Capítulo 6: Conexión Establecida.
El sótano de la fortaleza de Muzan era un lugar que apestaba a muerte. Las paredes de concreto estaban manchadas con rastros oscuros, y el olor a sangre, humedad y desesperación impregnaba el aire. Los gritos apagados que se escuchaban en los pasillos helaban la piel de cualquiera que no estuviera acostumbrado a aquel infierno.
Sanemi, sin embargo, no mostró ni un atisbo de incomodidad.
De pie en el centro de la sala de torturas, observaba con mirada afilada al hombre atado a una silla frente a él. Estaba golpeado, con la piel amoratada y el labio partido. Su respiración era errática, y la desesperación se reflejaba en sus ojos hinchados.
—Vamos, amigo —dijo Sanemi, inclinándose hacia él con una sonrisa burlona—. Sé que tienes algo que decirnos.
El hombre tembló, pero apretó los labios. No quería hablar.
—Si me lo preguntas a mí… —intervino Gyutaro, apoyado contra la pared con los brazos cruzados—, creo que este cabrón ya se acostumbró al dolor. Vamos a tener que ponernos creativos.
Sanemi no le respondió de inmediato. En su mente, el dilema era claro: debía mantener su fachada. La mafia de Muzan no toleraba la debilidad.
Sin embargo, tampoco podía permitirse ir demasiado lejos. Si bien conocía las técnicas de tortura, su verdadera misión no era obtener confesiones para Muzan, sino encontrar la forma de destruirlo.
Sanemi sacó un cuchillo de su cinturón y lo hizo girar entre sus dedos con naturalidad. Luego, sin previo aviso, lo hundió con fuerza en el muslo del prisionero.
El hombre gritó de dolor, su cuerpo se convulsionó en la silla, pero Sanemi no parpadeó.
—Eso fue por perder el tiempo —dijo con frialdad, sacando el cuchillo y limpiando la hoja con un paño—. Ahora dime lo que quiero saber, y tal vez puedas seguir usando esa pierna.
Gyutaro observaba con una sonrisa torcida.
—Vaya, no pensé que serías tan eficiente. Casi siento que disfrutas esto.
Sanemi se limitó a encogerse de hombros.
—Solo hago mi trabajo.
El prisionero gimió, sudor frío corriendo por su frente. Finalmente, con la voz temblorosa, comenzó a hablar.
—Yo… Yo no los traicioné… ¡No los traicioné! Pero… pero escuché algo… algo importante…
Sanemi intercambió una mirada rápida con Gyutaro, quien asintió con la cabeza, instándolo a seguir.
—Habla —ordenó Sanemi.
—Alguien… alguien de adentro quiere matarlo… quiere matar a Muzan… —soltó el hombre entre jadeos.
El aire en la habitación se volvió más pesado. Gyutaro se enderezó, su sonrisa se desvaneció.
Sanemi sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no dejó que su expresión cambiara.
—¿Quién? —preguntó con voz firme.
El prisionero tragó saliva con dificultad.
—No… no lo sé… solo escuché rumores… Akaza y Douma… ellos saben algo…
Sanemi mantuvo su postura fría, pero su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Había otro infiltrado en la organización? ¿O tal vez un traidor dentro de la misma mafia?
Gyutaro suspiró, frotándose el cuello.
—Si no tienes nombres, no sirves de nada.
El prisionero entró en pánico.
—¡Por favor, se los juro, solo eso escuché!
Sanemi no dijo nada. En cambio, giró el cuchillo en su mano, como si estuviera considerando su próximo movimiento.
—Déjamelo a mí —dijo Gyutaro con una sonrisa siniestra, acercándose.
Sanemi lo observó por un momento y luego asintió.
—Haz lo que tengas que hacer.
Se giró y salió de la sala, ignorando los gritos de agonía que comenzaron a llenar el aire a su espalda.
Mientras cerraba la puerta tras de sí, se recordó a sí mismo por qué estaba allí.
Ese mundo era un infierno. Y él y Obanai iban a hacerlo arder desde adentro.
Sanemi avanzaba por los pasillos de la fortaleza con paso firme, su mente aún procesando la información obtenida en el sótano. Las luces parpadeaban en los rincones oscuros del edificio, proyectando sombras alargadas en las paredes de concreto. El ambiente era sofocante, cargado con el aroma metálico de la sangre y el perfume barato de los que habitaban allí.
Mientras giraba por un corredor más angosto, su instinto le advirtió que no estaba solo.
—Vaya, vaya… así que este es el famoso "nuevo" —murmuró una voz femenina, sedosa y venenosa a la vez.
Sanemi se detuvo y alzó la vista.
Frente a él, recargada contra la pared con una postura relajada y peligrosa, estaba una mujer de cabellos albinos que caían en suaves ondas hasta su cintura. Sus ojos azul zafiro lo escrutaban con interés depredador, y sus labios pintados de rojo se curvaron en una sonrisa pícara.
Sanemi la reconoció de inmediato.
Daiki.
La había visto antes, en expedientes policiales y fotografías de vigilancia. Su nombre estaba relacionado con algunos de los negocios más repugnantes de la mafia: la trata de mujeres y la prostitución forzada. Era una de las personas más despiadadas bajo el mando de Muzan, y su mera presencia le revolvía el estómago.
—No sé qué tanto interés puedes tener en mí, señora —respondió Sanemi con tono seco, fingiendo desinterés.
Daiki rió con suavidad, un sonido melódico que no coincidía con la vileza que representaba.
—Eres un desperdicio, Shinazugawa —dijo, dándole una mirada de arriba abajo—. Un hombre tan fuerte, tan rudo… pero que prefiere meterse en la cama con otro hombre. Qué lástima.
Sanemi sintió una punzada de fastidio, pero no reaccionó. Mantener la calma era crucial en esos momentos.
Daiki se acercó lentamente, sus tacones resonando contra el suelo con cada paso. Su perfume era dulce y penetrante, pero para Sanemi olía a veneno.
—Quizá solo necesites… una noche con una mujer de verdad —susurró, deteniéndose a solo centímetros de él. Su mano se deslizó por su pecho con suavidad, como si midiera su resistencia.
Sanemi no se movió, su expresión permaneció fría y su mirada, desafiante.
—Y quizá —contestó él, con una sonrisa ladeada— tú necesitas aprender cuándo alguien no está interesado.
Daiki arqueó una ceja, divertida por su respuesta.
—Oh, no te preocupes. Ya veremos cuánto tiempo sigues diciendo eso.
Sanemi apretó los dientes, controlando su impulso de alejarla a empujones. No podía arriesgarse a levantar sospechas, no aún.
Daiki le dedicó una última mirada de burla antes de apartarse y seguir su camino por el pasillo, susurrando con voz burlona:
—Cuando cambies de opinión, ya sabes dónde encontrarme.
Sanemi soltó un suspiro pesado y relajó la tensión en sus hombros. Su piel aún ardía con el rastro del toque de la mujer, pero más que excitación, lo único que sentía era repulsión.
Esta misión solo se volvía más jodidamente difícil con cada día que pasaba.
Obanai se dejó caer en la cama con un suspiro pesado. Aquel día había sido una carga insoportable para sus sentidos: el olor a pólvora impregnado en su piel, el metal frío de las armas pasando por sus manos una y otra vez mientras clasificaba la mercancía en el depósito, y el constante murmullo de los mafiosos que entraban y salían.
Aún envuelto en la bata de baño, sus dedos jugaron inconscientemente con el borde de la tela mientras sus ojos se posaban en un objeto pequeño y discreto escondido entre los pliegues: el dispositivo que Uzui le había entregado. Obanai no era un hombre impulsivo, sabía que debía idear la manera perfecta de usarlo sin ser descubierto.
La puerta de la habitación se abrió, y Sanemi entró con el ceño fruncido, luciendo más tenso de lo habitual. Su cabello aún tenía rastros de humedad, y su postura rígida delataba que algo lo molestaba. Sin decir palabra, caminó directo al baño.
El sonido del agua corriendo llenó el silencio de la habitación. Obanai aprovechó esos minutos para observar el techo, ordenando sus pensamientos. No podía dejarse llevar por la frustración o la fatiga. Cada error podía costarles la vida.
Sanemi salió poco después, su torso desnudo aún brillando con rastros de agua mientras se pasaba la toalla por el cabello. No se molestó en ponerse una camiseta, solo se dejó caer de espaldas en la cama con un resoplido, el colchón hundiéndose bajo su peso.
—¿Algo interesante que contar? —preguntó Obanai con tono casual, comenzando con las preguntas de rutina.
Era una costumbre que habían desarrollado desde que entraron en la mafia, una forma de intercambiar información sin levantar sospechas en caso de que los estuvieran observando o escuchando.
Sanemi giró la cabeza hacia él, bufando.
—Nada que valga la pena —respondió con fastidio.
Obanai notó su semblante endurecido, pero no insistió. Sabía que si Sanemi tenía algo relevante, lo diría en su momento.
Lentamente, el pelinegro se recostó de lado, deslizándose bajo las mantas con movimientos calculados. Con un ademán sutil, llamó a Sanemi con la mano, su mirada seria.
Sanemi arqueó una ceja.
—¿Qué pasa?
—Acuéstate sobre mí.
El albino parpadeó, frunciendo el ceño.
—¿Qué mierda dices?
Obanai chasqueó la lengua con irritación y movió la manta para hacer espacio.
—Si hay cámaras, tenemos que seguir aparentando —explicó en voz baja, su mirada filosa como cuchillas—. Si nos cubrimos con las mantas, puedo usar el dispositivo sin levantar sospechas.
Sanemi gruñó entre dientes, claramente incómodo con la idea.
—Joder… —murmuró, pasando una mano por su cabello húmedo antes de rendirse y moverse sobre la cama.
Con torpeza, se acomodó sobre el cuerpo de Obanai, apoyando sus antebrazos a los lados de su cabeza para no aplastarlo con su peso. El calor de ambos cuerpos se mezcló de inmediato, y Sanemi apartó la mirada, sintiendo que la situación era demasiado ridícula.
—Si alguien nos está viendo, debe estar disfrutando esto demasiado —murmuró con una mueca.
Obanai ignoró su comentario, concentrado en deslizar una mano bajo las mantas y activar el dispositivo con precisión. Sus dedos trabajaban con destreza mientras su otra mano se aferraba al cuello de Sanemi en un gesto fingidamente íntimo, susurrando en voz baja.
—"Contacto establecido. Seguiremos el reporte en los próximos días."
El pequeño dispositivo emitió una luz tenue antes de apagarse nuevamente, asegurando que el mensaje había sido enviado sin problemas.
Obanai exhaló con alivio y soltó el cuello de Sanemi.
—Ya está.
Sanemi rodó los ojos y salió de encima de él de inmediato, apartándose con rapidez como si el contacto lo hubiera quemado.
—Si me haces hacer esto otra vez, juro que te tiraré del balcón.
Obanai soltó una risa sarcástica.
—Ya veremos.
El albino se giró de espaldas, cerrando los ojos con frustración mientras intentaba ignorar el hecho de que aquella misión los estaba obligando a cruzar más límites de los que jamás habrían imaginado.
El silencio de la habitación solo era interrumpido por la respiración de ambos. Sanemi permanecía con los ojos cerrados, aún molesto por la situación de hace unos minutos, mientras Obanai seguía alerta, con la mirada fija en el techo. Sabían que aquel edificio era un nido de víboras, y en cualquier momento alguien podría estar observándolos o espiando cada uno de sus movimientos.
La falsa relación que debían mantener no era solo una fachada ante los demás, sino también un escudo protector. Mientras creyeran que estaban más concentrados en su "relación" que en los negocios de la mafia, menos sospechas recaerían sobre ellos.
Sanemi suspiró con pesadez, girando la cabeza para observar a su supuesto "pareja".
—¿Cuánto tiempo crees que podamos seguir con esto antes de que nos descubran?
Obanai entrecerró los ojos, meditando su respuesta.
—El tiempo suficiente para encontrar algo sólido contra Muzan —susurró con firmeza—. No podemos darnos el lujo de flaquear ahora.
Sanemi apretó la mandíbula. Tenía razón, pero eso no significaba que fuera fácil.
—Hoy me topé con Daiki —comentó de repente, cambiando de tema.
Obanai giró su cabeza para mirarlo con interés.
—¿La perra de la trata de blancas?
Sanemi asintió con el ceño fruncido.
—Intentó provocarme. Dijo que era un desperdicio de hombre y que una noche con ella me haría cambiar de opinión.
Obanai soltó una risa seca y burlona.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me gustan los hombres peligrosos.
Obanai parpadeó, sorprendido por la respuesta, antes de soltar una carcajada genuina.
—Eres un maldito idiota.
Sanemi bufó.
—Sí, pero funcionó. No insistió más.
Obanai se quedó en silencio por un momento. Sabía que la situación dentro de la mafia se volvería cada vez más hostil. No solo tenían que lidiar con los criminales más peligrosos del país, sino también con los juegos psicológicos que intentaban hacerles perder la compostura.
—Deberíamos empezar a movernos con más cautela —dijo finalmente—. Si Kaigaku ya sospecha de nosotros, no pasará mucho antes de que alguien más lo haga.
Sanemi se estiró, cruzando los brazos detrás de su cabeza.
—Sí, lo sé. Pero por ahora, mejor sigamos haciendo lo que hacemos.
Obanai lo observó en la penumbra de la habitación, notando la tensión en su mandíbula y la mirada dura que solía ocultar cuando pensaba demasiado.
—Sanemi.
—¿Qué?
—Si esto se pone feo… si llega el momento en que tengamos que decidir entre la misión y sobrevivir, ¿qué harás?
Sanemi cerró los ojos, dejándose llevar por el agotamiento.
—Si se pone feo, me aseguraré de que al menos uno de nosotros salga vivo.
Obanai no respondió, pero su expresión se endureció. No permitiría que ninguno de los dos muriera en esa maldita misión.
Misión o no, se encargaría de que ambos salieran de ese infierno con vida.
Continuará ...
TNoel: Iba a dejar el capitulo para mañana porque la pc me está dando problemas, pero al final lo terminé en el móvil, esperó lo hayan disfrutado.
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