasivo, lo suficientemente relajado para hacerlo ver casual.
—Solo quería conocerlos mejor —dijo, sirviéndose otra copa—. Después de todo, no cualquiera entra en nuestro círculo. Y me gusta ver cuán fieles son nuestros nuevos amigos.
Obanai sintió el peso de la mirada de Douma recorriéndolo con una paciencia inquietante. Era el tipo de persona que no hablaba con palabras, sino con expectativas implícitas.
—Pueden demostrarme su lealtad esta noche —continuó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Disfruten, diviértanse, y si las cosas se ponen interesantes... bueno, siempre estoy dispuesto a observar un buen espectáculo.
Sanemi dejó el vaso sobre la mesa con un golpe sutil, pero lo suficientemente marcado para que se notara su disgusto. Entendió el doble sentido de inmediato.
Obanai lo notó también, y en un gesto tan estudiado como necesario, deslizó su mano por la pierna de Sanemi, dejando que sus dedos subieran perezosos hasta su muslo antes de apretarlo con falsa posesión.
—Somos más de mantener la diversión en privado —respondió Sanemi, esbozando una sonrisa ladeada mientras apoyaba el antebrazo en el respaldo del sofá, reduciendo la distancia entre ambos.
Douma inclinó la cabeza, su diversión solo aumentando ante el despliegue.
—Qué pena —murmuró, su tono casi lastimero—. Pero en fin, disfruten de la noche. Nunca se sabe cuándo será la última.
Se alejó con la misma calma con la que había llegado, dejando tras de sí la sensación de que, sin importar qué hicieran, Douma ya había tomado una decisión sobre ellos.
Obanai soltó el aire en un suspiro contenido, pero no apartó la mano de la pierna de Sanemi.
—Definitivamente, esto es más peligroso de lo que pensábamos.
Sanemi apuró su trago, sintiendo la quemazón del alcohol mezclarse con el ardor en su pecho. Lo que más lo inquietaba no era el peligro, sino el hecho de que, de una forma retorcida, Douma los había leído demasiado bien.
—Sí —murmuró, sin moverse—. Y estamos metidos hasta el cuello.
Obanai lo miró de reojo, y aunque la farsa debía mantenerse, ninguno de los dos supo decir si el roce de sus cuerpos en ese instante seguía siendo solo una actuación.
Esa noche, en Infinity, se dieron cuenta de que estaban bailando sobre una cuerda floja. Y el problema con los juegos de Douma, es que siempre terminaban con alguien cayendo.
El ambiente en el bar se había vuelto cada vez más sofocante. Las luces rojas y moradas parpadeaban al ritmo de la música, las risas se mezclaban con susurros cargados de insinuaciones, y el olor a tabaco y licor llenaba el aire. En ese rincón privado, con Kaigaku frente a ellos, Sanemi y Obanai estaban atrapados en un juego peligroso.
Kaigaku se recargó en el sofá con una sonrisa burlona, haciendo girar las dos cápsulas entre sus dedos antes de deslizarlas sobre la mesa.
—No quiero aguafiestas esta noche. Douma odia a los que se quedan en los márgenes de la diversión.
Sanemi miró las píldoras con una expresión neutra, pero en su interior, maldecía la situación. Sabía exactamente lo que contenían esas cápsulas: un cóctel de estimulantes y alucinógenos diseñados para romper cualquier tipo de inhibición. La gente que las tomaba solía volverse demasiado... auténtica, y eso era justo lo que no podían permitirse.
Obanai mantuvo la compostura, aunque en su mente calculaba la forma de salir de la situación sin levantar sospechas. No tenían opción. Si se negaban, perderían credibilidad. Si aceptaban, corrían el riesgo de exponer más de la cuenta.
Kaigaku los miró con una mezcla de expectación y burla.
—¿Qué pasa? ¿No me digan que en la intimidad son unos aburridos?
Sanemi sonrió con arrogancia y, sin dudarlo, tomó las dos pastillas entre sus dedos.
—¿Quieres un espectáculo, Kaigaku? Que así sea.
Antes de que el otro pudiera decir algo, Sanemi llevó ambas cápsulas a su boca y, con un movimiento fluido, sujetó el mentón de Obanai.
Obanai no reaccionó de inmediato, pero cuando vio la mirada de Sanemi, entendió lo que estaba a punto de hacer. No tenían otra salida.
Sanemi se inclinó hacia él con una intensidad peligrosa, sus labios rozaron los suyos antes de profundizar el beso sin suavidad, como si reclamara territorio. Su mano se deslizó hacia la nuca de Obanai, manteniéndolo cerca, sellando cualquier oportunidad de retroceso.
El contacto fue feroz. Sus labios se entreabrieron y Sanemi, con la precisión de alguien acostumbrado a moverse con rapidez, deslizó la pastilla dentro de la boca de Obanai. Su lengua rozó la suya por un instante antes de apartarse, dejándole la responsabilidad de decidir qué hacer.
Kaigaku resopló, desviando la mirada con una mueca de asco.
—Puta madre, no era necesario tanto show.
Aprovechando ese instante, Sanemi, sin romper la actitud despreocupada, dejó caer su cabeza sobre el hombro de Obanai, girando levemente para escupir la pastilla dentro del cuello de su chaqueta. Nadie notó el gesto.
Obanai, por otro lado, sintió el amargor de la cápsula deshaciéndose en su boca. No tuvo opción. La tragó.
Kaigaku se puso de pie, satisfecho con la actuación.
—Bien, bien. Ya veo que saben cómo divertirse. Yo tengo asuntos más interesantes que atender.
Tomó de la cintura a las dos mujeres que había elegido y desapareció por los pasillos que llevaban a las habitaciones privadas.
La ausencia de Kaigaku no hizo que el aire se volviera menos denso. El humo, la música, el roce de cuerpos alrededor... todo seguía siendo asfixiante.
Sanemi se apartó apenas de Obanai, pero su proximidad aún era demasiado íntima, el calor de su beso seguía ardiendo en sus labios como un maldito recordatorio. Su aliento era irregular, aunque intentaba disimularlo.
Su mirada se clavó en él, seria, escrutadora.
—¿Estás bien?
Obanai cerró los ojos un instante, como si eso pudiera disipar la sensación de que su entorno vibraba con cada pulso de la música. Su piel hormigueaba. Su percepción del espacio se alteraba poco a poco, como si las luces parpadeantes se incrustaran en su visión.
—No es lo peor que he probado.
Sanemi apretó la mandíbula. Su mal humor estaba contenido, pero el brillo peligroso en sus ojos lo delataba.
—Debí haberlo tomado yo.
Obanai negó con la cabeza, sus movimientos más calculados de lo normal.
—No. Tú eres el que puede mantener la cabeza fría ahora. Al menos uno de los dos debe estar consciente si algo pasa.
Sanemi no respondió de inmediato, pero la rigidez en su cuerpo hablaba por él. Odiaba esto. Odiaba tener que observar cómo su compañero soportaba algo así mientras él se quedaba de brazos cruzados.
Obanai alzó la vista, su expresión más relajada de lo que debería estar. La droga comenzaba a hacer efecto.
—No me mires así —murmuró—. No fue tan malo.
Sanemi soltó una risa seca, baja, con un matiz afilado.
—¿El beso o la droga?
Obanai apartó la mirada, sus pupilas ligeramente dilatadas reflejando el resplandor rojizo del club.
—Ambos.
Sanemi lo miró con intensidad. Sabía que no podía dejarse llevar por la provocación accidental, por el calor creciente entre ellos que Douma y los demás querían ver explotar. Pero cuando Obanai humedeció sus labios, como si aún pudiera sentir los de Sanemi sobre los suyos, fue difícil ignorarlo.
No podían quedarse allí. No con su compañero perdiendo el control de sus sentidos y con Douma acechando desde algún rincón del club, esperando justo eso.
Sanemi se inclinó sobre él, su boca peligrosamente cerca de su oído.
—Vamos —susurró, su voz un filo de acero y algo más denso, más oscuro—. Hay que salir de aquí antes de que esto empeore.
Obanai asintió, pero al dar el primer paso, una ola de calor recorrió su cuerpo como electricidad estática. Su piel se volvió más sensible, su respiración más consciente de cada roce, cada movimiento en la multitud. Los sonidos eran demasiado fuertes. La risa de una mujer al otro lado del club le perforó los oídos, el tintineo de una copa contra la mesa vibró en su pecho.
Y lo supo. No tenía mucho tiempo antes de que su percepción se distorsionara por completo.
Sanemi lo tomó por la muñeca sin delicadeza, guiándolo con rapidez entre la gente. Pero incluso ese contacto se sintió como un incendio sobre su piel.
Obanai tragó saliva. Tenía que mantenerse lúcido.
Porque en algún lugar, entre las sombras y los lujos decadentes del club, Douma estaba observando, esperando a que resbalaran.
Las luces danzaban en el club nocturno como estrellas caídas, tiñendo las paredes de colores saturados que se mezclaban con las sombras. El aire era espeso, cargado de perfume barato, alcohol y algo más denso, más prohibido. Sanemi y Obanai avanzaban entre la multitud con calma aparente, aunque por dentro, la tensión era un hilo invisible a punto de romperse.
Obanai sintió cómo la droga comenzaba a instalarse en su sistema. Las luces eran demasiado brillantes, el bajo vibraba en su pecho como un latido propio, y su piel... su piel estaba más sensible que nunca. El roce de la tela de su ropa le parecía abrasador.
Sanemi lo notó de inmediato.
—¿Cuánto tiempo crees que tienes antes de que esto se complique? —preguntó en voz baja, inclinándose cerca, su aliento rozando su oreja.
Obanai se obligó a respirar hondo.
—No mucho. Ya está empezando a hacer efecto.
Sanemi apretó la mandíbula. La salida era una opción, pero si se iban demasiado rápido, levantarían sospechas.
—Entonces, nos quedamos lo justo para no parecer sospechosos —murmuró, y al ver que Obanai se tambaleaba levemente, deslizó una mano hasta su cintura, pegándolo más a su costado—. Mantente conmigo.
Obanai no se apartó. El calor de Sanemi era un ancla en medio de la neblina que empezaba a formarse en su cabeza.
Pero justo cuando empezaban a avanzar, una voz los detuvo.
—Oh, qué escena más adorable.
El tono meloso y afilado de Douma los hizo girarse. El hombre estaba cómodamente recostado en un sofá de cuero rojo, con una copa en la mano y una sonrisa que no llegaba a sus fríos ojos dorados.
—Me preguntaba cuándo vendrían a una de mis fiestas. Kaigaku ya me había hablado de ustedes... —Douma inclinó la cabeza, como un gato examinando a sus presas—. Aunque creo que subestimé lo entretenidos que podían ser.
Sanemi sintió su piel erizarse. No era la primera vez que trataba con criminales, pero Douma era distinto. No solo era peligroso, sino que disfrutaba jugar con sus víctimas antes de devorarlas.
—Nos estábamos divirtiendo —respondió Sanemi con una sonrisa desafiante, deslizando un brazo con más descaro alrededor de Obanai. Sus dedos presionaron su cintura con un gesto posesivo, delineando la curva con la yema de los dedos—. Pensé que era momento de conocer más de cerca el famoso Infinity.
Douma rió suavemente, pero su atención se fijó en Obanai con un interés particular.
—Obanai, ¿verdad?
Obanai le sostuvo la mirada. Su cuerpo se sentía ligero, flotante, pero tenía que mantener el control.
—Eso dicen.
—Qué serio —Douma apoyó la barbilla en su mano—. Aunque Kaigaku mencionó que también tienes tu lado... salvaje.
Sanemi sintió un repentino impulso de golpearlo, pero en lugar de eso, deslizó su mano más abajo en la espalda de Obanai, bajando apenas los dedos, como si lo reclamara en un gesto territorial.
—No creo que sea tema de conversación, ¿o sí? —intervino con una sonrisa ladeada, su voz ronca.
Douma los miró con diversión maliciosa.
—Oh, pero todo en Infinity es tema de conversación, querido Sanemi. Y si no es aquí... bueno, siempre hay habitaciones más privadas para charlar.
Obanai sintió un escalofrío recorrer su espalda. La insinuación era clara.
—Suena tentador —murmuró, inclinando apenas la cabeza, su expresión desafiando la suya—, pero apenas estamos calentando motores.
Sanemi aprovechó la excusa y se inclinó hacia su cuello, rozándolo apenas con los labios, su nariz acariciando la piel caliente de Obanai, como si no pudiera resistirse.
Obanai contuvo un estremecimiento. No sabía si era la droga o Sanemi lo que le hacía arder la piel.
Douma chasqueó la lengua, fingiendo decepción.
—Qué lástima. Pero no los apresuraré... todavía.
Su mirada recorrió a Obanai con demasiada intención, deteniéndose en la forma en que Sanemi lo sostenía. Luego, levantó su copa en un gesto de brindis.
—Disfruten la noche. Estoy seguro de que nos veremos más tarde.
Sanemi mantuvo la sonrisa hasta que se alejaron de su vista.
Cuando finalmente se perdieron entre la multitud, Sanemi agarró la muñeca de Obanai y lo atrajo hacia él, casi pegándolo contra su pecho.
—Tenemos que irnos. Ahora.
Obanai asintió lentamente. Sus pupilas estaban dilatadas, sus labios entreabiertos, su pecho subía y bajaba con rapidez.
Sanemi sintió algo oscuro y desconocido revolverse en su interior.
La droga estaba en su punto máximo.
Y Douma lo sabía.
Sanemi sintió la mirada ardiente clavada en su espalda antes siquiera de girarse a confirmar sus sospechas. Uno de los hombres de Douma los seguía. No de manera obvia, pero lo suficiente como para dejar claro que no los dejarían ir tan fácilmente.
—Cambio de planes —susurró Sanemi junto al oído de Obanai, su aliento cálido rozándole la piel antes de tomarlo de la muñeca y guiarlo entre la multitud.
El aire se volvía cada vez más espeso, cargado con el olor a licor derramado, perfume barato y tabaco. El sonido de risas sofocadas y jadeos se mezclaba con el bajo vibrante de la música, mientras las sombras de parejas y desconocidos se perdían en los rincones oscuros.
El lugar perfecto para despistar a su perseguidor.
Obanai tambaleó levemente cuando Sanemi se detuvo, y la presión de sus dedos en su muñeca fue lo único que lo ancló a la realidad. La droga se deslizaba como fuego líquido por su torrente sanguíneo, haciéndole sentir cada roce, cada sonido, con una intensidad que lo mareaba.
—Sanemi... —su voz salió más ronca de lo que pretendía.
Sanemi lo miró con fijeza, luego apoyó la frente contra la suya por un instante, su piel caliente contra la suya.
—Confía en mí.
No le dio oportunidad de procesarlo antes de empujarlo contra la pared con firmeza. No lo lastimó, pero el impacto reverberó en su espalda, enviando un escalofrío por su columna.
Sanemi se inclinó sobre él, su brazo apoyado junto a su cabeza, encerrándolo. Su cuerpo bloqueó la vista de cualquier curioso, convirtiendo el momento en algo que nadie se atrevería a interrumpir.
—Gime.
Obanai parpadeó, sintiendo su piel arder por algo más que los efectos de la droga.
—¿Qué?
Sanemi bajó la voz, grave, firme, su boca peligrosamente cerca de su oído.
—Hazlo. Solo un poco. Lo suficiente para que ese tipo se largue.
Obanai apretó los dientes. El orgullo quemó en su garganta como un trago de whisky barato, pero la razón se impuso. Si querían salir de allí sin levantar sospechas, tenían que vender la fachada hasta el final.
Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro tembloroso, entrecortado, arrastrado por el calor del cuerpo de Sanemi presionándolo contra la pared.
Sanemi no se apartó. Si acaso, se acercó más.
—Más —murmuró, y su voz sonó como un maldito desafío.
Obanai sintió el roce fugaz de labios contra su mandíbula, apenas un susurro de contacto, pero suficiente para que la piel se le erizara. El calor se condensó en su pecho, en su estómago, en cada centímetro donde la proximidad de Sanemi lo envolvía.
Lo odió. Odiaba que su cuerpo reaccionara.
Tomó una bocanada de aire y dejó escapar un jadeo contenido, bajo, pero lo bastante real para sonar peligroso. Bajó la cabeza instintivamente, ocultando su expresión en el cuello de Sanemi, sintiendo el latido tenso de su compañero contra sus labios.
Sanemi se tensó. Lo notó en la forma en la que sus manos presionaron la pared a cada lado de su cabeza, en la manera en la que su respiración se volvió demasiado calculada.
Detrás de ellos, la sombra de su perseguidor vaciló.
Sanemi entrecerró los ojos. Esperó. Contó los segundos en su cabeza hasta que finalmente vio cómo el hombre se daba la media vuelta con un bufido, perdiendo el interés en lo que parecía una pareja demasiado perdida en el ambiente de Infinity.
El silencio que quedó después fue ensordecedor.
Sanemi aflojó el agarre y respiró hondo, pero no se alejó de inmediato. Sus ojos encontraron los de Obanai. Las pupilas dilatadas, la respiración aún pesada, los efectos de la droga palpables en cada mínimo temblor de su cuerpo.
Obanai no dijo nada. No podía.
Sanemi chasqueó la lengua y deslizó un brazo alrededor de su cintura con firmeza.
—Vamos, antes de que cambien de opinión y decidan volver a buscarnos.
Obanai asintió en silencio. Se dejó guiar.
No miraron atrás.
Pero sabían que Douma aún no había terminado con ellos.
...
El dolor en su sien latía como un golpe mal dado.
Obanai despertó con una sensación densa en el cuerpo, como si lo hubieran sumergido en agua helada y luego arrastrado fuera a la fuerza. Cada músculo se sentía tenso, agotado, como si hubiera pasado la noche enredado en una pelea que no recordaba.
No era un sueño.
Parpadeó con esfuerzo, pero el mareo lo hizo cerrar los ojos otra vez. La droga seguía en su sistema, anclada en su sangre como un veneno lento.
Sabía lo que había pasado.
Sanemi estaba allí.
Lo sintió antes de verlo.
El leve aroma a tabaco, la presencia firme en la habitación.
Cuando finalmente logró enfocar la vista, lo encontró de pie junto a la ventana, el torso desnudo apenas cubierto por la tela suelta de su camisa abierta. La piel marcada con rastros de uñas, con moretones que Obanai no recordaba haber dejado.
Sanemi sostenía un cigarrillo entre los dedos, el resplandor anaranjado iluminando sus nudillos mientras exhalaba lentamente hacia la brisa helada de la mañana.
Obanai tragó en seco.
No necesitaba preguntar para saber que Sanemi estaba molesto.
—¿Qué tan mal estuvo? —murmuró, la voz grave, arrastrada.
Sanemi dejó escapar una risa seca, sin apartar la mirada del exterior.
—Si te refieres a que casi me arrancas la camisa y me dijiste cosas que jamás voy a repetir en voz alta... entonces no, no estuvo tan mal.
El calor subió por el cuello de Obanai, sofocante, como un fuego incontrolable. Mierda.
Las imágenes de la noche anterior regresaron en destellos borrosos. Sus manos aferradas a Sanemi. Su aliento mezclado con el del otro. La desesperación de su cuerpo bajo los efectos de la droga, aferrándose al único calor tangible en medio del delirio.
Pasó una mano por su rostro, como si pudiera borrar la sensación con un simple gesto.
—Mierda...
Sanemi le lanzó una mirada fugaz por el rabillo del ojo y volvió a llevarse el cigarro a los labios.
—Tranquilo —murmuró con una media sonrisa—. Al menos Kaigaku no estaba cerca para verlo.
Obanai se dejó caer en la cama otra vez. El colchón se hundió bajo su peso, pero su piel aún ardía con la sensación de algo más que simple vergüenza.
Las drogas en Infinity eran más fuertes de lo que había anticipado. No esperaba perderse a sí mismo con tanta facilidad.
Una debilidad que Sanemi había presenciado demasiado de cerca.
—No estamos listos.
La voz de Sanemi fue un ancla en la habitación.
Obanai giró el rostro hacia él, encontrándolo aún en la ventana, con el cigarro consumiéndose entre sus dedos.
—¿Qué?
Sanemi exhaló con lentitud, su mirada fija en algún punto lejano, pero su cuerpo aún marcado con los rastros de la noche.
—Para desenmascarar todo lo que pasa en Infinity. —Su tono se endureció—. Lo de anoche... fue solo una muestra de lo que Douma es capaz de hacer. No podemos apresurarnos.
Obanai entendió.
Había caído en la trampa con demasiada facilidad. La sustancia en su cuerpo, la pérdida de control, el deseo nublado por la influencia ajena. Si esa droga era parte del negocio de Douma, entonces estaban lidiando con algo mucho más grande.
Sanemi aplastó el cigarro en el cenicero con un movimiento irritado antes de girarse hacia él.
Los ojos se encontraron.
Sanemi aún tenía el torso expuesto, las marcas visibles, el recuerdo de lo que había sucedido flotando en el aire pesado entre ellos.
Obanai sintió el sabor amargo de la droga aún en su lengua. Pero ahora, se mezclaba con otra sensación. Algo más crudo. Más peligroso.
Sanemi habló sin apartar la mirada.
—Tenemos que prepararnos mejor.
Obanai asintió lentamente.
Sí.
No volverían a cometer el mismo error.
Pero la pregunta que no dijo en voz alta no tenía nada que ver con Infinity.
¿Cómo iba a enfrentarlo de nuevo sin pensar en la sensación de su cuerpo ardiendo contra el suyo?
Continuará...
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