Capítulo 4: Tareas de Sangre y Acero
Después del almuerzo, cuando Sanemi y Obanai aún intentaban procesar su tenso encuentro con Douma, Kaigaku los encontró en el pasillo con su típica sonrisa burlona.
-Buen provecho, parejita -dijo con falsa cortesía mientras sacaba dos sobres de su chaqueta-. Tengo buenas noticias. Desde arriba han decidido asignarles tareas acorde a sus talentos.
Obanai tomó su sobre con expresión neutra. Sanemi lo arrancó de la mano de Kaigaku con brusquedad, sin molestarse en ocultar su disgusto.
-Tú al depósito -continuó Kaigaku, señalando a Obanai-. Les impresionaste con tu conocimiento de armas, así que te toca clasificar la mercancía y evaluar la calidad. Hazlo bien y tal vez consigas un ascenso rápido.
Obanai asintió sin decir nada. Sabía que era una forma de probarlo, pero también le daría acceso a información clave sobre los movimientos de la mafia.
Kaigaku entonces miró a Sanemi con una sonrisa aún más amplia.
-Y tú... tienes algo más divertido. Te quieren en los subsuelos. Ya sabes, donde interrogamos a los traidores y a los enemigos.
Sanemi sintió que su sangre se aceleraba. Tortura, eh. No le disgustaba la idea. Sería una oportunidad perfecta para canalizar la frustración que llevaba acumulando desde que había pisado ese lugar.
-Espero que no se te revuelva el estómago -añadió Kaigaku con burla-. Algunos novatos no aguantan el primer día y terminan vomitando.
Sanemi le dedicó una sonrisa sarcástica.
-¿Y quién dice que no lo disfrutaré?
Kaigaku soltó una carcajada.
-Me gusta tu actitud, albino. Vamos a ver si la mantienes después de un par de sesiones.
Sin más que agregar, Kaigaku los dejó ir cada uno a su respectiva tarea.
Obanai llegó al depósito, un almacén vasto y oscuro donde las armas se apilaban en estantes metálicos. Había cajas selladas con nombres de distribuidores internacionales y filas de estuches con rifles, pistolas y cuchillos.
Un hombre mayor, de cabello canoso y espalda ancha, se le acercó.
-¿El nuevo? -preguntó con voz ronca.
Obanai asintió.
-Kaigaku me envió.
El hombre lo evaluó con una mirada crítica antes de soltar un gruñido aprobatorio.
-Bien. Aquí no nos gustan los vagos. Te encargarás de inspeccionar los lotes. Revisa números de serie, calidad, que no haya desperfectos. Nada de porquería en este almacén.
Obanai no dijo nada y se puso a trabajar. Mientras lo hacía, analizaba todo lo que veía: la procedencia de las armas, los patrones en los envíos, los posibles puntos débiles en la distribución.
Cada caja revisada era un paso más en la recopilación de información.
Sanemi descendió por unas escaleras estrechas, el olor a humedad y hierro oxidado intensificándose con cada paso. El subsuelo no era un simple sótano; era un laberinto de salas de tortura, celdas improvisadas y habitaciones con herramientas diseñadas para quebrar la voluntad de cualquiera.
Un hombre alto, vestido con una camisa arremangada y guantes de cuero manchados, lo recibió con una sonrisa lobuna.
-Así que eres el nuevo. ¿Te gusta la sangre?
Sanemi sonrió con ferocidad.
-Si es la de un bastardo traidor, no me molesta.
El hombre rió, palmeándole la espalda.
-Me agradas. Vamos, te enseñaré cómo trabajamos aquí.
Sanemi siguió al torturador hasta una celda donde un hombre atado a una silla jadeaba débilmente, el rostro cubierto de moretones.
-Dicen que este imbécil filtró información a la policía. Necesitamos saber cuánto habló antes de matarlo. ¿Quieres empezar?
Sanemi miró al prisionero, su mente fría y calculadora.
Si quería ser convincente, no podía dudar.
Tomó un cuchillo de la mesa y sonrió.
-Será un placer.
Y con ese primer corte, selló su papel dentro de la mafia.
...
El día había sido largo.
Sanemi estaba exhausto, pero al mismo tiempo sentía una extraña satisfacción en su pecho. Golpear, intimidar y hacer gritar a aquellos bastardos traidores había sido una buena forma de liberar toda la tensión que llevaba acumulada desde que llegó a ese maldito lugar. Gyutaro, el jefe de torturas, había sido un maestro cruel y exigente, pero Sanemi había demostrado que no le temblaba la mano.
Al llegar a la habitación, no perdió el tiempo y se dejó caer de espaldas sobre la cama matrimonial sin pensarlo dos veces.
Obanai, que acababa de terminar de acomodar algunas cosas, se giró al escuchar el golpe del cuerpo de su compañero sobre el colchón. Lo primero que notó fue el olor.
Frunció el ceño.
-Apestas -espetó sin rodeos, arrugando la nariz con desagrado.
Sanemi abrió un ojo, viéndolo con fastidio.
-Estoy cansado. Me baño después.
Obanai chasqueó la lengua, cruzándose de brazos.
-No me importa si estás cansado. No pienso dormir en sábanas apestosas a sangre ajena.
Sanemi resopló.
-Eres un jodido quisquilloso.
Obanai se acercó y tiró de su brazo, intentando hacerlo levantarse.
-Levántate y dúchate de una vez.
Pero Sanemi, testarudo como era, no se movió ni un centímetro.
-Dije que después -murmuró con fastidio.
Obanai apretó los dientes. No iba a tolerar la terquedad del albino en ese aspecto, así que sin pensarlo mucho, usó más fuerza y jaló nuevamente a Sanemi para obligarlo a moverse.
El resultado fue inesperado.
Sanemi, que estaba desprevenido, perdió el equilibrio y jaló a Obanai consigo. En un abrir y cerrar de ojos, ambos terminaron cayendo sobre la cama en una posición sumamente comprometedora. Obanai quedó sobre Sanemi, sus rostros apenas a unos centímetros de distancia.
Hubo un breve silencio.
Ambos se miraron fijamente, congelados por el momento.
Sanemi pestañeó, su ceño fruncido pero sin moverse, mientras que Obanai parecía debatirse entre matarlo o alejarse de inmediato.
Pero antes de que cualquiera de los dos pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe.
-¡Vaya, vaya! ¿Estoy interrumpiendo algo?
La voz de Kaigaku llenó la habitación con un tono burlón y lleno de asco.
Sanemi y Obanai giraron sus cabezas hacia la puerta al mismo tiempo, encontrándose con Kaigaku y otros dos hombres de la mafia parados en el umbral.
El silencio fue sepulcral por un segundo.
Luego, Kaigaku hizo una mueca de absoluto desagrado.
-Joder, qué asco.
Obanai salió de encima de Sanemi de inmediato, su rostro completamente inexpresivo, pero con una vena latiéndole en la frente de pura irritación.
Sanemi, por su parte, se pasó una mano por la cara con absoluta exasperación.
-¿Qué demonios quieres, Kaigaku?
Kaigaku se cruzó de brazos, sin molestarse en ocultar su repulsión por la escena que había presenciado.
-No es por gusto, créeme. Pero tengo que hacer la inspección de su habitación. Es rutina para los nuevos. No podemos permitirnos ratas infiltradas.
Uno de los hombres detrás de Kaigaku cerró la puerta tras ellos y empezó a revisar la habitación. Abrían cajones, revisaban la maleta de Obanai, registraban los bolsillos de las chaquetas colgadas en el perchero.
Sanemi gruñó, aún acostado sobre la cama.
-¿Y no pudieron tocar la maldita puerta antes de irrumpir?
Kaigaku le dedicó una sonrisa cínica.
-¿Y arruinar el espectáculo? Ni de broma.
Obanai cerró los ojos con paciencia, conteniendo las ganas de acuchillarlo.
-Terminen rápido y lárguense.
Kaigaku se rió, disfrutando la molestia de ambos.
-Tranquilos, tortolitos. No encontramos nada sospechoso... por ahora. Pero no se confíen demasiado. La gente de aquí es muy observadora, y si ven algo raro en ustedes, no dudarán en acabar con su "relación" de la manera más dolorosa posible.
Su tono era ligero, casi juguetón, pero la amenaza detrás de sus palabras era clara.
Sanemi le dedicó una mirada filosa.
-Te agradecería que te largaras antes de que me den ganas de golpearte.
Kaigaku bufó con burla y se giró hacia la puerta.
-Ya me voy, ya me voy. No quiero interrumpir su "dulce noche de pareja".
Sin más, salió de la habitación junto con los otros hombres, dejando un aire de incomodidad tras de sí.
Sanemi suspiró, dejando caer su cabeza contra la almohada.
-Maldición.
Obanai se masajeó las sienes.
-Por tu culpa casi nos descubren.
Sanemi le miró con fastidio.
-¡Por mi culpa? ¡Fuiste tú quien empezó a jalarme!
Obanai chasqueó la lengua y señaló la puerta.
-Ve a ducharte. Ahora.
Sanemi gruñó, pero se levantó a regañadientes.
-Si sigues dándome órdenes como si fueras mi maldita esposa, te juro que voy a partirte la cara.
Obanai lo ignoró mientras Sanemi se dirigía al baño, maldiciendo por lo bajo.
Una vez que la puerta se cerró, Obanai exhaló pesadamente y se dejó caer en la cama, mirando el techo.
Esa misión se estaba volviendo cada vez más complicada.
Obanai escuchó el sonido del agua correr en la ducha mientras permanecía acostado en la cama, con la mirada fija en el techo. Su mente repasaba lo ocurrido hace unos momentos, analizando cada palabra, cada movimiento.
Kaigaku y sus hombres no habían encontrado nada, pero aquello solo significaba que volverían a intentarlo.
Obanai sabía que, en la mafia, la confianza no se ganaba en un día ni con una simple prueba. Estaban siendo vigilados de cerca, y cualquier error les costaría la vida.
El sonido de la puerta del baño abriéndose lo sacó de sus pensamientos. Sanemi salió con el cabello mojado, secándose con una toalla. Vestía solo unos pantalones deportivos, su torso aún con rastros de humedad.
-Feliz ahora, princesa? -bufó, tirando la toalla a un lado y dejándose caer en la cama nuevamente.
Obanai rodó los ojos.
-Al menos ya no apestas.
Sanemi soltó una risa sarcástica.
-Me alegra que mi olor no afecte tu delicada nariz.
Obanai decidió ignorarlo. No tenía energía para discutir con él cuando aún tenían tantas preocupaciones encima.
-Kaigaku no nos dejará en paz -dijo después de unos segundos de silencio-. No encontraron nada, pero eso solo significa que seguirán buscando.
Sanemi giró su cabeza hacia él, su expresión endureciéndose.
-Lo sé. Pero si seguimos actuando como lo hemos hecho, no tendrán motivos para sospechar.
Obanai suspiró.
-Eso espero.
Sanemi se quedó en silencio por un momento antes de mirarlo con el ceño fruncido.
-¿Qué tal tu trabajo en el depósito?
-Interesante -respondió Obanai, apoyando su cabeza en una mano-. Pude analizar parte de los envíos, la calidad de las armas, las rutas de distribución... Si consigo acceso a los registros principales, podríamos descubrir los principales puntos de entrega.
Sanemi asintió, procesando la información.
-Yo estuve en los subsuelos todo el día -comentó-. Gyutaro no es un idiota. Es metódico y le gusta jugar con la mente de sus víctimas antes de quebrarlas. Pero... también es un hablador. Si sé cómo presionarlo, podría sacarle información sobre quiénes son los más importantes dentro de la organización.
Obanai lo miró con atención.
-¿Crees que puedas manipularlo?
Sanemi sonrió de lado.
-Si hay algo que sé hacer, es lidiar con tipos como él.
Un pesado silencio se instaló entre ambos. El riesgo de la misión estaba creciendo, y aunque se habían infiltrado con éxito hasta ahora, cada paso que daban era un peligro más grande.
Obanai suspiró, cerrando los ojos por un momento.
-Deberíamos dormir. Mañana será otro día complicado.
Sanemi gruñó, acomodándose en la cama.
-Solo si prometes que no intentarás acuchillarme en la noche.
Obanai sonrió levemente.
-No prometo nada.
Sanemi soltó una carcajada baja antes de girarse hacia un lado y cerrar los ojos.
A pesar de la tensión, el peligro y la misión que tenían por delante, en ese momento, por un breve instante, todo pareció... normal.
Pero ambos sabían que la calma nunca duraba demasiado en la mafia.
Continuará...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro